El 6 de enero de 1931, Lake, Pabodie, Danforth, los seis estudiantes, cuatro mecánicos y yo sobrevolamos el Polo Sur en dos de los aeroplanos y tuvimos que aterrizar bruscamente por un viento repentino que, por suerte, no se convirtió en la típica tormenta. Fue, como han explicado todos los periódicos, uno de los muchos vuelos de observación, en los que intentamos discernir rasgos topográficos en áreas inexploradas. Nuestros primeros vuelos resultaron decepcionantes, aunque nos proporcionaron algunos ejemplos magníficos de los fantásticos y engañosos espejismos de las regiones polares, que habíamos tenido ocasión de disfrutar brevemente durante la travesía hasta allí. Las montañas flotaban en el cielo a lo lejos como ciudades encantadas, y a menudo todo aquel mundo blanco se disolvía en una tierra dorada, plateada y escarlata de sueños dunsanianos y expectativas aventureras, bajo la magia del sol de medianoche. Los días nublados teníamos considerables dificultades para volar, pues la tierra nevada y el cielo se fundían en un extraño vacío opalescente en el que ningún horizonte visible parecía señalar la unión de ambos.
Al final, decidimos poner en práctica nuestro plan original de volar mil cien kilómetros al este con los cuatro aeroplanos y establecer una nueva base en un lugar que probablemente se hallaría en lo que habíamos tomado erróneamente por la división continental más pequeña. De ese modo podríamos obtener muestras geológicas para establecer comparaciones. Nuestra salud seguía siendo excelente; el zumo de lima compensaba las carencias de la monótona dieta a base de comida salada y de lata, y las temperaturas, por lo general por encima de cero, nos permitían pasarnos sin las pieles más gruesas. Estábamos a mitad de verano y, si nos dábamos prisa e íbamos con cuidado, podríamos concluir el trabajo en marzo y no tener que pasar una tediosa invernada mientras durase la larga noche antártica. Varias ventiscas violentas nos habían azotado desde el oeste, pero no habíamos sufrido grandes daños gracias a la habilidad de Atwood para diseñar rudimentarios cobertizos y cortavientos para los aeroplanos con pesados bloques de hielo y reforzar el campamento principal con nieve. Nuestra buena suerte y nuestra eficacia resultaron de hecho casi extraordinarias.
El mundo exterior sabía, claro, de nuestro programa, y supo también de la extraña y obstinada insistencia de Lake en que hiciésemos un viaje de prospección al oeste —o más bien al noroeste— antes de trasladarnos a la nueva base. Al parecer había meditado mucho y con una osadía radical y alarmante sobre la marca estriada hallada en la pizarra, y había detectado en ella ciertas contradicciones en la naturaleza y el período geológico que habían despertado su curiosidad y su interés por hacer nuevos sondeos y voladuras en la formación que se extendía al oeste y de la que procedían los fragmentos desenterrados. Estaba convencido de que la marca era la huella de algún organismo desconocido, voluminoso, radicalmente inclasificable y muy evolucionado, pese a que la roca que la contenía era lo bastante antigua —cámbrica o incluso precámbrica— para excluir la existencia no sólo de vida superior y evolucionada, sino de cualquier tipo de vida por encima del estadio unicelular o como mucho del de los trilobites. Dichos fragmentos, con la extraña marca, debían de tener entre quinientos y mil millones de años.
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