Otro tipo de comicios adscribía a la asamblea de ciudadanos para votar en 35 tribus, de las cuales 4 eran urbanas y muy populosas y 31 rurales, en las que se censaban menos ciudadanos. En este caso la organización atendía a un criterio territorial, por zonas de Roma y su territorio. Nuevamente acumulaba a una masa muy mayoritaria de ciudadanos en un número reducido de unidades de voto –las 4 tribus urbanas.
Este mismo sistema de votación por tribus se sigue en el tercero de los tipos de asambleas, la asamblea de la plebe, con capacidad para aprobar iniciativas legislativas –los plebiscitos–y de la que participaban exclusivamente los ciudadanos plebeyos, no los patricios de aquella aristocracia política cuyos linajes se habían significado en los primeros siglos de la historia de Roma.
Todas las asambleas eran convocadas y presididas por magistrados –cónsules y pretores–, aunque solo los tribunos de la plebe podían regir la asamblea de la plebe. Del pueblo romano organizado con este sistema asambleario emana el poder en Roma, siguiendo por tanto una base de apariencia democrática por lo que concierne a la capacidad de participación de los ciudadanos, hombres adultos, pero que dista de seguir el principio de un voto por persona. En realidad, se recuenta como un voto, según el caso, cada centuria o cada tribu.
La asamblea de la plebe elegía anualmente sus diez tribunos de la plebe que podían convocarla y presentarle iniciativas legislativas. Tenían capacidad de vetar decisiones de otros magistrados y también podían interceder para amparar judicialmente a los ciudadanos.
Los comicios tributos seleccionaban anualmente a los magistrados menores, los tribunos militares, y los primeros escalones de la carrera política: los cuestores y los ediles. Los cuestores quedaban encargados de gestionar las finanzas de pretores y cónsules en sus provincias de servicio o el erario de la propia Urbe. Los ediles, por su parte, además de garantizar los suministros de Roma, se encargaban de un aspecto de gran efecto electoralista: la organización de los juegos.
Los comicios centuriados elegían, también anualmente, a los magistrados superiores, los grados más elevados de la carrera política: pretores y cónsules. Los pretores desempeñaban tareas administrativas, judiciales y eventualmente gubernativas en Roma, o eran desplazados como gobernadores provinciales. Los dos cónsules, finalmente, uno patricio y uno plebeyo, encabezaban cada año la jefatura política del Estado y presidían las sesiones del senado que convocaban, aunque habitualmente partían a sus respectivas provincias investidos de mando militar.
Todas las magistraturas eran, además de anuales, colegiadas, integradas por un colegio de magistrados cuyo número disminuía a medida que aumentaba la autoridad del cargo. De ese modo, alcanzar el honor de ser elegido uno de los dos cónsules de cada año suponía cerrar con éxito una carrera política muy selectiva que todavía reservaba una última competición de fama y votos para los mejores: la elección cada cinco años en los comicios centuriados de dos censores, normalmente entre los cónsules más prestigiosos de los últimos años. Se encargaban de realizar el censo de ciudadanos, de su adscripción a las distintas clases tributarias y a las centurias, revisándolos por tribus. Los censores adjudicaban contratos de obras públicas y subastaban recaudaciones de impuestos a compañías de publicanos durante el siguiente lustro. Revisaban también, durante su año y medio de mandato comportamientos o conductas inadecuadas y sancionables desde el punto de vista moral. Los senadores reprobados abandonaban así la curia.
De hecho, completar las bajas de la cámara senatorial formaba parte de las atribuciones de un censor. El senado estaba integrado por miembros de la clase política de Roma, por 300 de esos magistrados, patricios y plebeyos que se habían podido permitir optar a la carrera política y habían logrado ser electos. Formaban parte de la llamada nobilitas un cuerpo de familias patricias, engrosado por las familias plebeyas de los caballeros y de la primera clase que habían conseguido promocionar a algunos de sus miembros a la carrera política.
Este entramado institucional de la República se puso en marcha en el año 509 a.C., y fue modelándose durante la primera centuria y media, hasta el año 367 a.C., en el marco del llamado conflicto patricio-plebeyo en el que la plebe logró una participación creciente en las instituciones, fraguando un equilibrio sobre la base del reparto de magistraturas entre patricios y plebeyos y el reconocimiento a los poderes de los tribunos de la plebe.
Las páginas de este libro se centran en los tiempos de la denominada República Media. Se trata de la etapa central de la República cuando las luchas entre patricios y plebeyos habían quedado superadas y la primera guerra púnica, a partir del año 264, había inaugurado el imperialismo de Roma en el Mediterráneo. Se extiende hasta que las reformas de los Gracos abrieran en el año 133 la etapa crítica de la República Tardía.
Y dentro de la República Media, el campo de estudio se va a centrar en el periodo de la segunda guerra púnica y la más inmediata posguerra, cuando una prueba de resistencia hace zozobrar una República que, sin embargo, elude con brío el naufragio. Lo que de democrático o de oligárquico tuviera ese sistema político, se experimentó entonces en un ejercicio de equilibrio entre líderes populares convertidos en generales triunfantes, que gozaban de fama y gloria, y un senado vigilante en su rol rector de la vida política. Tribunos de la plebe poniendo en marcha iniciativas legislativas catalizaron la vida política y polarizaron los debates tras los que se cernía la sombra de las facciones.
Un siglo más tarde se hablará de optimates y populares. En la República Clásica esa dualidad partidista no se ha impuesto aún en la vida política, pero se adivinan tendencias análogas de líderes que, contando con los imprescindibles apoyos electorales, basculan entre una mayor sensibilidad hacia la masa social plebeya y gozan de las simpatías de esta, y otros políticos que encuentran una mayor sintonía con las posiciones conservadoras emanadas de la nobilitas patricio-plebeya que nutre las filas senatoriales. La inmersión de Roma en el torrente cultural helénico anega la Urbe además, de arte, de riqueza y también de cultura, abriendo nuevos caminos en la encrucijada política: los del helenismo de los nuevos tiempos y los de la reacción conservadora contra la corrupción de las viejas costumbres ancestrales.
INTRODUCCIÓN
Roma hace frente a su enemigo más formidable hasta la derrota, pero ni Aníbal ni Roma están dispuestos a olvidarse. Todo va más allá aún, hasta el acoso y la muerte. Los más distinguidos políticos y los generales de triunfos más memorables se concitan uno tras otro, y entrelazan sus propias trayectorias y sus rivalidades inflexibles al servicio de la causa de la República ante la mayor amenaza exterior que a lo largo de más de mil años se cernió sobre Roma. De la empresa, la Urbe emerge como potencia hegemónica en el Mediterráneo, que derrota a los cartagineses en Occidente y asume el arbitraje internacional del espacio helenístico en Oriente. Es así como seis cónsules se convierten en auténticos líderes políticos protagonizando la etapa central de la República Clásica.
La República Romana nació para permanecer. Casi cinco siglos. Roma fue republicana antes que imperial y creó un sistema de equilibrios constitucionales muy duradero, una estructura política que solo quebró tras una secuencia sostenida de dinastas tiranos y dictadores. La historia de la República no es la de su declive, no es solo la crónica de una larga agonía de un siglo de duración, desde que las reformas de los Gracos inician la fase desestabilizadora, hasta alcanzar con la tiranía cesarista el preludio a un final ineludible: la llegada del régimen imperial. La literatura grecolatina es mucho más abundante y prolija para ese último siglo de República, pero hubo una época dorada, la época clásica de la República Media.
En ese momento el sistema político pone a prueba y entrena los mecanismos constitucionales regulares y de emergencia, y sobrevive. Interreyes, dictadores, comandantes de la caballería, o cónsules y procónsules que repiten una y otra vez en el cargo, logran despejar el riesgo cartaginés y alcanzan una notoriedad excepcional: plebeyos populares, patricios presidencialistas, dinastas