Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.
Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.
www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2020 Heidi Rice
© 2021 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Un noche en Montecarlo, n.º 2831 - enero 2021
Título original: My Shocking Monte Carlo Confession
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.
Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-1375-207-5
Conversión a ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Índice
Prólogo
Belle
El sol de la Riviera caía a plomo mientras contemplaba la tumba de mi gran amigo Remy Galanti, pero su calor no podía aplacar el frío que se había apoderado de mis huesos hacía ya más de una semana, desde el momento mismo en que el coche de Remy atravesó la defensa de la pista de pruebas de Galanti en Niza y ardió en llamas. El horror de aquel momento se repetía una y otra vez en mi cabeza, a cámara lenta, agónico, pero las lágrimas que se agolpaban en mi garganta se negaban a salir.
No había llorado por Remy, ni por mí, ni por su hermano mayor Alexi porque no podía. Mi cuerpo, al igual que mi pensamiento, estaba adormecido.
La voz del sacerdote dirigiendo la plegaria en francés era como un murmullo de fondo cuando miré a Alexi, de pie, al otro lado de la tumba.
Llevaba un traje de lino oscuro y estaba rodeado por dignatarios locales, celebridades, VIPs que habían acudido a presentar sus respetos a la familia más prominente de Mónaco y del automovilismo pero, como siempre, parecía estar completamente solo, la cabeza baja, la pose rígida, el pelo alborotado como si se hubiera pasado las manos por él mil veces desde que los dos vieron morir a Remy.
Pero sus ojos, como los míos, estaban secos.
¿Se sentiría abotargado como yo, destrozado por la pérdida de una persona que significaba tanto para los dos? Remy había sido mi mejor amigo desde que llegué a la mansión Galanti en la Costa Azul con diez años, cuando mi madre aceptó el trabajo de ama de llaves después de que la madre de Remy y Alexi se largara con uno de sus amantes.
Y fue al verlo mirar al sacerdote con sus hermosos ojos azules cuando me di cuenta de que no parecía acorchado como yo, sino impaciente, airado, enfadado, furioso.
Un estremecimiento me recorrió la piel, inapropiado pero inconfundible, cuando mis recuerdos volaron a la noche inmediatamente anterior a la muerte de Remy. La noche en que pensé que todos mis sueños se habían hecho realidad. La noche en que busqué a Alexi y le hice el amor por primera vez. Recordaba perfectamente el olor a sal, sudor y cloro, el subidón de la emoción, la gloriosa sensación de pasar unos minutos en sus fuertes brazos y de descubrir qué era en realidad el sexo.
Aterradoramente íntimo, pero también fabulosamente excitante.
La brutal humillación me estranguló el corazón al mirarlo. No había vuelto a hablarme desde aquella noche. Había intentado verlo, pero siempre estaba ocupado, y la sensación de culpa me provocó una punzada en las costillas por estar sintiendo aquel calor inapropiado en el funeral de Remy. Él siempre había estado ahí para mí, y seguro que hubiera querido que yo lo estuviera para su hermano, pero seguía sintiéndome culpable porque no eran solo los deseos de Remy lo que yo quería cumplir, aunque las últimas palabras que había intercambiado