En febrero del 2013 rompí mi compromiso de vivir en Lima como un yuppie / progre y dejé la Facultad de Leyes para independizarme en el Cusco. Contacté a un viejo amigo del colegio que vivía allí hace algunos años. Me alentó a visitarlo. Me ofreció su casa por el tiempo que fuese necesario. Y así, con 400 soles y sin ninguna idea de lo que quería hacer, me fui dejando atrás la Facultad, el trabajito de medio tiempo; y dejando atrás también a mi noviecita Linda, que apenas cuatro meses después volvía al Perú para re-reencontrarse conmigo. Dejé todo y todo me dejó también.
Estuve viajando en un bus pobretón durante 23 o 24 horas pensando que en cualquier momento de la noche caeríamos por un barranco y moriríamos todos y al día siguiente aparecería mi nombre en todos los periódicos y mi madre lloraría en vivo por canal cuatro o canal cinco y saldría mi abuela dando alguna declaración telefónica y demás. Partimos con retraso de una hora. El conductor tenía un aspecto demacrado. El segundo conductor lucía más demacrado aún. Parecían trasnochados, trajinados. Vestían camisas ajadas y percudidas. Acomodaron los bultos en la bodega y luego se tomaron un café en el bar de la estación. Todos seguíamos esperando.
Luis era gerente del proyecto hotelero La casa de Don Ignacio, financiado por la Universidad San Ignacio de Loyola; un simpático hotelito que lo había catapultado al desenfrenado mundo hotelero de una de las ciudades más turísticas de la región. Me ofreció hospedarme por el tiempo que fuera necesario, y así fue hasta que pasadas unas semanas me anunció que alquilaría la habitación. Yo no pagaba alquiler, claro. La generosidad había durado 30 días exactos. Y bueno, como yo no tenía intención alguna de pagar una mensualidad de 500 soles, tuve que retirarme. Había gastado mis dos primeras semanas conociendo gente y caminando por el centro; haciendo una vida de turista pobretón, de medio pelo; comiendo pasta con jamón y queso parmesano cinco días a la semana; desayunando tacitas de café con leche y panes con mantequilla y mermelada. Por las tardes me hacía un té de coca que metía en un termo y que me daba la energía para ir y venir de allá para acá.
A Víctor Velaochaga lo conocí en la plaza de armas del Cusco mientras vendía los libros de su padre, el gran escritor y antropólogo, miembro de la amea1, Carlos Velaochaga. Nos hicimos muy amigos a pesar de su evidente problema de interacción social. Íbamos de fiesta a los bares y discotecas, y gastábamos el poquísimo dinero que teníamos. Nos divertíamos mucho. La amistad llegó al crepúsculo cuando empecé a frecuentarme con Julia Centracchio. Tiran más dos tetas que dos carretas, dice el dicho. Y bueno, Centracchio y yo terminamos viviendo juntos por una semana y media en el departamento de Luis. Julia regresaba de vivir en España para establecerse nuevamente en la Argentina. Había trabajado muchos años en Ibiza como camarera, viviendo una vida justa, estrecha, pobretona, pero ahorrando dinero para zafar, largarse de vuelta a Buenos Aires y poner un negocio de decoración en el garaje de su casa, en Tigre.
1 Asociación Mundial de Escritores Andinos.
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