La otra mujer rio.
–Qué traviesa eres, jovencita. Pero supongo que la gente se lo merece por intentar fotografiar por sorpresa a los famosos.
–¿Quiere hacerme una foto con el bebé para guardarla en su móvil de recuerdo? –ofreció Mari, acercándose al carrito, junto a la cara de Issa–. Pondré mi mejor sonrisa de princesa.
–Ni siquiera sé cómo funciona la cámara en mi teléfono nuevo. Nos lo regalaron nuestros hijos por nuestro cincuenta aniversario –dijo la mujer, lanzándole una mirada a su marido–. Podemos usar nuestra Polaroid, ¿verdad, Nils?
–Espera, Meg, voy a sacarla.
–Meg, ¿por qué no se pone usted también en la foto? –sugirió Mari.
–Ay, sí, gracias. A mis nietos les encantará –repuso la señora, y se atusó un poco el pelo gris con los dedos antes de sonreír a la cámara–. Ahora poneos tú y tu marido con vuestra hija.
¿Hija? De pronto, la diversión del momento se convirtió en algo diferente para Rowan. Le gustaban los niños y le gustaba mucho Mari, pero de ahí a fingir que estaban casados… Tragando saliva para no recordar la familia que había echado a perder hacía años, se esforzó en comportarse con normalidad. Se arrodilló junto a Mari e Issa con una sonrisa forzada. Al fin y al cabo, era un buen actor. Tenía mucha práctica.
Cuando la pareja terminó de hacerles fotos, les dio las gracias y les dejó una instantánea para ellos.
–¿Por qué no les has dicho la verdad? Hubiera sido una oportunidad perfecta –comentó él cuando se hubieron quedado solos.
–Había demasiada gente a nuestro alrededor. Cuando se haga oficial nuestra historia mañana, Meg y Nils se darán cuenta de que de veras tienen una foto con una princesa y estarán emocionados de contárselo a sus nietos.
–Ha sido un detalle por tu parte –señaló él, poniéndose la servilleta sobre el regazo, listo para comer–. Sé que odias la notoriedad que te da el hecho de ser princesa.
–No soy una tan mala persona como tú creías.
¿Había herido sus sentimientos? Rowan nunca había imaginado que aquella mujer llena de confianza pudiera ser insegura.
–Nunca he dicho tal cosa. Creo que tus investigaciones son admirables.
–¿De verdad? En una entrevista para una revista, me acusaste de intentar sabotear tus proyectos. De hecho, cuando entré en tu suite con el carrito, me acusaste de espionaje.
–Puede que fuera demasiado apresurado en mis juicios –reconoció él–. Pero mi trabajo no me deja tanto tiempo como a ti para reflexionar. No tengo ese lujo.
–Yo prefiero vivir según mis propias reglas, cuando es posible. En este mundo, hay demasiadas cosas fuera de control.
En ese momento, la mirada de Mari se perdió en la distancia. Rowan la contempló, deseando conocer más acerca de aquella excitante mujer.
Necesitaba saber cómo funcionaba su mente, si quería lograr un segundo beso… y más cosas de ella. Sin embargo, estaba empezando a comprender que, si quería conseguir más, iba a tener que compartir también sus propias confidencias. Y eso no era una perspectiva muy apetecible.
De todas maneras, mientras observaba cómo, sin levantarse de la silla, Mari mecía su esbelto cuerpo al ritmo de la música, Rowan se dijo que cualquier cosa merecía la pena con tal de poder tenerla.
Capítulo Cinco
Mari inspiró el aire cálido de la noche, impregnado de música de tambores. Aquellos sonidos le recordaban a su infancia, cuando sus padres estaban juntos en África.
Aquellos primeros siete años de su vida fueron idílicos. Ella había ignorado por completo los problemas que ya existían en el matrimonio. No había percibido la tensión provocada por las presiones del cargo real de su padre y por la nostalgia que su madre había tenido de su Estados Unidos natal.
Un año, mientras pasaba las vacaciones de Navidad con sus abuelos, había oído mencionar a su madre que pensaba comprarse una casa allí, en Estados Unidos. Después de aquellas fiestas, sus padres anunciaron que se divorciaban.
La Navidad nunca había vuelto a ser lo mismo para Mari, en ninguno de los dos continentes.
De pronto, la mirada de Rowan la sacó de sus pensamientos, haciendo que se paralizara.
–¿Por qué me estás mirando? Debo de estar hecha un desastre –dijo ella, mientras se ponía un mechón de pelo detrás de la oreja. Se colocó el pañuelo alrededor del cuello–. Ha sido un día muy largo. Y está refrescando.
¿Desde cuándo le importaba a ella su aspecto?, se reprendió a sí misma, obligándose a bajar las manos.
–Tienes una sonrisa preciosa –comentó él y señaló a su alrededor con ojos brillantes como estrellas–. Me admira la manera en que disfrutas de todo esto, la alegría con que aprecias los pequeños detalles…
¿Acaso intentaba coquetear con ella?, se dijo Mari con desconfianza.
–Estamos en el mes de la alegría, Rowan –repuso ella, esforzándose por pensar en algo rápido para cambiar de tema. Se sentía muy incómoda hablando de sí misma–. ¿Cómo solías celebrar la Navidad cuando eras niño?
–Con cosas normales, como poner un árbol, adornar la casa con felicitaciones y comer mucho –contestó él, sin dejar de absorberla con la mirada.
–¿Qué clase de comida? –inquirió ella, y movió un poco el carrito de Issa, que se acababa de despertar.
Él se encogió de hombros y se inclinó para ponerle el chupete a la niña.
–Lo típico.
–Vamos –insistió ella, admirada por la facilidad que tenía para ocuparse del bebé–. Cuéntamelo. Hay muchas maneras de celebrar la Navidad y lo que es típico en un sitio puede que no lo sea en otro. Además, yo crecí alimentada por cocineros profesionales. La cocina sigue siendo un fascinante misterio para mí.
–Es como hacer un experimento químico –opinó él, llevándose un pedazo de pez espada a la boca.
–Quizá, en teoría –replicó ella, y probó su zumo de fruta. Un delicioso sabor a coco la inundó. Desde que Rowan la había besado, sus sentidos estaban muy alerta–. Yo soy mejor científica que cocinera. Pero dime, ¿cuál era tu plato favorito de Navidad?
–Mi madre solía decorar galletas de azúcar y a mi hermano Dylan y a mí nos gustaba comernos toda la decoración y dejar las galletas.
La imagen los envolvió cómo una cálida manta en inverno.
–Suena bien. Yo siempre he querido tener hermanos para compartir con ellos momentos como ese. Cuéntame más. ¿Te regalaban trenes o camiones? ¿Bicicletas o jerséis horribles?
–No teníamos mucho dinero, así que mis padres solían ahorrar todo el año para podernos regalar algo. Les daba un poco de vergüenza no poder darnos más, pero nosotros éramos felices. Muchos de los niños con los que trabajo nunca tendrán lo que tuvimos mi hermano y yo.
–Suena como si hubieras tenido una familia muy unida. Ese es el mejor regalo –opinó ella.
Los ojos de Rowan se nublaron un instante.
–Alrededor de las tres y media en la mañana de Navidad, Dylan y yo nos levantábamos y bajábamos al salón para ver qué nos había traído Papá Noel –contó él, aunque su tono de voz parecía más constreñido que alegre–. Solíamos jugar con todo durante una hora o así y, luego, lo guardábamos otra vez en sus cajas. Subíamos de puntillas a nuestra habitación y esperábamos a que nuestros padres se levantaran. Entonces, siempre fingíamos que los juguetes nos habían