¡Ping!. Juana Inés Dehesa. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Juana Inés Dehesa
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9786075572963
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margen, limitado a machacar yerbabuena y no meterse en problemas—. Tampoco es para tanto. Si falta muchísimo.

      La doctora se rio.

      —Que falta muchísimo, dice —dijo, al aire—. No, Eduardo. Faltan ocho meses y eso no es nada. Y con eso de que nuestros nuevos parientes salen con algo nuevo cada día, no puedo avanzar: cuando no es que a Amparito le horrorizan las azucenas, resulta que Andrés tiene una prima vegetariana, y luego el pastel mejor que se lo encarguemos a no sé qué sobrino. La pobre de Xóchitl está enloquecida con tanto cambio.

      La pobre de Xóchitl (“santa Xóchitl”, como se le llamaba en casa de Susana) era la asistente de su mamá desde hacía quince años. Y desde que Susana había anunciado su boda se había sumado, no de manera muy voluntaria, sospechaban, al equipo de organización.

      Para ese momento, Susana llevaba más o menos tres meses lidiando con la boda, y desde el día dos, aproximadamente, se había hecho a la idea de que no tenía sentido discutir con su mamá, lo cual no quería decir que no llevara un mes con una gastritis espantosa y una urticaria detrás de las rodillas que la hacían despertarse a las dos de la mañana a rascarse y tomar antiácidos.

      —Le agradezco mucho a Xóchitl que se tome tantos trabajos —dijo Susana, con los dientes apretados.

      —No te preocupes, ella sabe que ése es su trabajo —la doctora le dio un trago a su mojito y miró a su hija por encima de los lentes—. Preocúpate más bien por pensar cómo vas a sobrevivir a esa familia.

      —¿Cómo que cómo voy a sobrevivir?

      —Ay, pues sí, Susana. Son muy latosos.

      Cruzó una mirada con su papá y los dos se rieron.

      —Bueno, mamacita; aquí no es que vendamos piñas…

      —Aquí es distinto —dijo, sin seguirles la broma—; aquí entendemos, por ejemplo, que las mujeres tienen derecho a trabajar.

      Susana sintió que se llenaba de furia. Su mamá siempre había tachado a Andrés y su familia de retrógradas y fanáticos (claro que las diez monjas y monseñor Sabecuántos no ayudaban mucho), y Susana siempre le había alegado que no podían serlo tanto si estaban dispuestos a emparentar con ella. Pero claramente no la había convencido.

      —Ya te he dicho que no es así —se inconformó Susana—. Andrés está perfectamente de acuerdo en que yo trabaje y haga lo que quiera.

      —Eso dice ahorita. Pero en dos meses te embarazas y resulta que cómo vas a trabajar en tu estado, y luego quién va a cuidar a los niños, y luego mejor dedícate a la casa… y en cinco años, te convertiste en tu suegra.

      Susana respiró profundo y se rascó disimuladamente detrás de una rodilla.

      —No creo, mamá —dijo—. No lo creo.

      Si por Susana hubiera sido, no hubiera juntado a sus papás y a sus suegros nunca. Tal vez, el día de la boda, lo mínimo indispensable, para unas fotos y luego cada quien a su esquina.

      Pero, como tantas otras cosas que hubiera querido Susana, eso tampoco era posible. Y como tantas otras cosas difíciles en su vida, se hizo presente en la melodiosa y eficiente voz de Xóchitl.

      “Susana, dice la doctora que por favor le confirme qué día pueden ir sus suegros a la prueba del menú.”

      Aunque sabía que la doctora se iba a inconformar porque no siguiera los canales correctos, Susana marcó su línea directa.

      —¿Cuál prueba de menú, mamacita? —preguntó en cuanto escuchó el ejecutivo “¿diga?”.

      —Para la boda, mijita, cómo cuál —escuchó que tapaba a medias la bocina y le decía a alguien que estaba parado enfrente que no se tardaba, que por favor la esperara un momento—. ¿Me puedes hacer favor de averiguar cuándo pueden o le pido a Xóchitl que les llame?

      Susana se imaginó la cara de su suegro si recibía una llamada de la asistente de su consuegra para darle instrucciones. No era una buena cara.

      —No, no. Yo les llamo, mamacita.

      Y así fue como se vio un miércoles a mediodía sentada en una mesa con sus papás, Andrés, sus suegros y Juan, que estaba de paso por la Ciudad de México antes de mudarse definitivamente a Chiapas y que, como dijo elegantemente, de ninguna manera iba a desperdiciar un lonche gratis, si su voto era de pobreza, no de tarugo.

      No se le ocurría una combinación más letal. Sus papás y los de Andrés no tenían nada en común, al contrario: las creencias de unos y otros se oponían salvajemente. La dermatitis que ya se había convertido en parte de su vida, para horror de la costurera que estaba haciendo su vestido y que no sabía qué hacer para tapar las manchas rojas horribles que tenía en la parte interna de los codos, no la dejó dormir en toda la noche.

      Pero, una vez más, no contaba con que sus padres, con tal de llevarle la contraria, eran capaces de encantar hasta a las piedras.

      —Pero qué color más bonito ese de tu suéter —le dijo la doctora a Amparito, en cuanto la vio—. Va muy bien con tus ojos, ¿verdad, Susanita?

      Susana sólo atinó a decir “ajá”, mientras su suegra respondía que hombre, que muchas gracias, y que en cambio qué divino el collar de ámbar que traía la doctora al cuello.

      —Me lo regaló Eduardo hace mil años, en un viaje a Chiapas —dijo la doctora, acariciando las cuentas redondas de su collar de las ocasiones especiales.

      —Hablando de Chiapas —dijo don Eduardo—, ¿que te vas a ir para allá, Juan Diego?

      A don Eduardo, desde que había reaparecido en su vida la familia Echeverría, le causaba mucha gracia referirse a Juan como “Juan Diego”, o, cuando no estaba presente la familia, “Sanjuandieguito”.

      —Sí —dijo Juan, evitando las miradas de sus padres—; ya estoy en los últimos preparativos.

      —Como si en esta ciudad no hubiera iglesias, le digo —dijo el papá de Andrés—. Si Dios está en todos lados, ¿qué necesidad de irse a convivir con los mosquitos, verdad?

      —Bueno, eso de que Dios está en todos lados… —dijo don Eduardo—, yo no estaría tan seguro. En Chiapas a veces parece que hay más políticos corruptos que otra cosa.

      Se rio, pero el silencio que se hizo en la mesa fue tan incómodo, que borró la sonrisa y se puso a jugar con el cartoncito que anunciaba el menú.

      —Qué chistoso que ahora le ponen jamaica a todo, ¿verdad? —dijo Amparito, tratando de salvar la situación—. En mis tiempos sólo se hacía agua, y ahora que si en las ensaladas, que si quesadillas… para todo la jamaica.

      —Sí es cierto —dijo la doctora, entusiasta—, igual con la linaza. Cuando éramos chicos, no servía más que para peinar a los niños, y ahora resulta que es buenísima y cura todo.

      —¿Y cómo va la constructora, Carlos? —dijo el papá de Susana, poniendo de su parte.

      El papá de Andrés levantó un hombro, resignado.

      —Pues ahí va. Ahí va. Pero ya uno se cansa, ¿no? Yo ya me quiero jubilar.

      Susana vio a su papá tragar saliva. No era un tema que le resultara sencillo.

      —Aprovecha, yo sé lo que te digo —dijo don Eduardo, en tono sentencioso—. Cuando menos te lo esperas, ¡zas!, viene alguien a decirte que si no te extrañan en tu casa.

      —No, ni esperanzas —se hizo a un lado para que le pusieran en frente un plato de sopa de huitlacoche—. Yo contaba con que aquí mis ojos se quedara con el changarro, pero ya ves. Está peleado con el dinero, éste.

      Andrés forzó una sonrisa y Susana le acarició una rodilla por debajo de la mesa.

      Fue una comida muy, muy larga.

      DE: CATALINA

      Holis. Oye, ¿de