En arte, los románticos declararon la guerra total contra el neoclasicismo ilustrado, empezando por Herder. En vez de la forma y la razón, era la imaginación intuitiva del poeta la que se postulaba como única fuerza creativa. La finalidad de la literatura no era lo universal, lo típico o probable, sino lo único, original y fantástico. La literatura tenía que conmover al lector, no instruirle. Ahora, seguir a la naturaleza no significaba buscar armonía, sino imitar la intensidad dramática natural. La mayor de las virtudes no era la civilización, sino la energía primigenia. Las odas de Horacio fueron rechazadas en favor de Homero, se adoraba a Shakespeare con pasión exactamente por las mismas cualidades que tanto habían desagradado a Voltaire, y el Dr. Johnson era una auténtica barbarie. Las fábulas filosóficas ya no eran populares, sino la novela de la experiencia privada. Pero, por encima de todo, el lugar que la Ilustración había reservado para los filósofos, ahora se exigía para los poetas. Eran considerados como los fundadores de religiones y naciones, como los guardianes de la más alta verdad. De hecho, tras el neoclasicismo, los románticos continuaron rechazando toda la Ilustración y la actitud que representaba: en vez del análisis frío, querían la experiencia de la propia vida. El nuevo ideal no era el hombre, el animal racional, sino Prometeo, el creador desafiante. Se rechaza el optimismo histórico frente a la conciencia de lo trágico, en el arte y en la vida. La belleza no se podía improvisar y Grecia era cosa del pasado. Ante cualquier tipo de complacencia, el genio musitaba con desdén: «Filisteos». El presente no era mejor que el pasado, y «las cosas como son», cualquier convención, todas las instituciones establecidas, solo eran meros eslabones de las facultades creativas del artista. La individualidad, no la razón social, se iba a convertir en la pretensión moral más alta. Toda política era sospechosa de ser no artística. Del «individualismo cuantitativo» de la Ilustración, los románticos pasaron al «individualismo cualitativo»; de la autonomía racional, a la expresión sin límites y la diferenciación. Concentrarse simplemente en la razón era seguir siendo una «ostra racional». Una personalidad artística debía tener un número ilimitado de cualidades; debía ser proteica, colorida y, sobre todo, diferente19. Esto no tiene nada que ver con el ideal humanístico del hombre pleno. Pues el hombre en su conjunto está hecho de un número limitado de cualidades en un estado de equilibrio preconcebido. El ideal humanístico se basaba en un patrón universal, no en la aspiración romántica de que cada persona era completamente diferente de los demás. ¡No importaba que todo estuviera permanentemente en conflicto con su entorno!
Entonces, la rebelión estética del romanticismo solo formaba parte de una insatisfacción más general hacia toda una época. Si miramos más profundamente, más allá incluso de las expresiones conscientes del pensamiento romántico, descubriremos una conciencia específica. Lo que apareció en la república de las letras de la época fue descrito por Hegel con una sutileza sin parangón como «la conciencia infeliz». Es el «espíritu alienado» que había perdido toda fe en las creencias del pasado, desilusionado por el escepticismo, pero incapaz de encontrar un nuevo hogar para sus anhelos espirituales, en el presente o en el futuro. Fluctuando desesperadamente entre la memoria y el deseo, no puede aceptar el presente ni enfrentarse al nuevo mundo20. Es, esencialmente, un fenómeno religioso, lo que Miguel de Unamuno iba a llamar posteriormente «el sentido trágico de la vida», un anhelo de inmortalidad atormentado constantemente ante las dudas de su propia posibilidad21. Sin embargo, esta conciencia no se expresó en términos religiosos durante los primeros años del romanticismo. No es que «Dios haya muerto», es que la cultura había perecido. El «deseo infinito» se sentía fundamentalmente como anhelo cultural22. Era un deseo por Grecia primero, el mundo de Ossian y la pintoresca Edad Media, y por el Renacimiento después –de hecho, por cualquier tiempo más bienaventurado que el presente.
Este sentido de pérdida en el mundo «real» que marca «la conciencia infeliz» y que subyace en la raíz del renacimiento romántico, también concede al movimiento su continuidad. Esto es lo que nos permite hablar del romanticismo como algo que prevalece a lo largo del último siglo y hasta hoy en día, a pesar de las disensiones internas, los cambios en los modos de expresión y en el tema literario. El rechazo a aceptar el mundo de la naturaleza en el que todos tenemos que morir, o un universo social en que «el todo» cuenta más que cada persona, marca todo el curso del pensamiento romántico. La Ilustración fue capaz de racionalizar y vivir en paz con estas condiciones; el romántico se rebelaba contra ella. El sinsentido de la muerte y la fuerza trituradora de la sociedad son temas constantes de todos los poetas a los que se ha llamado convencionalmente escuela romántica, y lo mismo sucede con el rechazo a toda vida cultural existente. Esta actitud aparece en el odio de Kierkegaard a la filosofía optimista y en su llamada «al Uno», y de nuevo en el sueño de Nietzsche del superartista que somete a la naturaleza y a la sociedad. El anhelo de Burckhardt por períodos artísticos del pasado es esencialmente el mismo que el sueño de Herder de sociedades primitivas dominadas por poetas. Por supuesto, muchos románticos hicieron finalmente las paces con Dios, con el orden social establecido, con la historia, con la política e incluso con la razón, pero dejaron de ser románticos. Como teoría estética, el romanticismo todavía tiene sus defensores. La supremacía del arte y del artista todavía es de interés vital para André Malraux, Albert Camus y Stephen Spender, por ejemplo. En la crítica literaria, Sartre y sus seguidores se han detenido en autores que se adhieren a la tradición clásica y se debaten en estereotipos, negando así la libertad del hombre para comportarse de forma impredecible. Sospechamos que los europeos admiran la literatura americana, sobre todo la de tipo «duro», debido a lo que parece su carácter exótico. Martin Heidegger todavía buscaba la más alta sabiduría en la poesía. Y, entre los pensadores existencialistas, Karl Jaspers se une a Goethe en la batalla contra Newton y la época de la prosa que él representaba. Sin embargo, cuando hablamos de romanticismo, nos referimos fundamentalmente a las manifestaciones de una conciencia infeliz, pues ahora ya no es la base implícita de una nueva literatura: es una actitud consciente. El existencialismo y las filosofías menos sistemáticas del absurdo se consideran a sí mismas, abiertamente, como la conciencia de que «Dios ha muerto». Si los primeros románticos mostraban un vigor combativo considerable, y realmente creían que el espíritu de la poesía todavía podría conquistar el mundo, el romántico contemporáneo no alberga tal esperanza –de hecho, no alberga esperanza alguna de ningún tipo– . En vez de energía dramática, ahora solo existe cierto sentimiento de futilidad. El romanticismo se expresa ahora en la negación de la misma posibilidad de conocimiento –y mucho menos el control de la historia, de la naturaleza y de la sociedad–. Afirma nuestra libertad frente a Dios y la determinación social, pero esto supone la ausencia de lazos permanentes. El hombre se ha convertido en un extraño que vaga sin rumbo por territorio desconocido; el mundo, tanto histórico como natural, se convierte en algo sin sentido. La relevancia de todo pensamiento y acción social se convierte en algo dudoso ante una situación humana donde nada es cierto, salvo la reacción del individuo al mundo externo y su necesidad de dar expresión a su condición interna. Visto en profundidad, el mundo aparece como una prisión extraña y hostil que nadie puede entender o alterar, de la que, como mucho, tenemos que evadirnos. La gran tragedia de la época es que, debido a toda la insignificancia de nuestro ser real, la historia, la sociedad y la política nos presionan de manera insoportable. El mundo exterior está aplastando a la individualidad única. La sociedad nos priva de nuestro ser. Todo el universo social es el totalitarismo, no solo algunos movimientos políticos y algunos estados. La tecnología y las masas son las condiciones de vida en todas partes y, al ser estas la verdadera esencia del totalitarismo, forman el epítome de las fuerzas sociales que siempre han amenazado a la personalidad individual. Es el romanticismo de la derrota, la última etapa de la alienación. Estamos también en las antípodas del espíritu