El paisaje es un modo de ver a través del cual las personas se representan a sí mismas y al mundo que las rodea. Es una percepción particular del entorno que relaciona la propia historia con otras prácticas culturales, a través del uso de las técnicas y medios expresivos de una temporalidad determinada. (4) Más que un simple género pictórico, es una vasta red de códigos que expresan las relaciones sociales que contiene, por eso la cultura es un elemento clave en su significación. (5) La experiencia paisajística se inscribe dentro de la más amplia experiencia del espacio a partir de la cual el sujeto recorta su lugar en el mundo, y está determinada por disposiciones mentales, ideas estéticas y filosóficas, ideologías políticas y costumbres. Con estas premisas, Alain Roger propone el concepto de artialisation, según el cual el paisaje reside en la unión entre percepción visual y cultura, ya que surge de un doble movimiento: de la aprehensión del entorno y de la interpretación de sus características a través de las herramientas del arte. (6) Por lo tanto, se puede diferenciar entre paisaje-imagen (representación artística o técnica) y conciencia paisajística (paisaje real visto y vivido a partir de un “ser aquí-ahora”). La representación muchas veces precede a la percepción del original (entorno); en este sentido, Ernst Gombrich distingue entre la aparición del paisaje “real” y el “atravesado” por el arte, en tanto el primero implica una aproximación estética a la naturaleza, es decir que es posible de ser percibido como una totalidad y no como una suma de elementos. (7) El paisaje, entonces, “denota el mundo exterior mediado por la experiencia humana subjetiva […] es una construcción […]”. (8)
El paisaje como forma literaria y como género pictórico es producido por un observador sustraído del mundo del trabajo, como plantea Raymond Williams. En el transcurso de la historia, desde la ciudad se inventó y se definió un espacio otro, gracias a la conciencia de la separación entre el ser humano y la naturaleza. La experiencia urbana es nueva en relación con el mundo rural y su perspectiva ficcional caracterizó las prácticas de la ciudad moderna. (9) Esto hizo posible la emergencia de nuevas formas de conciencia y nuevos tipos de organización vinculadas con el Gobierno local, la política, el voto, el sindicalismo, la revolución y los mitos. La modernidad dio lugar a una percepción absolutamente ligada a lo urbano que implicó la velocidad, el impacto de distintos estímulos en simultáneo y la aceleración como parte de la cotidianidad. (10) Georg Simmel fue uno de los primeros teóricos que, a fines del siglo XIX, prestó atención a estas nuevas formas psicológicas y artísticas surgidas de la vida en las grandes ciudades, donde tanto lo calculable como lo fortuito se definieron como un “bombardeo” de impresiones cruzadas. Con estos conceptos, daba cuenta del encuentro violento entre el mundo interno del individuo y el mundo externo, que fue uno de los fenómenos fundamentales de la condición moderna. (11) A partir de entonces, la mirada paisajística se impuso “saturando el imaginario colectivo a través de un sinnúmero de imágenes”, que incluyó a las representaciones de la ciudad como símbolo del progreso. (12)
La ciudad moderna como motivo en la pintura es una construcción de los artistas decimonónicos, que buscaban un tipo de arte acorde a los tiempos que vivían. En este contexto, el trazo indefinido del impresionismo fue la confirmación de la fugacidad de la modernidad que, como afirma Timothy Clark, tuvo una profunda influencia política y cultural, en tanto proporcionó herramientas para desarmar las estructuras visuales vigentes. (13) La fugacidad, como topos modernista, tuvo a la ciudad como escenario privilegiado en relación con la expansión de la economía monetaria, cuyos procesos alimentaron las nuevas relaciones sociales y las transformaciones en las trazas urbanas. Por lo tanto, la cuestión de cómo representar la experiencia de la metrópoli ocupó un lugar central en los debates que surgieron en el interior de los modernismos estéticos desde fines del siglo XIX; de ahí la aparición de un arte comprometido con lo móvil y lo pasajero. Ya Charles Baudelaire había puesto el acento en la novedad y lo transitorio como característica de su época. En El pintor de la vida moderna, el poeta francés instaba a los artistas a captar la contingencia y lo efímero del presente, a retratar la rápida metamorfosis de los lugares y las cosas y a posar su mirada sobre las multitudes que reproducían la multiplicidad de la vida. (14) A partir de entonces, “todas las fuentes de percepción parecían comenzar y terminar en la ciudad y si había algo más allá, ese algo estaba más allá de la vida”. (15) La velocidad y las luces modularon nuevas percepciones que pasaron a ser una de las características más evidentes del imaginario moderno. Perseguir lo transitorio significaba aceptar la contingencia de los fenómenos y se relacionó con nuevas formas de mirar que tuvieron un efecto “polifónico” en las formas narrativas y visuales. (16) El “encanto del fragmento”, en términos de Simmel, en las artes y las letras se correspondió con la segmentación real en la ciudad; así el observador moderno era aquel capaz de recorrer la ciudad uniendo los retazos y las impresiones instantáneas del entorno. El arte captaba lo efímero pero, a la vez, también mostraba lo eterno e inmutable oculto bajo la vertiginosa superficie de los cambios.
En su obra Las ciudades invisibles, Italo Calvino subrayaba la imposibilidad de conocer una ciudad en una sola acción o de captarla con una sola mirada y afirmaba que “el ojo no ve cosas sino figuras de cosas que significan otras cosas”. (17) Esta invisibilidad remite a la reconstrucción que hace la memoria de las sucesivas imágenes aglutinadas a lo largo del tiempo, que configuran un encadenamiento, una construcción del sentido urbano. La ciudad es una especie de telar en donde se tejen esas significaciones, es decir que es una creadora de sentido, cuya existencia depende de las representaciones que sus habitantes construyen de ella. En el caso de Buenos Aires, las exhibiciones, los salones y las colecciones públicas no solo operaron como instancias legitimadoras de artistas y lenguajes, sino que contribuyeron en la construcción de motivos estereotipados de la ciudad. Por lo tanto, su imagen se construyó tanto desde el poder político como desde la intelectualidad, que influyó tanto en la transformación física de la misma como en las manifestaciones artísticas, donde es posible encontrar los acuerdos temporales o las discrepancias en torno a lo urbano. En Buenos Aires, como en otras ciudades del mundo, los cambios materiales podían ser leídos en clave de evolución y progreso o como elementos desestabilizadores de los sistemas y valores vigentes. Quien se desplazaba por las calles estaba expuesto a diversas formas de comunicación, que construyeron una narrativa urbana a través de la percepción y estimularon la creación de nuevas imágenes visuales y discursivas.
Buenos Aires empezó a ser un tema pictórico específico hacia el Centenario, cuando se pusieron en circulación una serie de representaciones a través de las cuales los habitantes se conocieron y reconocieron, definiendo una identidad urbana proyectada, primero, sobre el escenario