“No temáis, señor”, dice Leibniz,159 “a la tortuga que los pirrónicos hacían avanzar más rápidamente que Aquiles. Tenéis razón en decir que todas las magnitudes pueden dividirse hasta lo infinito. No hay nada tan pequeño que no se pueda concebir en él una infinitud de divisiones, que no terminaríamos nunca de hacer. Pero no veo qué inconveniente haya en esto, o qué necesidad exista de practicar tales divisiones. Un espacio divisible sin fin se recorre en un tiempo que es también divisible sin fin”.
Este mismo argumento lo utiliza Pascal al enfrentarse con la geometría de los indivisibles en una forma dialéctica,160 cuando trata de refutar la objeción de Méré a la divisibilidad hasta el infinito: ¿cómo se puede recorrer en un tiempo finito esa infinidad de infinitamente pequeños que constituyen la extensión? Pero, replica Pascal, el tiempo entero es el que es coextenso con el espacio entero, y el movimiento recorre una infinitud de puntos en una infinitud de instantes. El finitista Renouvier rechaza este argumento,161 so pretexto de que no se resuelve una dificultad duplicándola y de que, entonces, tendríamos dos infinitos por franquear en vez de uno solo. Ahora bien, los espacios de tiempo interminables del tedio lo logran: al devenir consumimos el intervalo, tocamos en el término de cada periodo. La coextensibilidad del tiempo infinito respecto del trayecto infinito demuestra que el Infinito es vulnerable al Infinito, que el movimiento puede tragarse al espacio y que la simplicidad del acto triunfa allí donde fracasa la dialéctica enumerativa. Y Pascal, a su vez, retoma un argumento162 que las doctrinas dinamistas han opuesto siempre al atomismo: o lo “indivisible” tiene ya la potencia de la extensión, y posee él mismo partes, o es verdaderamente inextenso y entonces es necesario que la extensión nazca de cero. Por lo demás, señala Proudhon,163 ¿acaso no negamos el movimiento mediante un movimiento del espíritu? Y quien condena lo móvil a la inmovilidad, ¿acaso no condena a la parálisis al progreso del pensamiento? Lento en pasar, pronto pasado: tal es el tiempo; tal es el movimiento. Aristóteles distinguía164 el infinito de división o la divisibilidad al infinito (κατὰ διαίρεσιν) y el infinito de magnitud (τοῖς ἐσχάτοις, ο κατά ποσον). Para efectuar el recorrido de un trayecto infinitamente grande se requiere en verdad un espacio de tiempo infinitamente grande. Pero una longitud divisible hasta lo infinito no es infinitamente larga y para recorrerla en su totalidad basta con una duración divisible hasta lo infinito, pero finita. Entendido de tal manera, el movimiento no es más imposible que el presente, ese milagro perpetuo, límite inconcebible del pasado y del futuro. Es lo mismo que decir, señala Mill, que la puesta de sol es imposible, porque si fuese posible debería tener lugar o bien mientras el sol está todavía sobre el horizonte o bien cuando está debajo. Pero esta puesta de sol no se halla en ninguna parte, puesto que se define precisamente como el paso del día a la noche. Asignar un lugar al cambio es suprimirlo. De esta manera se refuta el inmovilismo de los megáricos.
El estudio de las totalidades orgánicas nos ha mostrado que todo ser espiritual es necesariamente complejo; y lo que es verdad del movimiento o del acto libre lo será también de la extensión y de la intelección. No se fabrica el movimiento con puntos, justo como la extensión no se forma con recuerdos, ni el sentido con signos. De igual manera, el acto libre, por así decirlo, es perpetuamente total hasta en sus menores elementos; sobre esta tensión “irracional” sólo puede hacer presa un método que se asemeje a la vida e imite su aspecto. Retrospectivamente, la acción se agota en instantes y en motivos que multiplicamos indefinidamente para reconstituir su curva; y, correlativamente, nuestra dialéctica se agota en aproximaciones y en dosificaciones burdas. La crítica del infinito actual, que es el alfa y el omega del finitismo de un Renouvier, enuncia solamente la esterilidad de estas descomposiciones retrospectivas. La libertad militante y sana escapa a esta obsesión de un infinito actual realizado por la dialéctica. Es una prueba de salud en el querer y en la acción esta despreocupación que manifiesta una libertad invulnerable a la obsesión de los escrúpulos disolventes. La impotencia se apodera de aquellos que se dejan desmenuzar por las dudas interminables. Pero ¿cómo podría un espíritu verdaderamente contemporáneo de sí mismo, verdaderamente inmunizado contra los escrúpulos retrospectivos, cómo podría este espíritu perder su tiempo en el eterno lamentarse de las cosas cumplidas? ¿Cómo podría no realizar ese milagro de contraer en todo instante, en decisiones simples, la infinita riqueza de sus experiencias? Esta soltura y facilidad soberanas del espíritu no son sino la gracia. Nuestras artes se esfuerzan en imitarla,165 pero no pertenece naturalmente más que a la vida. La acción plena de gracia será ante todo, sin juego de palabras, la acción gratuita, aquella cuyo encanto y espontaneidad no altera ningún procedimiento retrospectivo.
La teoría bergsoniana de la libertad es, pues, como la rehabilitación del tiempo universal, como la refutación de los eleáticos y de Einstein, un homenaje al sentido común. El movimiento y la acción vuelven a ser para el filósofo lo que no han dejado nunca de ser para todo el mundo: el más claro y el más simple de los hechos. “No se sabe qué responder, pero se camina”, dijo Joseph de Maistre. Es aquí donde se descubre claramente la incomparable originalidad del método bergsoniano. El punto de vista del sentido común es el punto de vista del actor, mientras que el punto de vista de Zenón representa la perspectiva fantasmagórica del espectador que se niega a vivir la duración y a participar en la acción. Para el actor comprometido personalmente en el drama de la libertad, tiene un interés vital que los movimientos alcancen su fin, que los actos lleguen a conclusiones efectivas. Pero al actor no le cabe, precisamente, ninguna duda: los movimientos alcanzan su meta y las acciones se cumplen. La esencia del bergsonismo es afirmar que esta comprobación ingenua, tan ingenua que mal parece merecer el honor que le hace el filósofo, es la única que nos ofrece un punto de vista sobre lo absoluto. Mejor todavía: el actor no tiene “punto de vista”, puesto que es interior al drama, y puesto que percibe desde dentro todos los aspectos a la vez, puesto que personalmente actúa en todos los episodios, puesto que es el drama mismo, el drama entero con sus más sutiles detalles, sus más secretos resortes. Punto de vista significa limitación; y por eso el Dios de Leibniz no tiene punto de vista, sino solamente las mónadas. Los eleáticos nos proponen un punto de vista especulativo sobre el movimiento, es decir, una visión perspectiva y parcial que torna por completo irrisoria nuestra óptica; cambiamos la evidencia clara y total de la intuición por los espejismos de una dialéctica cegada por las luces de la escena y por el prestigio de la distancia.
De tal manera los actos libres, como los movimientos, son seres individuales que tienen su “signo local”, su originalidad propia. El matemático no uniforma los movimientos más que descuidando su esencia espiritual, tratando a la ligera su “movilidad”, la cual es siempre una tendencia particular, una alteración cualitativa y orientada.166 La única forma de conocimiento que hace presa en el acto libre y