Sí, entonces creía y sigo creyéndolo hoy —y hoy más que nunca— que en el matrimonio puede estar la clave de la clase de sociedad y de cultura que queremos construir. Pero también veo lo intimidante, lo desalentador, lo frustrante —y también lo absolutamente maravilloso— que puede ser el proyecto. Y, cuando contemplo a mi alrededor los frutos vivos de mi matrimonio, me invade el deseo de ponerme manos a la obra.
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No sé cuándo sucedió exactamente, pero hubo un momento en que mi rol en la familia sufrió un cambio y, desde entonces, soy, fundamentalmente, abuelo. Aunque un padre no deja nunca de ocuparse de sus hijos, ahora tengo quince nietos diseminados por todo el país; y, cuando reflexiono sobre el futuro, en quienes pienso es en esos niños maravillosos.
De modo que el momento de escribir este libro lo han elegido mis nietos. Es imposible escuchar el llanto inquieto de un bebé sin pensar en el futuro. Es imposible verse rodeado de niños pequeños en Navidad sin preguntarse qué sociedad heredarán las generaciones venideras. Es imposible asistir a su bautizo o a su primera comunión sin plantearse el futuro de la Iglesia en nuestra cultura.
Normalmente todas estas inquietudes suelen resumirse en la siguiente pregunta: «¿Qué clase de sociedad vamos a dejarles a nuestros hijos y nietos?». Una pregunta que, sin duda, merece la pena plantearse, aunque no estoy seguro de que sea la primera pregunta en la que tengamos que detenernos, más aún si somos católicos que intentan salir adelante en una civilización cada vez más secularizada. Y es que es la clase de pregunta capaz de hacernos sentir indefensos y derrotados frente a las «fuerzas que mueven la historia».
Recuerdo una ocasión en la que, hablando con mi mujer, esta me comentó cuánto le preocupaba la clase de mundo que vamos a legar a nuestros hijos. Yo le respondí que nuestro deber de padres no consiste en legar a nuestros hijos un mundo, una sociedad o una cultura determinadas, sino únicamente la fe. De modo que hay que comenzar por centrarse en lo que tenemos más cerca y nos es más querido. No podemos controlar la cultura de la nación o de la civilización que heredarán nuestros hijos, pero sí podemos hacer cuanto esté en nuestra mano para asegurarnos de que nuestros hijos hereden la fe verdadera. No podemos controlar la clase de sociedad con la que tendrán que lidiar nuestros hijos, pero sí podemos influir en la clase de hijos católicos con los que tendrá que lidiar nuestra sociedad. En otras palabras: lo que estamos haciendo es transmitir hijos a nuestra sociedad, y no transmitir una sociedad a nuestros hijos.
Por eso este libro es diferente del resto de mis libros. Las páginas que encontrarás en él están, como de costumbre, orientadas al cielo y a la eternidad; pero esta vez ahondan más en las implicaciones de la doctrina católica aquí y ahora, es decir, en lo que significa vivir una vida verdaderamente católica no solo para nuestras almas, sino para nuestra sociedad; y eso, a su vez, nos exige reflexionar sobre cuál es la sociedad idónea para una forma de vida verdaderamente católica.
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Aunque los inspiradores de este libro hayan sido mis nietos, los fundamentos de mis tesis han estado siempre presentes en todos mis textos, así como en la doctrina de la Iglesia. Hoy, sin embargo, estoy más convencido que nunca de que no podemos seguir callando sus implicaciones. Puede que el sacramento del matrimonio sea incapaz de transformar la sociedad de aquí a que me muera, pero quizá a esos niños que bailan felices alrededor del árbol de Navidad sí se les permita contemplar los inicios de una cultura más aceptable, más hermosa y más católica.
Por otra parte, si aparto la mirada de mi familia, lo que contemplo es una cultura totalmente en crisis: algo que —como veremos más adelante— no es ninguna novedad. No obstante, en los últimos años los síntomas crónicos de una sociedad degradada se han agudizado considerablemente. En las épocas dominadas por la prosperidad, la seguridad y las sensaciones positivas, la erosión social provocada por el secularismo y el liberalismo puede pasar desapercibida. Pero en las épocas dominadas por la incertidumbre y la inestabilidad, se hace patente el debilitamiento de los fundamentos de nuestra vida en común, y es precisamente entonces cuando más los necesitamos[1].
En los últimos años ha habido muchos sabios autores cristianos que han sugerido diagnósticos certeros y originales tratamientos para este malestar general. Aun así, todos ellos coinciden en que hemos descuidado el patrimonio de nuestra civilización, malgastando los tesoros de la cultura cristiana acumulados a lo largo de los siglos en costosos y errados proyectos como la revolución sexual y el consumo de masas relativista. Desde la muerte y la resurrección del Señor, este rechazo del depósito de valores cristianos es una de las grandes tragedias de la historia de la humanidad que hoy sigue desplegándose lentamente ante nuestros ojos.
Aunque este libro —así como los de los autores que acabo de mencionar— sea producto y respuesta a una época y un lugar concretos, no quiero dejar de insistir en el carácter intemporal y universal de las ideas en las que se basa. Lo que encontrarás en estas páginas no es tanto un diagnóstico de este momento como un diagnóstico de lo que se ha dado siempre en las sociedades humanas. No es tanto la propuesta de nuevas medidas como la propuesta de las medidas que podrían y deberían tomarse siempre, tanto en los buenos momentos como en los malos. No es tanto descubrir nuevos estilos de vida como redescubrir los recursos con los que hemos contado siempre para construir comunidades cristianas rectas y sostenibles: para construir sociedades enteras consagradas a Cristo, y no esos pequeños nichos que a duras penas nos permite conservar una secularización benévola.
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Si todo esto te parece utópico, por no decir disparatado, es porque lo es. También la gracia inmerecida de nuestro Señor Jesucristo, transmitida por su esposa, la Iglesia, es utópica y disparatada desde cualquier punto de vista humano. Y no hay «solución» a los problemas de este mundo que, en último término, no empiece y acabe en la gracia.
Seamos claros: este no es un libro optimista. No sostiene que esté a la vuelta de la esquina un nuevo amanecer de la civilización cristiana. No sugiere que, entornando los ojos y con luz suficiente, descubriremos que el siglo XXI está en condiciones de ser un momento espléndido para los fieles católicos de Occidente. No trapichea con eslóganes estereotipados ni proporciona cómodas garantías para revestir la ingenuidad con el falso ropaje de una confianza engañosa.
Este libro está más bien lleno de esperanza. Trata de la gracia de Dios, del amor de Cristo y de la verdad de la Iglesia que da vida: esa verdad que perdura y que ni la situación social ni las supuestas «fuerzas de la historia» son capaces de minar. Trata del patrimonio divino que no se agotará nunca y al que, desde la llegada de la Nueva Alianza, siempre hemos tenido y siempre tendremos acceso... si elegimos conservar la amistad con Dios. Por eso este libro fija sus ojos en Dios, fuente de esperanza; porque apartar de Él la mirada significa coquetear con la desesperanza.
Esa esperanza es, en definitiva, la esperanza del cielo: una esperanza que se hace realidad cada vez que celebramos la cena de las bodas del Cordero. El reto que propone este libro consiste en aportar a nuestras familias, a nuestras comunidades, a nuestra sociedad y a nuestra civilización la sobreabundancia de gracia que se desborda de la vida sacramental de la Iglesia. El mismo poder capaz de transformar a las almas es capaz de transformar el mundo. De nosotros depende que rinda sus frutos.
[1] A lo largo de este libro, a menos que se indique claramente lo contrario, con el término «liberalismo» no me refiero a las políticas que se asocian al Partido Demócrata norteamericano o al centro izquierda en general, sino a la línea predominante en el pensamiento político occidental desde la Ilustración. El liberalismo sitúa los derechos y libertades del individuo en el centro de la constelación formada por los valores políticos, en detrimento de los deberes comunitarios y la búsqueda del bien común. Por eso el liberalismo no concibe la sociedad como un todo orgánico compuesto por distintos bienes adecuados a ese todo, sino como un conjunto de individuos autónomos que persiguen sus bienes particulares. El secularismo es un acelerador del liberalismo y erosiona el énfasis del cristianismo en la verdad, el amor y el servicio que han hecho a las sociedades liberales humanas y sostenibles.