A esto se añaden las peculiares circunstancias históricas de la ciudad de Granada en los inicios de la Edad Moderna, que también afectan a la esfera de la producción artística. Una población mayoritariamente morisca durante la mayor parte del siglo XVI, un programa constructivo y de ornato eclesial de urgencia durante las primeras décadas del mismo, la ausencia de una herencia medieval cristiana de estructuras gremiales, el rechazo del Islam a la figuración icónica, son factores que determinan desarrollos distintos de las artes en la Granada del Quinientos con respecto a otras ciudades del Reino de Castilla. Frente a los grandes programas de escultura monumental (Palacio de Carlos V o catedral, por ejemplo), la escultura devocional parece quedar relativamente larvada en la Granada de este siglo al menos hasta la traumática “resolución” del problema morisco tras la guerra de las Alpujarras, que parece marcar el despegue definitivo del género en la zona, tanto en el marco de una nueva estrategia pastoral como en un intento de recuperar lo destruido en la reciente sublevación. A partir de entonces, las prácticas devocionales externas se acompañan inseparablemente de imágenes que consagran el nuevo género de la escultura procesional, no solo devocional. Por otro lado, la frecuencia con la que en Granada se documentan artistas versátiles que laboran en distintos campos es superior a la de otros núcleos artísticos, lo que debe entenderse como fruto de estas peculiares circunstancias que hicieron más débiles las estructuras gremiales que controlaban el desarrollo profesional de los distintos géneros artísticos y delimitaban escrupulosamente sus competencias. Finalmente, el recuerdo latente del frustrado sueño imperial de Carlos V para la ciudad supondrá una referencia de clasicismo que no se pierde del todo y que afecta también a la producción escultórica.
En estas coordenadas, el último tercio del siglo XVI marca la consolidación de una producción escultórica de carácter devocional sostenida y abundante, con parámetros de subida de calidad y en un horizonte estético de romanismo que es permeable a la progresiva asimilación de las conquistas naturalistas que definen la verdadera naturaleza de la escultura barroca. Este es nuestro punto de partida, con las debidas cautelas que más arriba han quedado definidas.
2.EN LOS INICIOS DEL NATURALISMO: LA PROBLEMÁTICA FIGURA DE PABLO DE ROJAS
Desde los estudios pioneros de Gallego Burín hasta los análisis más recientes[2], Pablo de Rojas aparece como figura esencial en el inicio del naturalismo en la escuela granadina, revulsivo y dinamizador de la escultura en la zona en el último cuarto del Quinientos y el enlace con la otra gran escuela regional, la hispalense, a través de su maestría sobre su paisano Martínez Montañés. Sin embargo, las analogías estilísticas entre un relativamente amplio número de escultores que laboran en Granada y fuera de ella (Antequera, principalmente) suscitan dudas acerca del verdadero origen de un credo estético, con modelos concretos harto participados, a los que las cronologías conocidas dificultan atribuir su creación y difusión en exclusiva a Rojas. Al respecto, la figura de su presunto maestro, el enigmático Rodrigo Moreno, se encuentra aún en una nebulosa difícil de disipar. No debe olvidarse que será Ceán Bermúdez en su Diccionario (publicado en 1800) el primero en citar a Moreno como maestro de Rojas, probablemente más por inercia y suposición que por datos documentados. No hace mucho, el profesor Villar Movellán propuso la paternidad de Moreno para un Crucificado en el convento del Carmen de Pastrana (Guadalajara), de indudable afinidad estética con los de Rojas, y se siguen proponiendo obras para su catálogo, normalmente en detrimento de las tradicionalmente atribuidas a Rojas; sin embargo, este catálogo resulta imposible al no existir ni una sola obra documentada por el momento sobre el que apoyarlo[3].
2.1.Formación y credo estético
Sin embargo, sí puede afirmarse sin reservas que la primera formación de Rojas se produjo en taller familiar. El artista vino al mundo en la ciudad jiennense de Alcalá la Real, cercana a Granada, el 15 de noviembre de 1549, hijo de un pintor sardo llamado Pedro Raxis, estante en esa ciudad al menos desde 1528. Este hecho abrió la formación de Rojas a unos registros más clásicos que los de la mayoría de artífices de su generación y le permitió acceder en el mismo a un horizonte diversificado de prácticas artísticas que contemplaba, además de la escultura en madera, la plástica monumental pétrea, el diseño arquitectónico, la ensambladura y la pintura, tanto de caballete como la encarnadura y estofado de esculturas, todas ellas trabadas en la actividad de taller. La inspección y tasación de los tondos pétreos realizados por Andrés de Ocampo para el palacio de Carlos V en 1591 parece denotar cierta familiaridad con la poco frecuente iconografía profana y, cuando menos, su competencia en el trabajo de la piedra. De hecho, probablemente gozó de una formación intelectual más amplia que muchos artistas coetáneos, quizás con cierta relevancia en disciplinas teóricas que pudieron servirle, no solo como referencia estética, sino también como impulso a la reflexión y, por tanto, a la investigación y especulación plástica.
Siguiendo la tradición familiar, debió de completar su formación fuera de su entorno, quizás marchando primero a Jaén y recalando finalmente en Granada. Para 1577, en que contrae matrimonio con Ana de Aguilar en esta última ciudad, ese periodo estaría ya concluido, por lo que debió de producirse a finales de la década anterior, como sugiere Lázaro Gila[4]. Pudo ser en el taller de ese oscuro Rodrigo Moreno o en el contexto general de un núcleo artístico dinámico durante buena parte del siglo y que parece reactivarse tras la sublevación de las Alpujarras, con las obras del retablo mayor del monasterio de San Jerónimo como punto de encuentro de importantes escultores, entre los cuales la crítica especializada señala en una primera fase a Juan Bautista Vázquez el Mozo, Diego de Pesquera y Melchor de Turín, cuyo estilo subyace en la base estética de Rojas.
Se genera, pues, un fermento que fructifica no solo en las obras del maestro alcalaíno. Los hallazgos de archivo que han permitido documentar obras de Diego de Vega, Juan Vázquez de Vega o Andrés de Iriarte en la comarca de Antequera así lo demuestran y la cronología conocida impide atribuir el origen de los modelos que todos ellos comparten a Pablo de Rojas. La influencia en el ámbito jienense, en Sebastián de Solís, por ejemplo, avala este horizonte común, cuyo origen pudo ser el aludido más arriba. Quizás más importante que construir catálogos de estos maestros faltos de aval documental, sea el caracterizar ese credo estético compartido. Se trata de una línea de clasicismo en sintonía con el romanismo imperante en la época, dominada por el rigor formal, el concepto clásico de la figura y una matizada tendencia a la plenitud anatómica de estirpe miguelangelesca. En realidad, era una tendencia consolidada en el arte andaluz y granadino de la época, no tanto en la escultura devocional, que en Granada conoce la línea de dramatismo expresivo de Siloé y sus seguidores, como en la escultura monumental pétrea la mantenedora del clasicismo que se encuentra en la base de todos los desarrollos plásticos de la centuria y aun del inicio de la siguiente. Sobre el punto de partida de un noble sentido de la forma (herencia clásica), se abre paso también la sinceridad y espontaneidad expresiva, de honda humanidad (acento naturalista), proponiendo la contención en el movimiento de la figura que, sin embargo, no resulta estática sino natural, indicio de una nueva óptica en la percepción de la imagen, sin caer en lo vulgar y prosaico del realismo castellano, por ejemplo, o de algunos pintores coetáneos. Se inicia así un nuevo efecto empático de la escultura a través de una sensibilidad distinta, que intenta humanizar más la figura —en gesto y expresión más que en aspecto, definido por una discreta idealización del natural— y alcanzar un difícil equilibrio entre lo dogmático y lo vivencial, entre divinidad y humanidad, entre experiencia religiosa y discurso teológico. A todo esto se añade la valoración de la imagen exenta como entidad aislada e independiente, generadora de espacio a su alrededor y requirente, en consecuencia, de una contemplación