El estudio de la historia de la religión demuestra que estos cuentos inocentes acerca del origen repentino de los animales y de las plantas, que aparecen hechos y derechos, como seres organizados, descansan en la ignorancia y en una interpretación simplista de la observación superficial de la naturaleza que nos rodea.
Esta fue la razón de que durante muchos siglos se creyese que la Tierra era plana y se mantenía inmóvil, que el Sol giraba en torno a ella, levantándose por el oriente y ocultándose tras el mar o las montañas, por el occidente. Esa misma observación superficial, muchas veces, hacía creer a los hombres que distintos seres vivos, como, por ejemplo, los insectos, los gusanos, e incluso los peces, las aves y los ratones, no sólo podían nacer de otros animales semejantes, sino también surgir directamente, generarse de un modo espontáneo a partir del fango, del estiércol, de la tierra y de otros materiales inanimados. Siempre que el hombre tropezaba con la generación repentina y masiva de seres vivos, los consideraba como una prueba de la generación espontánea de la vida. Y aún ahora, cierta gente inculta está convencida de que los gusanos se engendran en el estiércol y en la carne podrida y que diversos parásitos caseros surgen espontáneamente a partir de los desperdicios, las basuras y todo género de inmundicias.
Su observación superficial no percibe que los desperdicios y las basuras no son sino el lugar, el nido donde los parásitos depositan sus huevos, que más tarde dan origen a nuevas generaciones de seres vivos.
Antiguas teorías de India, Babilonia y Egipto nos hablan de esa generación repentina de gusanos, moscas y escarabajos que nacen del estiércol y de la basura; de piojos que se engendran en el sudor humano; de ranas, serpientes, ratones y cocodrilos procreados por el fango del Nilo, de luciérnagas que se consumen. Estas fantasías acerca de la generación espontánea se relacionaban en tales teorías con las leyendas y tradiciones religiosas. Las apariciones repentinas de seres vivos eran interpretadas únicamente como manifestaciones parciales de la voluntad creadora de los dioses o de los demonios.
En la antigua Grecia, muchos filósofos materialistas negaban ya esa explicación religiosa del origen de los seres vivos. Sin embargo, el curso de la historia hizo que en los siglos siguientes se desarrollase y llegase a predominar una concepción enemiga del materialismo: la concepción idealista de Platón, filósofo de la antigua Grecia.
Según las ideas de este filósofo, la materia vegetal y animal, por sí sola, carece de vida, y sólo puede vivificarse cuando el alma inmortal, la «psique», se aloja en ella. Esta idea de Platón desempeñó un gran papel negativo en el desarrollo ulterior del problema que estamos examinando. Hasta cierto punto, se reflejó también en la doctrina de otro filósofo de la antigua Grecia, Aristóteles, convertida más tarde en base de la cultura medieval y que dominó en el pensamiento de los pueblos durante casi dos mil años.
En sus obras, Aristóteles no se limitó a describir numerosos casos de seres vivos que, según le parecían a él, surgían espontáneamente, sino que, además, dio a este fenómeno cierta base teórica. Este filósofo consideraba que los seres vivos, lo mismo que todos los demás objetos concretos, se formaban por la conjugación de cierto principio pasivo, la materia, con un principio activo, la forma. Esta última sería para los seres vivos la «entelequia del cuerpo», el alma. Ella era la que daba forma al cuerpo y la que lo movía. Resulta, por consiguiente, que la materia carece de vida, pero es abarcada por esta, se forma armoniosamente y se organiza con ayuda de la fuerza anímica, que inculca vida a la materia y la mantiene viva.
Las ideas aristotélicas ejercieron gran influencia sobre toda la historia ulterior del problema del origen de la vida. Todas las escuelas filosóficas posteriores, tanto las griegas como las romanas, compartieron plenamente esta idea de Aristóteles acerca de la generación repentina de los seres vivos. A la vez, con el transcurso del tiempo, la fundamentación teórica de la generación espontánea y repentina fue adquiriendo un carácter cada vez más idealista y hasta místico.
Este último carácter lo adquirió, en particular, a comienzos de nuestra era, entre los neoplatónicos. Plotino, jefe de esta escuela filosófica, muy difundida en aquella época, enseñaba que los seres vivos habían surgido en el pasado y surgían aun cuando la materia se animaba por el espíritu vivificador.
Parece ser que fue Plotino el primero en formular la idea de la «fuerza vital», que pervive aún hoy en las doctrinas reaccionarias de los vitalistas contemporáneos.
Para explicar el origen de la vida, el cristianismo primitivo se basaba en la Biblia, la cual, a su vez, lo había copiado de las leyendas místicas de Egipto y Babilonia. Las autoridades de la teología de fines del siglo IV y principios del V, los llamados padres de la Iglesia, fundieron estas leyendas con las doctrinas de los neoplatónicos, elaborando sobre esta base su propia concepción mística del origen de la vida, íntegramente mantenida hasta nuestros días por todas las doctrinas cristianas.
Basilio de Cesárea, obispo que vivió a mediados del siglo IV de nuestra era, en sus prédicas acerca de que el mundo había sido creado en seis días, decía que, por voluntad divina, la Tierra había engendrado de su propio seno las distintas hierbas, raíces y árboles, así como también las langostas, los insectos, las ranas y las serpientes, los ratones, las aves y las águilas. «Esta voluntad divina –dice Basilio– sigue manifestándose hoy día con fuerza indeclinable».
El «beato» Agustín, contemporáneo de Basilio y una de las autoridades más influyentes de la Iglesia católica, trató de fundamentar en sus obras, desde el punto de vista de la concepción cristiana del mundo, la generación espontánea de los seres vivos.
Agustín consideraba que la generación espontánea de los seres vivos era una manifestación del arbitrio divino, un acto mediante el cual el «espíritu vivificador», las «invisibles semillas espirituales» daban vida a la materia inanimada. Así fue como Agustín sentó la plena correspondencia de la teoría de la generación espontánea con los dogmas de la Iglesia cristiana.
La Edad Media añadió muy poco a esta concepción anticientífica. En el medioevo, las ideas filosóficas, cualquiera que fuese su carácter, sólo podían subsistir si iban envueltas en una capa teológica, si se cubrían con el manto de tal o cual doctrina de la Iglesia. Los problemas de las ciencias naturales quedaron relegados a segundo plano. Para poder juzgar la naturaleza circundante, no se recurría a la observación ni a la experiencia, sino a la Biblia y a los textos teológicos. Procedentes de Oriente, llegaban a Europa solamente escasas noticias sobre problemas de las matemáticas, de la astronomía y de la medicina.
Del mismo modo, y a través de traducciones a menudo muy desfiguradas, llegaron a los pueblos europeos las obras de Aristóteles. Al principio, su doctrina pareció peligrosa, pero luego, cuando la Iglesia comprendió que podía utilizarla con provecho para muchos de sus fines, elevó a Aristóteles a la categoría de «precursor de Cristo en los problemas de las ciencias naturales». Y según la acertada expresión de Lenin, «la escolástica y el clericalismo no tomaron de Aristóteles lo vivo, sino lo muerto»[1]. Por lo que toca en particular al problema del origen de la vida, se había desarrollado ampliamente la teoría de la generación espontánea de los organismos, cuya esencia residía, a juicio de los teólogos cristianos, en la vivificación de la materia inanimada por el «eterno espíritu divino».
A título de ejemplo, podríamos citar a Tomás de Aquino, uno de los teólogos más famosos de la Edad Media, cuyas doctrinas siguen siendo hoy día para la Iglesia católica la única filosofía verdadera. En sus obras, Tomás de Aquino enseña que los seres vivos surgen al ser animada la materia inerte. Así se originan, en particular, al pudrirse el fango marino y la tierra abonada con estiércol, las ranas, las serpientes y los peces. Hasta los gusanos que en el infierno torturan a los pecadores surgen allí, según Tomás de Aquino, a consecuencia de la putrefacción de