—Gracias —respondió Klaus—, pero tengo bastante dinero…
—Nunca está de más ¿Sí o no?
—Claro que no —convino Klaus, guardándose el dinero en el bolsillo trasero del pantalón—. Dicen que ahora cuesta mucho curar la gonorrea… —Se rió.
—Trate de recordarlo otra vez: ¿no lo vio nadie en casa del pastor?
—No tengo nada que recordar. Nadie me vio…
—Me refiero incluso a nuestra gente.
—Es posible que me hayan visto si vigilaban la casa, pero no lo creo… No vi a nadie…
Stirlitz recordó que, una semana antes, él mismo lo había vestido de presidiario, antes de fabricar el espectáculo de hacer desfilar a los presos a través de la aldea donde ahora vivía el pastor Schlag. Recordó la cara de Klaus en aquella ocasión: sus ojos eran un poema de bondad y valor; se había hecho cargo del papel que debía desempeñar. Entonces, Stirlitz le había hablado de modo diferente; era un santo el que estaba sentado junto a él en el automóvil: la cara luminosa, la voz afligida y precisa que usaba para pronunciar cada una de sus palabras.
—Esta carta la echaremos mientras nos dirigimos hacia su nueva casa —dijo Stirlitz—. Escriba otra al pastor, para no despertar sospechas. Intente escribirla usted mismo. No le molestaré, voy a hacer más café.
Klaus cogió una hoja de papel.
—La honradez supone la acción —comenzó a leer, sonriendo—. La fe está basada en la lucha. La plática de la honradez, unida a la inacción total, es una traición a los feligreses y a sí mismo. El hombre puede perdonarse su propia falta de acción, pero la posteridad, jamás. Por eso no puedo perdonarme mi inacción. Es peor que la traición. Me voy. Justifíquese si puede. Que Dios le ayude.
— ¿Qué tal está? ¿Bien?
—Magnífico. Dígame ¿juega usted a sí mismo?
—Naturalmente. Vivo miles de años, pues trabajando con uno y otro hombre, juego a mí mismo; no al que está sentado delante de usted, sino a uno distinto, desconocido para mí mismo, sorpresivo, guapo, valiente, fuerte…
—¿Nunca ha intentado escribir?
—No. Si pudiera, tal vez me habría convertido… —Klaus calló de pronto y miró furtivamente a Stirlitz.
—Continúe, muchacho… Hablamos con sinceridad ¿no es cierto? ¿Ha querido usted decir que si pudiera escribir tal vez empezaría a trabajar para nosotros?
—Algo por el estilo.
—No por el estilo —rectificó Stirlitz—, sino precisamente ¿no es así?
—Sí.
—¡Muy bien! ¿Qué sentido tiene mentirme? No tiene sentido alguno. Tome su whisky y vayámonos. Ya ha oscurecido y creo que pronto empezarán los bombardeos.
—¿Está lejos la casa?
—En el bosque, a diez kilómetros. Allí hay tranquilidad, dormirá hasta mañana…
Ya en el automóvil, Stirlitz preguntó:
—¿Dijo algo sobre el ex canciller Brüning?
—Lo puse en mi informe. —En seguida se encerró en sí mismo—. Temí apretar demasiado…
—Actuó bien… ¿Tampoco habló de Suiza?
—Tampoco.
—Bien. Lo abordaremos por otro lado. Lo importante es que estuviera de acuerdo en ayudar a un comunista ¡Vaya un pastor!
Stirlitz mató a Klaus de un tiro en la sien. No le dijo —como suele ocurrir en las películas— por qué lo mataba ni en nombre de quién. Estaban en la orilla del lago cuando la aviación aliada comenzó el bombardeo. Era una zona prohibida, pero Stirlitz sabía exactamente que se encontraba a dos kilómetros de un puesto de guardia. Durante el bombardeo no se oyó el golpe seco del disparo de pistola. Calculó que Klaus caería directamente al agua, desde una plataforma de hormigón donde antes se pescaba, y que no quedarían huellas de sangre en el lugar. De todos modos, esto no era importante: por la noche llovía y nevaba, y no era comprometedor que, de momento, hubieran rastros de sangre.
Klaus cayó al agua como un saco. Stirlitz arrojó la pistola al lugar donde había caído el cuerpo. La versión del suicidio por agotamiento nervioso había sido elaborada de modo convincente (las cartas fueron escritas por el mismo Klaus). Luego se quitó los guantes y se dirigió a su automóvil a través del bosque. Estaba a cuarenta kilómetros de Am Dorf. Allí vivía el pastor Schlag. Stirlitz calculó que estaría en su casa dentro de una hora. Lo había previsto todo, incluyendo la posibilidad de la coartada del tiempo…
Del Centro a Justas:
¿Sabe algo de los contactos nazis con los diplomáticos occidentales en Estocolmo? Si lo sabe, ¿de qué se trata? ¿Qué puede decirnos de Kleist, colaborador de Ribbentrop?
De Justas al Centro:
En mi opinión, por ahora son imposibles los contactos serios de los nazis con el Occidente. Según orden de Hitler, el Reichsführer SS Himmler declaró que castigaría con la pena de muerte a todos los traidores que trataran de establecer contacto con los aliados. El doctor Kleist es un confidente de la Gestapo en el Ministerio de Asuntos Exteriores. Como se ha podido averiguar, en el pasado no tuvo ninguna relación seria con Occidente. Su misión en Estocolmo estaba relacionada con problemas de protocolo, y, de acuerdo con mis datos, no se le ha ordenado establecer relaciones con los aliados.
Justas.
Ernst Kaltenbrunner, jefe del Servicio de Seguridad del Reich (SD), hablaba con fuerte acento vienés, lo cual, y él lo sabía, irritaba al Führer y a Himmler. Por ello, durante algún tiempo recibió clases de un famoso fonetista, para aprender el genuino Hochdeutsch7, pero sin éxito: amaba a Viena, vivía de Viena y no lograba imponerse hablar en Hochdeutsch ni siquiera una hora al día, para sustituir su dialecto vienés alegre, aunque en verdad, algo vulgar. Últimamente, Kaltenbrunner había dejado de imitar a los alemanes y hablaba con todos del modo en que debía hablar: en vienés. Con los subordinados ni siquiera hablaba el vienés, sino un dialecto de Innsbruck. Los austríacos de las montañas hablaban de una manera totalmente distinta y a veces le gustaba a Kaltenbrunner desconcertar a sus colaboradores, quienes temían preguntar el significado de una palabra incomprensible para ellos y se sentían extremadamente confusos, desorientados.
—No Siblitz, sino Stirlitz —rió, al teléfono, Kaltenbrunner—. Creo que en el personal no hay ningún Siblitz, y sus agentes no me interesan. Sí, por favor, y, de ser posible, rápido. Gracias. Lo espero.
Miró al Gruppenführer SS Müller, jefe de la Gestapo, y dijo:
—No quisiera despertar en usted la maligna quimera de las sospechas en relación a unos compañeros de partido y lucha común, pero los hechos dicen lo siguiente: Primero: Stirlitz, aunque de manera indirecta, tiene algo que ver con el fracaso de la operación en Cracovia. Estaba allí, pero la ciudad, por una extraña conjunción de circunstancias, quedó intacta, cuando debió haber estallado. Segundo: investigaba la desaparición de una V-2, pero no la encontró; lo cierto es que desapareció, y ruego a Dios que se haya hundido en los pantanos de Vístula y Visloca… Tercero: también ahora se ocupa de varios problemas relacionados con el arma de la venganza, y aunque por ahora no se puede hablar de fracasos, tampoco vemos éxitos, ni avances, ni evidentes victorias. Ocuparse de los problemas no sólo significa detener a los descontentos. También significa ayudar a los que razonan con precisión y con vistas al futuro… Cuarto: el transmisor portátil que, a juzgar por la clave, trabajaba para el servicio de espionaje estratégico de los bolcheviques, y del que se ocupaba Stirlitz, sigue funcionando en los alrededores de Berlín. Me sentiría feliz, Müller, si usted de inmediato, sin esperar a que nos traigan sus papeles, pudiera refutar mis sospechas. Simpatizo con Stirlitz, y me gustaría que usted desmintiera con pruebas documentadas