—Veamos —dijo Holmes—. ¡Hum! Nacida en Nueva Jersey en 1858. Contralto... ¡Hum! La Scala... ¡Hum! Prima donna de la ópera Imperial de Varsovia... ¡Ya! Retirada de los escenarios de ópera... ¡Ajá! Vive en Londres... ¡Vaya! Según creo entender, su majestad tuvo un enredo con esta joven, le escribió algunas cartas comprometedoras y ahora desea recuperar dichas cartas.
—Exactamente. Pero ¿cómo...? —¿Hubo un matrimonio secreto? —No. —¿Algún certificado o documento legal? —Ninguno.
—Entonces no comprendo a su majestad. Si esta joven sacara a relucir las cartas, con propósitos de chantaje o de cualquier otro tipo, ¿cómo iba a demostrar su autenticidad?
—Está mi letra. —¡Bah! Falsificada. —Mi papel de cartas personal. —Robado. —Mi propio sello. —Imitado. —Mi fotografía. —Comprada. —Estábamos los dos en la fotografía. —¡Válgame Dios! Eso está muy mal. Verdaderamente, su majestad ha cometido una indiscreción. —Estaba loco... trastornado. —Se ha comprometido gravemente. —Entonces era sólo príncipe heredero. Era joven. Ahora mismo sólo tengo treinta años. —Hay que recuperarla. —Lo hemos intentado en vano. —Su majestad tendrá que pagar. Hay que comprarla. —No quiere venderla. —Entonces, robarla. —Se ha intentado cinco veces. En dos ocasiones, ladrones pagados por mí registraron su casa. Una vez extraviamos su equipaje durante un viaje. Dos veces ha sido asaltada. Nunca hemos obtenido resultados.
—¿No se ha encontrado ni rastro de la foto? —Absolutamente ninguno. Holmes se echó a reír. —Sí que es un bonito problema —dijo. —Pero para mí es muy serio —replicó el rey en tono de reproche.
—Mucho, es verdad. ¿Y qué se propone ella hacer con la fotografía?
—Arruinar mi vida. —Pero ¿cómo? —Estoy a punto de casarme. —Eso he oído. —Con Clotilde Lothman von Saxe-Meningen, segunda hija del rey de Escandinavia. Quizá conozca usted los estrictos principios de su familia. Ella misma es el colmo de la delicadeza. Cualquier sombra de duda sobre mi conducta pondría fin al compromiso.
—¿Y qué dice Irene Adler?
—Amenaza con enviarles la fotografía. Y lo hará. Sé que lo hará. Usted no la conoce, pero tiene un carácter de acero. Posee el rostro de la más bella de las mujeres y la mentalidad del más decidido de los hombres. No hay nada que no esté dispuesta a hacer con tal de evitar que yo me case con otra mujer... nada.
—¿Está seguro de que no la ha enviado aún? —Estoy seguro. —¿Por qué? —Porque ha dicho que la enviará el día en que se haga público el compromiso. Lo cual será el lunes próximo. —Oh, entonces aún nos quedan tres días —dijo Holmes, bostezando—. Es una gran suerte, ya que de momento tengo que ocuparme de uno o dos asuntos de importancia. Por supuesto, su majestad se quedará en Londres por ahora...
—Desde luego. Me encontrará usted en el Langham, bajo el nombre de conde von Kramm.
—Entonces le mandaré unas líneas para ponerlo al corriente de nuestros progresos.
—Hágalo, por favor. Aguardaré con impaciencia. —¿Y en cuanto al dinero? —Tiene usted carta blanca. —¿Absolutamente?
—Le digo que daría una de las provincias de mi reino por recuperar esa fotografía.
—¿Y para los gastos del momento?
El rey sacó de debajo de su capa una pesada bolsa de piel de gamuza y la depositó sobre la mesa.
—Aquí hay trescientas libras en oro y setecientas en billetes de banco —dijo.
Holmes escribió un recibo en una hoja de su cuaderno de notas y se lo entregó.
—¿Y la dirección de mademoiselle? —preguntó. —Residencia Briony, Serpentine Avenue, St. John’s Wood. Holmes tomó nota. —Una pregunta más —añadió—. ¿La fotografía era de formato corriente? —Sí lo era.
—Entonces, buenas noches, majestad, espero que pronto podamos darle buenas noticias. Y buenas noches, Watson —añadió cuando se oyeron las ruedas del carricoche real rodando calle abajo—. Si tiene usted la amabilidad de pasarse por aquí mañana a las tres de la tarde, me encantará charlar con usted de este asuntillo.
A las tres en punto yo estaba en Baker Street, pero Holmes aún no había regresado. La casera me dijo que había salido de casa poco después de las ocho de la mañana. A pesar de ello, me senté junto al fuego, con la intención de esperarle, tardara lo que tardara. Sentía ya un profundo interés por el caso, pues aunque no presentara ninguno de los aspectos extraños y macabros que caracterizaban a los dos crímenes que ya he relatado en otro lugar, la naturaleza del caso y la elevada posición del cliente le daban un carácter propio. La verdad es que, independientemente de la clase de investigación que mi amigo tuviera entre manos, había algo en su manera magistral de captar las situaciones y en sus agudos e incisivos razonamientos, que hacía que para mí fuera un placer estudiar su sistema de trabajo y seguir los métodos rápidos y sutiles con los que desentrañaba los misterios más enrevesados. Tan acostumbrado estaba yo a sus invariables éxitos que ni se me pasaba por la cabeza la posibilidad de que fracasara.
Eran ya cerca de las cuatro cuando se abrió la puerta y entró en la habitación un mozo con pinta de borracho, desastrado y con patillas, con la cara enrojecida e impresentablemente vestido. A pesar de lo acostumbrado que estaba a las asombrosas facultades de mi amigo en el uso de disfraces, tuve que mirarlo tres veces para convencerme de que, efectivamente, se trataba de él. Con un gesto de saludo desapareció en el dormitorio, de donde salió a los cinco minutos vestido con un traje de tweed y tan respetable como siempre. Se metió las manos en los bolsillos, estiró las piernas frente a la chimenea y se echó a reír a carcajadas durante un buen rato.
—¡Caramba, caramba! —exclamó, atragantándose y volviendo a reír hasta quedar flácido y derrengado, tumbado sobre la silla.
—¿Qué pasa?
—Es demasiado gracioso. Estoy seguro de que jamás adivinaría usted en qué he empleado la mañana y lo que he acabado haciendo.
—Ni me lo imagino. Supongo que habrá estado observando los hábitos, y quizá la casa, de la señorita Irene Adler.
—Desde luego, pero lo raro fue lo que ocurrió a continuación. Pero voy a contárselo. Salí de casa poco después de las ocho de la mañana, disfrazado de mozo de cuadra sin trabajo. Entre la gente que trabaja en las caballerizas hay mucha camaradería, una verdadera hermandad; si eres uno de ellos, pronto te enterarás de todo lo que desees saber. No tardé en encontrar la residencia Briony. Es una villa de lujo, con un jardín en la parte de atrás pero que por delante llega justo hasta la carretera; de dos pisos. Cerradura Chubbs en la puerta. Una gran sala de estar a la derecha, bien amueblada, con ventanales casi hasta el suelo y esos ridículos pestillos ingleses en las ventanas, que hasta un niño podría abrir. Más allá no había nada de interés, excepto que desde el tejado de la cochera se puede llegar a la ventana del pasillo. Di la vuelta a la casa y la examiné atentamente desde todos los puntos de vista, pero no vi nada interesante.
“Me dediqué entonces a rondar por la calle y, tal como había esperado, encontré unas caballerizas en un callejón pegado a una de las tapias del jardín. Eché una mano a los mozos que limpiaban los caballos y recibí a cambio dos peniques, un vaso de cerveza, dos cargas de tabaco para la pipa y toda la información que quise sobre la señorita Adler, por no mencionar a otra media docena de personas del vecindario que no me interesaban en lo más mínimo, pero cuyas biografías no tuve más remedio que escuchar.
—¿Y qué hay de Irene Adler? —pregunté.
—Bueno, trae de cabeza a todos los hombres de la zona. Es la cosa más bonita que se ha visto bajo un sombrero en este planeta. Eso aseguran los caballerizos del Serpentine, hasta el último hombre. Lleva una vida tranquila, canta en conciertos, sale todos los días a las cinco y regresa a cenar a las siete en