Decían los padres y madres del desierto:
“Dijo un anciano: “Prefiero un fracaso soportado con humildad que una victoria obtenida con soberbia”1.
Semblanza personal:
A Antonio Abad, el primer ermitaño, lo siguieron muchos cristianos y cristianas ávidos de imitar su ejemplo de humildad y serenidad. Antes de terminar el siglo IV, los ermitaños poblaron muchos de los desiertos de Egipto y Siria. Escribieron poco, pero vivieron mucho, con intensidad y pasión evangélicas. De estos padres y madres nos quedan sus dichos e historias, conocidos como Apotegmas2.
¿Qué los condujo a vivir de esa manera el Evangelio? Quizá el recuerdo de las primeras comunidades cristianas, tal cual se muestran en el Libro de los Hechos de los Apóstoles (Hechos 2:42-47; 4:32-37). También el hecho de que por aquellos años la fe había decaído y muchas personas anhelaban revitalizarla. La vida solitaria en el desierto y las montañas ofrecían una oportunidad de seguimiento radical de Jesús. A comienzos del siglo IV “Constantino el Grande, junto a Licinio, habían decretado la tolerancia por medio del Edicto de Milán. A partir de ese momento, la iglesia quedó ligada a los beneficios del poder imperial. Los intereses políticos se unieron a los intereses eclesiásticos; las persecuciones cesaron, la fe se instaló en las poltronas del imperio, y los cristianos sucumbieron ante la tentación de la popularidad”3. Este contexto podría ser otra de las posibles explicaciones para que los nuevos monjes y monjas encontraran en los desiertos una alternativa de vida cristiana más vibrante y fiel al Evangelio, aunque las razones históricas siguen siendo materia de investigación.
La lista de Padres y Madres es extensa: Antonio, Teodora, Macario, Pacomio, Evagrio Póntico, Simón el Estilita, Sinclética, Agatón, Macrina y muchos más. Los asuntos de su mayor interés eran: la humildad (porque la fe se evidencia en la conducta), la caridad (el cristianismo consiste en vivir como vivió Jesús), la conversión (la fe es un camino de trasformación diario), Satanás y los demonios (porque la realidad del mal se hace más evidente cuando se busca practicar el bien), el silencio (porque necesitamos acallar nuestro ruidos interiores y no tener temor de encontrarnos con nosotros mismos), las Escrituras (fundamento de la fe), la salvación (la eterna, que comienza aquí y ahora) y la misericordia (diferente al legalismo detractor que destruye a los demás).
De su cofre de joyas espirituales:
“Un hermano había pecado y el sacerdote le mandó salir de la iglesia. Se levantó el abad Besarión y salió con él diciendo: «Yo también soy pecador».
El abad Isaac… vio cometer una falta a un hermano y lo juzgó. Vuelto al desierto, vino un ángel del Señor y se puso a la puerta de su celda diciendo: «No te dejaré entrar». El anciano preguntó la causa y el ángel del Señor le contestó: «Dios me ha enviado para que te pregunte: ¿dónde quieres que envíe a este hermano culpable al que has condenado?». Y al punto el abad Isaac se arrepintió y dijo: «He pecado, perdóname». Y el ángel le dijo: «Levántate, Dios te ha perdonado. Pero en adelante no juzgues a nadie antes de que lo haya hecho Dios»”4.
Enseña la Biblia:
“Ningún discípulo es más que su maestro, aunque un discípulo bien preparado podría igualar a su maestro. ¿Por qué miras la brizna que tiene tu hermano en su ojo y no te fijas en el tronco que tú mismo tienes en el tuyo? ¿Cómo podrás decirle a tu hermano: “¿Hermano, deja que te saque la brizna que tienes en el ojo”, cuando no ves el tronco que tienes en el tuyo? ¡Hipócrita, saca primero el tronco de tu ojo, y entonces podrás ver con claridad para sacar la brizna del ojo de tu hermano!”.
(Lucas 6: 40-42)
Nos preguntamos hoy:
Juan Crisóstomo
(347 - 407)
Dijo Juan Crisóstomo:
“Si no logras encontrar a Cristo en el mendigo a las puertas de la iglesia, no lo encontrarás en el cáliz”.
Semblanza personal:
El apelativo de Crisóstomo proviene de su reconocido talento como gran predicador de los primeros siglos del cristianismo. En griego, ese nombre significa “boca de oro” o “pico de oro” (jrysostomos) y fue llamado así poco después de su muerte. Nació en Antioquía (por lo que se le conoce también como Juan de Antioquía). Fue Obispo de Constantinopla y es considerado uno de los grandes padres de la Iglesia junto con Agustín de Hipona, Gregorio Magno, Ambrosio de Milán y Jerónimo de Estridón.
Antes de adoptar la vida religiosa había estudiado filosofía y retórica, esta última disciplina bajo la guía de Libanius quien era, por aquel entonces, uno de los retóricos más elocuentes de habla griega durante el Bajo Imperio romano (conocido como el pequeño Demóstenes). A partir del año 373 se hizo monje ermitaño y, como tal, se retiró a las montañas cercanas a Antioquía, aunque solo por seis años: dos con la guía de un viejo monje sirio y cuatro en una cueva. Por razones de salud regresó a Antioquía y allí fue nombrado diácono (381) y sacerdote (386). Entonces, recibió el encargo de ser el predicador en la catedral de su ciudad. Lo fue durante doce años y se ganó la fama de predicador, maestro y santo servidor de su pueblo. En sus sermones y discursos públicos denunció los abusos de las autoridades imperiales, así como el libertinaje del clero bizantino. Trabajó a favor de las personas más necesitadas y reivindicó sus derechos.
No fue, entonces, solo un mero predicador elocuente, sino también, y esto es lo más destacable, un predicador valiente que asumió el encargo de la predicación con la fuerza profética que se necesitaba en aquel entonces. Esto le ganó aplausos, reconocimientos, pero también persecuciones y muchas aflicciones. Se enfrentó al emperador Arcadio, a la emperatriz Eudoxia y a encumbrados clérigos. Como resultado de esas denuncias fue enviado al destierro. Le condenaron por treinta y nueve cargos, uno de ellos como enemigo de la fe y contradictor de la sana doctrina (hereje).
Murió en Comana, Ponto, a consecuencia de uno de los viajes forzados que se le habían impuesto como escarmiento. Hoy se conservan la mayoría de sus cartas y sermones, incluidas varias homilías acerca del bautismo, descubiertas no hace muchos años. Después de Agustín de Hipona, Crisóstomo es uno de los grandes Padres de la Iglesia que ha gozado de mayor prestigio como reformador de la fe.
De su cofre de joyas espirituales:
¡No te ordenó Dios que al pobre le echaras en cara su pereza, sino que le remediaras su necesidad! ¡No te hizo acusador de la perversidad, sino que te constituyó remedio y médico de su desgracia! ¡Y no para que lo reprendieses por su desidia, sino para que tendieras la mano al caído! ¡No para que condenaras sus costumbres, sino para que aliviaras su hambre!
Nosotros procedemos al revés. No nos dignamos consolar con la limosna de algunos dineros a quienes se nos acercan, pero en cambio les refregamos sus llagas con nuestras reprensiones… Porque dice la Escritura: Inclina hacia el pobre tu oído y con mansedumbre respóndele palabras amables. Plata y oro no tengo. Lo que tengo, eso te doy. En el nombre de Cristo levántate y anda…
¿No puedes sanar una mano árida? Pero puedes extender la tuya a la que la crueldad ha secado, mediante la benevolencia…”1.
Enseña la Biblia:
“Al ver que Pedro y Juan iban a entrar, les pidió una limosna. Pedro y Juan clavaron su mirada en él, y Pedro le dijo: — Míranos. El cojo los miró con atención, esperando que le dieran algo. Pedro entonces le dijo: — No tengo plata ni oro, pero te daré lo que poseo: en nombre