La referencia a los libros científicos como alegoría de los textos sagrados no es nueva. Las ideas de Galileo que desafiaban las teorías aristotélicas fueron consideradas heréticas, porque las verdades que enfrentaba revestían cierto carácter religioso. Sin ir tan lejos, puede reconocerse un tono sacro en los usos bibliográficos, cuando algunos autores son citados casi como si se tratara de referencias bíblicas. La lectura literal y doctrinaria de los autores llamados clásicos ha devenido en la definición del autor como un semidiós iluminado cuyas palabras publicadas instalan verdades indiscutibles. Piaget dixit: es palabra de Piaget. Te adoramos, Piaget. Como en el soneto de Quevedo, el acto de leer se entiende como una conversación con los muertos.2 Y a los muertos, ante todo, se los respeta.
Esta idea de que los textos publicados y convertidos en “bibliografía” elevan su contenido a un estatus sacro se reconoce también en los rituales de la cita. Al respaldar afirmaciones en un texto pedagógico, la referencia bibliográfica aparece como evidencia, de un modo similar al que, en sus afirmaciones genéricas, el pastor trae a colación lecturas de los profetas o los apóstoles. En forma análoga, existen modos de asumir la teoría en que los conceptos y metáforas que las conforman se vuelven referencias con un valor de verdad otorgado por el proceso editorial y por la posición de los autores dentro de las comunidades académicas.
Digamos algo más sobre las citas, la “bibliografía” y las malditas normas APA con las que tan hartos nos tienen los burócratas de la teoría. En las citas académicas, se trae un fragmento de otra escritura con diversas finalidades. Muchas veces, no mucho más que para ostentar lecturas, es decir, para dar cuenta del conocimiento de esas obras que, si son una “lectura obligada” (y, más aún, si son una lectura original, inusual) se supone que enaltecen la posición del autor. Hay también –o puede haber– cierto sentido de “homenaje” en esas citas, cuando referir la obra es una señal de reconocimiento a su valor. Estos gestos de ostentación y homenaje, que subrayan la autoría (la del que cita y la del citado), se completan con el alarde de cofradía que traen muchas veces las citaciones, que al traer la voz de un autor consagrado señalan al que lo cita como miembro pleno de la tribu (la tribu de los foucaultianos, los bourdieuanos, los gramscianos, etcétera). La cita es, por definición, un gesto de mudanza para autoridades y leyes: el diccionario de la Real Academia Española la define como “Nota de ley, doctrina, autoridad o cualquier otro texto que se alega para prueba de lo que se dice o refiere”. Pero, más allá de estas resonancias un poco egocéntricas (o un poco autoritarias) de las citas, hay otras imágenes interesantes relacionadas con este ritual.
Cuando se cita un texto, de algún modo se está contando una historia de aprendizaje (“he leído, ahora escribo”) y se asume una posición profesoral: como dice Jorge Larrosa (2019), el profesor es el que ya ha leído; el estudiante, el que va a leer. Citar es, de alguna manera, releer, dando otro color a lo leído. Y, en otro sentido, también se habla de citas o referencias cuando un artista deja alguna pincelada referencial, a modo de guiño sutil: un verso intercalado en un poema, un compás alusivo en una canción. Y este sentido de la cita como guiño de complicidad es otro de sus usos pensables.
Pero, por sobre todo eso, está el endiosamiento de los autores y la doctrina acartonada de las citas. Y, como en todo proceso de sacralización, por supuesto, aparecen los fieles a cada doctrina y los irrenunciables embanderamientos. Foucaultianos, derridianos, gramscianos, piagetianos, lacanianos, freireanos y comenianos conviven con constructivistas, eficientistas, escolanovistas y tecnicistas. Como banderas de pertenencia, las teorías sacralizadas clasifican el pensamiento y a los que piensan. Los foucaultianos, entonces, verán panópticos a la vuelta de cada esquina; los gramscianos, hegemonías; los conductistas, respuestas condicionadas, y así sucesivamente. En fin, quizás a eso se refiere Carlos Skliar cuando describe su “conversación sin disfraces” con una profesora de filosofía, donde reconoce el deseo de “esquivar la pregunta acerca de ‘lo que pasa en la educación’ (en tanto interrogante que apunta y se dirige a una exterioridad) y atravesar juntos la pregunta acerca de “lo que nos pasa en la educación”, sin zancadillas, sin trucos de magia, sin armas de guerra, sin estridencias, sin fuegos de artificio” (Skliar, 2010, p. 138, el destacado me pertenece). Y es que la teoría sacralizada, en efecto, genera sectas poderosas con adeptos fanáticos que empuñan los conceptos como rifles y los apuntan contra los paganos.3
La teoría como herramienta: una batería de recursos
Una visión más pragmática de la teoría tiene que ver con su concepción como un conjunto de herramientas que pueden aplicarse a la solución concreta de ciertos problemas. La teoría, en este caso, es un insumo, un recurso del que echar mano cuando es preciso ordenar acciones, pensamientos, justificaciones, fundamentos, decisiones. Foucault resaltaba una visión de la teoría como “caja de herramientas” partiendo de la idea de que “no se trata de construir un sistema sino un instrumento (…) y esta búsqueda no puede hacerse más que poco a poco, a partir de una reflexión (necesariamente histórica en algunas de sus dimensiones) sobre situaciones dadas” (Foucault, 1985, p. 85). La idea de herramienta aparece allí como lo contrario del sistema totalizador. Se trata de tomar la teoría como una oportunidad para pensar (y no para pensar en general, sino para pensar mejor algo puntual), pero sin someterse a ella, sin comprar todo el paquete. Sin sacralizarla ni considerarla un reglamento.
A la vez, esta visión de la teoría instrumental que se aparta de las “grandes teorías” convive con una visión más aplicacionista, donde la idea de herramienta se destaca por su maleabilidad, por su uso más o menos práctico e inmediato, por su fácil disponibilidad. De este modo, pensar la teoría como instrumento, al mismo tiempo que es una búsqueda de pensamiento propio, no sometido, es también un intento por mecanizar las ideas. Es preguntarse: y esta idea, ¿para qué me sirve?, subrayando su utilidad. Llevada al extremo, esta manera de pensar también se opone al pensamiento. No se somete a grandes teorías, pero se vuelve utilitarista. Quiere resolver, no quiere pensar. Estas dos visiones que subyacen a la idea de la teoría como una herramienta, entonces, son más o menos opuestas, pues remiten a concepciones dicotómicas acerca del sujeto y su relación con las ideas.
Para los docentes, es muy habitual concebir las lecturas pedagógicas y las experiencias de formación como espacios para adquirir herramientas, entendidas muchas veces literalmente como herramientas metodológicas. Y tiene sentido: el oficio del maestro es demandante de intervención, y se trata de una demanda fuerte y constante, ante la que esta concepción de la teoría se presenta como una promesa de eficacia a la que es difícil resistirse. Cuando asistimos a capacitaciones docentes, muchas veces esperamos que se nos brinde eso: herramientas. Incluso se las promueve con esa promesa: el docente, se dice, debe capacitarse para adquirir herramientas. E insisto: no está nada mal. Pero veremos que la idea de “teoría” todavía puede crecer un poco más.
La teoría como fundamentación o código de ética: un respaldo
Intentemos partir de una escena escolar, bien del jardín. La pensé hace unos años, en un libro de didáctica (Brailovsky, 2016) y creo que es apropiada para ilustrar esta manera de pensar la teoría. Ubiquémonos en una sala de tres años. La maestra se dispone a servir el desayuno. Prepara el espacio, los chicos se sientan y un “ayudante” (un niño que ha sido designado por la docente) reparte los vasos. Cuando los chicos los reciben, algunos comienzan a golpearlos contra la mesa. El golpeteo seduce al resto, y enseguida todos repiten el gesto, rítmicamente. La maestra les dice: “No golpeen el vaso, chicos, que voy a servir el desayuno”. Siguen. “Basta, por favor…”. Siguen. “Más tarde tocaremos instrumentos musicales, pero ahora estamos desayunando y necesitamos hacer silencio…”.
Pero los chicos continúan golpeando, muy divertidos y sin prestar la menor atención a lo que la maestra les dice. Entonces, en ese momento, ella golpea con fuerza la mesa. Se produce un silencio absoluto. “No se pueden usar los vasos para golpear. ¡No son para eso!”, asegura. Y sirve la leche.