Actualmente en Alameda hacen una recreación todos los años de la vida y muerte del bandolero. Asimismo, hay un instituto que lleva el nombre del abuelo.
«Cuando anochecía intentaba escaparme a las afueras. Allí tenían el campamento los gitanos. Algunos ayudaban en las labores del cortijo y me conocían. Encendían las hogueras en el centro de los carromatos. Contaban historias: rencillas, celos, luchas por una mujer, agravios y muerte, siempre a navajazos. Pero también cantaban y bailaban.
Vivía intensamente aquellas noches, de las que muchas veces tenían que rescatarme y recibía las consabidas reprimendas. Era mágico el ambiente del fuego, de sus figuras, que reflejaban las sombras en el suelo y que parecían salidas de un teatro misterioso. Aquellas noches estrelladas, las hogueras, el cante jondo que cortaba el silencio con sus gemidos, casi llantos, llenaban mi corazón de sentimientos y emoción. Esas vivencias iban a acompañarme toda mi vida.
Eran diferentes y me gustaban; tenían algo que ver con lo que yo intuía. Era el lado primitivo del ser humano. Según ellos, procedían del Lejano Oriente y me los imaginaba en sus carromatos viajando y cruzando el mundo hasta llegar allí. Alguna vez, cuando ya era un muchacho, intervine para separar a algunos en sus reyertas. No tenía miedo de ser herido. Siempre había navajas de por medio, pero yo sabía que me querían y que harían todo lo posible por no herirme.
Cuando contaba dieciséis años de edad me dejó cautivado una gitanilla. Creo que tenía catorce. Era menuda, pero bailaba todas las noches con sus hermanas, al aire su melena negra y su falda, que hacía subir y bajar al compás. Se movía con gracia y duende. Yo no podía apartar mis ojos de ella. Se llamaba Remedios; era digna de la mano de un pintor como Julio Romero. Al año siguiente, cuando fui corriendo a ver a los gitanos, la habían casado. ¡Con quince años! A partir de ese momento dejé de frecuentar el campamento. Luego ya me trasladé a Granada a estudiar y atrás quedaron en mi memoria Remedios, el brillo de sus ojos, el campamento gitano, mis noches estrelladas y la fascinación por el cante jondo. Todo estaba dentro de mí y nunca lo iba a olvidar. Siempre que lo recordaba me producía un sentimiento profundo de nostalgia».
Granada, estudios y matrimonio
(1890-1899)
Mi abuelo estudió Magisterio y obtuvo una plaza como maestro en Granada. Él quería ampliar sus conocimientos, para lo cual era necesario sacarse el título de bachiller. Sin embargo, su familia no le apoyó en su deseo, posiblemente por problemas económicos.
Comenzó a estudiar francés porque tenía un gran interés en leer libros sobre la educación de sordomudos que se estaban editando en esa lengua. Y allí, en Granada, iba transcurriendo su juventud, dedicando siempre muchas horas al estudio y a la investigación.
«Sentía un gran interés por la Psicología, pero en aquellos momentos era una asignatura que formaba parte de la carrera de Filosofía y Letras y no se daba en todas las universidades. Por ese motivo comencé a estudiar primero francés y más adelante inglés e italiano. Había libros que no estaban editados en la lengua castellana y yo los localizaba en revistas francesas sobre todo. Los encargaba a través de la Sorbona, en París, universidad con la que empecé a mantener correspondencia.
La Pedagogía se podía estudiar en Granada. Se trataba de un curso que llevaba, como término medio, un año en sacarse. Mi ansia por estudiar no me impedía dedicar los domingos a descansar y alternar con compañeros; me gustaba acudir al casino de Granada, donde se encontraban las chicas más atractivas de la sociedad de aquellos tiempos. Me encantaba el juego de la seducción. Yo tenía veintisiete años y la verdad es que no me había planteado ninguna relación seria hasta que un día ocurrió algo que cambió mi vida.
Un domingo por la tarde, cerca de mí, sentada, jugando con su abanico, vi a una muchacha morena que me llamó la atención. Su cabello era de un negro intenso, recogido en un moño, con unos tirabuzones que le daban un aspecto encantador. Le solicité un baile temiendo que me lo negara, pero aceptó… y bailando, bailando, pisé el dobladillo de su falda, que se descosió. Lo que podía haber acabado en un desastre se convirtió en un feliz suceso. “Señorita, no me puedo perdonar semejante desatino. ¿Cómo puedo compensarla? Permítame que me presente: soy Jacobo Orellana y me pongo a sus pies de ahora en adelante. Sería el hombre más afortunado si usted aceptara que la acompañara a su casa en un coche de punto. No puedo consentir que vaya usted andando con su dobladillo descosido”.
Así es como conocí a Carmen, tu abuela. En realidad, se llamaba Leandra Carmen, pero ella odiaba su primer nombre y solo lo utilizaba en los documentos oficiales. Carmen era culta, elegante, tenía unos bonitos ojos negros y rápidamente nos enamoramos. Había nacido en Madrid y estudiado Magisterio en la misma ciudad. Más adelante consiguió plaza como maestra en Granada.
Me di cuenta de que algo especial estaba sucediendo. No podía dejar de pensar en ella y contaba las horas para volver a verla. Paseábamos cogidos del brazo, recorríamos los jardines de la Alhambra y tomábamos limonadas en los salones de té. A ella le encantaba que le hablara; me decía que le atraían mí simpatía y mi sentido del humor.
El primer apellido de Carmen, como ya sabes, era Moreno. Su familia procedía de Toledo y era de origen judío».
En un viaje que realicé a Estambul con mi esposo, Antonio, la guía era una judía sefardí y nos comentó que en Grecia y Turquía, en las colonias sefardíes, había bastantes personas con ese apellido.
«Tenía veintiséis años cuando nos conocimos, una edad en la que la mujer de aquella época ya se consideraba muy madura para contraer matrimonio. Nos casamos el 25 de marzo de 1898 en la iglesia del Salvador de Granada, con solo dos testigos que pasaban por la calle. No se lo notificamos a la familia. Era una mañana muy bonita, en la que la primavera ya empezaba a hacerse sentir. Aquel día fue realmente uno de los más importantes de mi vida. Carmen, tu abuela, iba a cambiar mi existencia. Además de ser una mujer moderna e inteligente, fue una compañera que siempre me apoyó en todos mis proyectos. Yo siempre he sentido un enorme cariño y admiración por ella».
Más tarde me enteré de que la abuela estaba embarazada de su primer hijo, Jacobo, que nació en Granada el 3 de julio de 1898. Me imagino el impacto que supuso ese embarazo en aquella época, en la que su respetabilidad como maestra estaba en juego y, por añadidura, en una ciudad en la que se encontraba totalmente sola.
«Ese año pasó a la historia por la pérdida de Cuba. En el Tratado de París de 1898 España cedió Puerto Rico, Guam y Filipinas a Estados Unidos, mientras que concedía la independencia a Cuba. La necesidad de obtener capital para mitigar aquel severo revés económico obligó a intentar reponer las arcas del Estado con la venta adicional a Alemania de las islas Palaos, Carolinas y Marianas. Esta guerra costó a España 55.000 vidas. Los periódicos no relataban la gravedad de la situación, pero la preocupación de los españoles era muy grande.
Debido a todo lo que estaba aconteciendo, hubo un resurgimiento intelectual muy crítico y apareció la famosa generación del 98. Yo no sabía que más adelante iba a conocer a muchos de los intelectuales que la integraban, como Miguel de Unamuno y Antonio Machado.
Nació tu tío Jacobo y Carmen siguió trabajando. Su primer gesto de compañera abnegada fue el de insistir en que yo dejara mi trabajo y me dedicara a estudiar para sacarme el título de bachiller, que tanto anhelaba. Obtuve mi diploma de bachiller el 6 de julio de 1899, justo un año después del nacimiento de tu tío».
Viaje a Estocolmo
(1921)