—El 803 del código penal —responde un ADS al instante.
—Correcto, así es. Muy bien, chicos —nos felicita la jefa Milat.
Capítulo 11
El jueves por la noche, decidimos ver una película en la habitación. Alexis encuentra el largometraje La ola en streaming, una película que nos había recomendado el jefe Goupil unos días atrás. Narra la historia de un profesor que instaura en clase un estado autoritario y jerarquizado como forma de denuncia.
Al día siguiente, antes de la clase de tiro, Mickaël comenta la película.
—La verdad es que nosotros somos un poco como ellos. Llevamos uniforme, somos un grupo visible y tenemos nuestra forma de reconocernos.
Hace el gesto de saludo.
—Si lo piensas, lo nuestro también es bastante autoritario.
* * *
Como futuros agentes de la ley, dispondremos de un poder adicional con respecto a un ciudadano común. El poder de hacer un control, de registrar e incluso de sancionar poniendo a alguien, por ejemplo, bajo custodia policial. ¿Cómo se nos enseña la responsabilidad que conlleva este poder? ¿Cómo se nos enseña cuál es la ética adecuada ante estas situaciones? La respuesta es el «código deontológico». El jefe Goupil dedica un total de diez horas a este tema, lo que supone un 1 % del tiempo total de nuestra formación, la cual ya se considera una formación exprés. Releo los apuntes que he tomado en mi cuaderno. «La policía es la institución más controlada».
Uno de los puntos más importantes es «la obediencia» (artículo R. 434-5). Un agente de policía debe estar sometido a una estructura jerárquica. Esta estructura establece un orden que debe ser respetado. Salvo en el caso de las órdenes ilegales. El uso de la fuerza (R. 434-18) está limitado a situaciones de legítima defensa y está previsto y regulado: «Solamente cuando sea necesario y de manera proporcionada a la finalidad o a la gravedad de la amenaza, según la situación». La imparcialidad (R. 434-11) es la neutralidad, la ausencia de prejuicios. No deben darse situaciones de discriminación ni de selección en las intervenciones.
El código de integridad (R. 434-9) castiga la corrupción y el tráfico de influencias.
Nuestra obligación con la ciudadanía es mostrar «dignidad, integridad, imparcialidad, lealtad, ejemplaridad y respeto absoluto a las personas». Todos estos valores se reúnen en el acrónimo diiler. Es lo que llamamos una pequeña ayuda mnemotécnica: cuando se dice en voz alta, suena como «dealer».11 Lo recordaré.
Durante la formación teórica, el jefe Goupil nos imparte una clase sobre la violencia doméstica. Un tema candente. En 2018, 121 mujeres fueron asesinadas en Francia a manos de sus parejas o exparejas, lo que supone una media de un feminicidio cada tres días. Y tres son también las horas que se dedica al tema durante nuestra formación, materia que se añadió al temario en 2014. Antes de esto, los ADS no disponían de ninguna clase específica para tratar la violencia doméstica.
El jefe Goupil no tiene tiempo que perder. Nos explica por encima los servicios de policía especializados. Hace hincapié en la unidad de recopilación de información sensible. Anoto el número de atención gratuita —en Francia, el 3919— reservado a las mujeres víctimas de violencia. Hay otro número, la «línea telefónica para personas con grandes dificultades». Un artículo publicado en Le Monde en el 2019 asegura que el número de llamadas a esta línea se ha duplicado en un año.
—Os encontraréis a muchos de estos cabrones que pegan a sus mujeres —dice el jefe.
Y eso es todo. Ya si acaso nos dirán cómo debe proceder un policía común ante estas situaciones. Tenemos tiempo para aprender a esposar y a disparar, pero no para saber cómo recibir y acompañar a una mujer víctima de violencia doméstica.
Copio en mi cuaderno el esquema del ciclo de la violencia descrito por el jefe Goupil. Se trata de una curva salpicada de momentos de tensión en la pareja, de periodos de crisis y de justificaciones que van seguidos de la «luna de miel». Así, hasta la ruptura definitiva o la muerte. Tras una hora de clase teórica, Goupil concluye la microformación con la proyección de la película Mi amor, dirigida por Maïwenn. En la pantalla, Vincen Cassel pega a su compañera sentimental, con la que mantiene una relación tóxica y aterradora. El instructor ve el principio de la película y, después, se marcha del aula.
Alexis se duerme en la silla.
Capítulo 12
Las primeras asignaciones fueron para aquellos que deseaban ejercer en la zona oeste.
A Megan, una chica demasiado parlanchina, la han destinado a un centro de retención administrativa,12 un CRA. No parece muy contenta. No es el tipo de sector de la policía que esperaba; ella quería plaza en una comisaría, pero, de momento, tendrá que vigilar inmigrantes.
—Mejor hacer un año allí que cinco en la garita de la entrada, donde solo hay que pulsar un botón rojo para abrir el portón —dice el jefe Goupil para calmarla.
Una ADS recibe la noticia de que será secretaria judicial en otro CRA. Su chico acompañará a los detenidos en el trayecto de la prisión al tribunal. Muchos se sienten decepcionados, la escuela les ha hecho olvidar que no somos más que asistentes de policía en puestos secundarios.
A Mickaël lo han destinado a un pequeño y distinguido pueblo de la costa de Normandía.
—Pijos… —Es su único comentario.
Imagino su figura fornida patrullando las calles del pueblo, entre abuelitas ricachonas que pasean caniches con ropita para perro. Pone cara de pocos amigos.
—¿Nos tomamos algo? —me propone.
Mi compañero ya no puede soportar más el chismorreo y el ambiente de instituto de la unidad. Es cierto que resulta algo lamentable. Yo mismo traté de vengarme de Alexis desmontando su cama y repartiendo sus cosas por toda la planta, a lo que él contestó pegándome un post-it que decía «Me gustan las pollas y las chupo gratis» en la cabeza, un pene dibujado en la frente y gomina en los pelos de las piernas. Comprendí que era mejor dejar ahí esa especie de juego adolescente.
Acepto su propuesta. Tardamos diez minutos en llegar a la vieja ciudad desierta, llena de casas con apliques de madera. Parece una postal. Entramos en el primer bar que encontramos.
—Hice muchas tonterías cuando era joven. Casi me eché a perder, pero un gendarme me salvó —me confiesa mi amigo.
—¿Qué hiciste?
Recuerda las nueve condenas de sus antecedentes judiciales. Robo de vehículos, tráfico de hachís, allanamiento de propiedad privada… La única casilla que le falta por marcar en su historial es la de la cárcel.
—Estaba en una situación de vulnerabilidad. Me expulsaron de un instituto que me había dado una última oportunidad.
Después de eso, se dedicó a la formación profesional, encadenando empresas donde las cosas solían acabar mal con los jefes. Mickaël es impulsivo. En su último trabajo como guardia de seguridad, se metía constantemente en problemas con tipos borrachos que salían de discotecas.
—Para entrar aquí tuve que presentarme frente a una comisión. Puse las cartas sobre la mesa —añade.
Su pasado conflictivo le impide cometer el más mínimo desliz, ya que le puede costar el trabajo. Es una presión que le supone una dura carga. Está deseando salir de la escuela. Como yo. Por la noche, repasamos juntos. Se acerca la evaluación teórica nacional, una prueba que le resulta aterradora.
Tengo la impresión de que cualquiera puede convertirse en policía: un periodista, un antiguo fascista y, aunque es menos probable, un tío con antecedentes penales. Al mismo tiempo, en nuestra