Por tanto, tenemos razón en decir, a pesar de todo lo que el orden gramatical de composición tiene de satisfactorio para nuestra óptica intelectual, que el organismo es realmente más antiguo que sus elementos: πρεσβυτερον, en la acepción propia del término; es decir, a la vez más primitivo y más venerable. Los seudoelementos del mecanismo, nos dice el Essai,31 proceden en general de “la fusión de varias nociones ricas que parecen derivarse, y que se neutralizan la una a la otra en esta fusión, tal como una oscuridad nace de la interferencia de dos luces”; Goblot no decía otra cosa cuando exponía, hace poco, las razones por las cuales el estudio del concepto –juicio “virtual”– debía seguir y no preceder, como quiere la tradición lógica, al estudio del juicio. En efecto, las más de las veces los elementos idealmente puros sobre los que opera la inteligencia son los “depósitos” de un movimiento que preexiste respecto de ellos; y, al denunciar su origen tardío, lógicos y psicólogos no han hecho sino desplazar el centro de gravedad del resultado purificado hacia el esfuerzo purificador, del producto simplificado hacia la dinámica simplificadora que en él se acaba y muere. No hay, dice Brunschvicg, términos simples anteriores al juicio, puesto que el término es relación. Los conceptos, esas monedas de los cambios intelectuales, no preexisten respecto de las relaciones mentales sino por licencia de la ficción y para quienes, apartándose de su historia, los manipulan en una suerte de pasividad intemporal. Por tanto, la atribución es más antigua que los atributos y la simplicidad lógica es siempre un terminus.
La confusión de lo primitivo y de lo elemental se nos ofrece bajo un doble aspecto: primero la construcción “αρο στοιχειων” o, como dice el propio Bergson,32 la fabricación, son absolutamente legítimas mientras interesan a los mecanismos; las máquinas están compuestas por “piezas” simples y no hay manera de “montarlas” de otra manera; como, en efecto, no hay nada más en la totalidad morfológica de un sistema material que en la suma finita de sus partes reunidas, se puede reconstruir esta totalidad mediante una enumeración completa y, por así decirlo, “sin cociente” (restos). Y, sin embargo, bien sabemos que esta síntesis tiene un valor puramente demostrativo y pedagógico, y de ninguna manera genético: remedamos la construcción y reconstruimos conforme al orden indicado en filigrana por un análisis latente. El soldado que arma su ametralladora podría tener la ilusión de que la fabrica, si no obedeciese dócilmente a relaciones mecánicas preformadas ya en la construcción de la máquina y en el ajuste mutuo de sus piezas. En efecto, tal es la oposición íntima que hay entre las partes de un organismo y los elementos de un mecanismo: aquéllas (por ejemplo, una sensación) son verdaderos microcosmos, entidades autónomas, aunque reflejan, como diría Leibniz, el universo entero “inmanentemente”. Y a la inversa, estos últimos, aunque simples y puros, son absolutamente complementarios los unos de los otros; son funciones, como los conceptos de Goblot, y su solidaridad pone de manifiesto su elaboración real; de otra manera, la recomposición sería un azar maravilloso y un milagro continuo en vez de ser un juego y un efecto de técnica.33 Aplicado a la vida y a las cosas de la vida, este artificio no tendrá siquiera el interés de una verificación, porque no hay aquí partes exteriores las unas respecto de las otras, y porque la organicidad, en cierta manera, se halla por doquier presente; todo análisis del espíritu sufre, por tanto, la atracción del infinito,34 tal como, inversamente, toda síntesis de los elementos del espíritu debe renunciar a componer por pedazos la realidad espiritual. Un estado de alma no es aritméticamente igual a la suma de sus elementos: no es un plural, sino una unidad original y concertante, un “individuo”.
Segundo, la esencia de la “fabricación” es presuponer algo que no se declara, hacer la comedia de la síntesis y operar con el participio pasivo de pasado, nunca con el participio activo de presente. La fabricación, como tal, es siempre una operación retroactiva, tal como el orden de exposición, que simula la síntesis, es un orden retrospectivo por entero posterior a la invención. Al confundir este orden con un orden de generación, la inteligencia es víctima del engaño, para decirlo con la expresión de Renouvier, de una “idolología” que nos inclinamos a considerar casi como el pecado intelectualista por excelencia; por su parte, Bergson no dejó de denunciar más o menos implícitamente a este ídolo en todos los problemas de la vida.35 Es lo que propongo que llamemos la ilusión de retrospectividad. La inteligencia, dice Bergson,36 mira eternamente hacia atrás; el retardo constituye, diré yo, su debilidad natural. La inteligencia retardataria no es competente sino en las cosas realizadas, y los símbolos con que opera son siempre posteriores al acontecimiento. Este método no ofrece sino ventajas cuando se aplica a los seres sin duración y sin memoria que forman el reino de la materia. No hay aquí, entre durante y después, diferencia profunda, y se puede decir que nunca es demasiado tarde para conocer las cosas sin duración. Pero los seres que devienen, que “llegan a ser”, tienen pasado y futuro. Aquí ya no es lo mismo, de ninguna manera, llegar “durante” el acontecimiento, o “después” de él, estar