Carolang Escobar-Soler y Alejandra Caqueo-Urízar
Conclusiones: nuevos horizontes para la justicia educacional
PRÓLOGO
MARTÍN HOPENHAYN1
El debate sobre educación y su relación con la justicia social en Chile tiene al menos dos banderas que han flameado con fuerza en el debate político a lo largo de las últimas tres décadas: la bandera de la equidad, por una parte, y la de la educación como derecho universal, por la otra.
En el primer caso la tendencia principal ha sido comparar logros educativos por nivel socioeconómico, entornos territoriales y tipo de establecimiento. Tales logros se desglosan, a su vez, en años de escolaridad, acceso oportuno y de calidad en primera infancia, rendimientos en pruebas estandarizadas, ritmo de progresión y tipos de institución a las que se logra acceder. Los resultados de pruebas estandarizadas recurren año a año con la reconfirmación de las desigualdades. Algunos invitados recientes, o ya no tan recientes, al mosaico de la justicia educacional, incluyen a grupos específicos que padecen distintas formas de exclusión, tales como (pueblos originarios, mujeres, grupos con identidades sexuales específicas, migrantes y personas con discapacidades). Con ello, a la idea de educación equitativa se suma la de educación inclusiva. Igualdad y diferencia piden conjugarse bajo un nuevo paraguas.
Las agendas de políticas han incluido distintos programas compensatorios a fin de paliar una estructura de fuertes desigualdades. El sistema se mueve pero las brechas siguen allí, elocuentes y refractarias. A la luz de estas desigualdades, el modelo neoliberal en educación (privatista, mercantilizado, centrado en subsidio a la oferta) ocupa hoy, más que nunca, el banquillo del acusado. Se lo señala como principal responsable de perpetuar, o incluso exacerbar, estas desigualdades en trayectorias, aprendizajes y logros educacionales. Tales desigualdades explican las grandes movilizaciones estudiantiles, tanto de nivel secundario como terciario, durante las últimas dos décadas.
La otra bandera secular es la del derecho a la educación. Por cierto, tiene larga data. Pero la educación como derecho connota algo más que una inversión semántica, sobre todo a partir del movimiento de estudiantes secundarios en el 2006, que lo instaló como centro del debate político y redistributivo en el país. Nadie discute que el derecho a la educación es universal. Pero de allí en adelante, el recipiente se llena de maneras distintas: ¿acceso a educación de qué tipo y calidad y cómo se distribuye, con qué intervenciones para mejorar trayectorias y nivelar el campo de juego, quién es garante en cuanto a exibilidad de este derecho, con qué libertad de elegir sin entrañar gastos de bolsillo, cuánto participan los distintos actores en modelar criterios de política?
En paralelo con estos dos vértices –equidad, derecho– una importante línea de teoría crítica, que incorpora perspectivas poscoloniales, teorías de género y de reconocimiento, viene impugnando desde hace tiempo el predominio de la razón instrumental y homogenizante en la educación. La crítica, en este caso, deconstruye la unidemensionalidad de un enfoque centrado en capital humano, en que los mantras que recurren son racionalización y disciplinamiento, lógicas de input-output, eficiencia en el gasto y tasas de retorno. La perspectiva crítica cuestiona, en este marco, un régimen de estandarización ciego a la diversidad de identidades, aspiraciones y contextos socioculturales. Con ello, un modelo o una episteme educacional poco justa no solo se explicaría por las brechas entre grupos en trayectorias y ejercicio del derecho efectivo a la educación, sino también por una mecánica reduccionista en que la ratio predomina sobre el sentido; y en que muchos y muchas resultan dañados en el proceso porque sienten, piensan, viven y se ven a sí mismos/as de maneras distintas a como el sistema los construye y modela.
El libro que sigue constituye un relevo y a la vez una ampliación de este espectro de significados en que educación y justicia se han relacionado. Los textos que lo integan escudriñan e interpelan, desde esta visión pormenorizada, los múltiples rostros de la justicia educacional y sus deudas pendientes. La justicia educacional se abordará desde la perspectiva de normalidad, la diferencia de sujetos de aprendizaje, los marcos institucionales y las prácticas educativa. No restringe la justicia educacional a los clásicos términos que vinculan nivel socioeconómico a logro en años de escolaridad y, consecuentemente, a tasas de retorno a sus trayectorias laborales futuras, medidas en parámetros monetarios. Por el contrario, los autores y las autoras ponen a disposición de lectores y lectoras un profuso arsenal de investigaciones y evaluaciones al día, abogando por paradigmas que permitan nutrir un pensamiento multidimensional y complejo.
Como podrá verse a lo largo de la lectura, se ha apostado por entrar de lleno en la dimensión cualitativa. El libro abre la caja negra de los procesos, las relaciones intra-escuela y en el aula, las dinámicas de aprendizajes, las especificades de sujetos que son diversos; y piensa críticamente el lugar de las instituciones escolares y las epistemes que las rigen en sus formas de saber-poder.
Las últimas tres décadas son profusas en reformas que incrementan los recursos para la formación de nuevas generaciones. Las palabras que más resuenan en gestión pública del sector son calidad, cobertura, equidad y eficiencia. Distintos países de América Latina combinan los ingredientes en dosis diversas, pero campea una necesidad sentida de intervenir sistémica y sistemáticamente en todos los frentes: arquitectura del financiamiento, mejoramiento de la gestión, contenidos curriculares, procesos y métodos pedagógicos, funciones públicas y privadas, niveles de descentralización, dotación de infraestructura, nuevos soportes en red, evaluación de logros, mejoramiento de la carrera docente, espacios de autonomía y regulación, entre tantos. Es hora de hacer un balance de lo aprendido, revisar la evidencia y ampliar la perspectiva. Leer lo avanzado, en políticas y en investigaciones, desde la mirada de la justicia educacional, ayuda mucho; y remite de manera clara a un valor, una episteme y un debate sobre sentido. Aporta en una intersección entre lo que hay de nuevo y acumulado, y entre las desigualdades propias de la educación y las sistémicas que subyacen a la sociedad. Procura mantener en una misma mirada los problemas de distribución material y de reconocimiento simbólico, los accesos y los procesos.
Resulta sugerente y auspicioso, en este sentido, que gran parte de las investigaciones aquí vertidas apelen a un concepto de justicia cuyo referentes teóricos más citados son Nancy Fraser y Amartya Sen. Se urde, como metatexto subyacente, una mirada transversal a lo largo del libro que permea los campos con esta visión compleja de la justicia: redistribución de recursos, reconocimiento de grupos y capacidades diferentes; acceso de actores a la participación/representación en decisiones y criterios sobre procesos educacionales que les afectan;, y cómo se distribuye, en el sistema, la formación de capacidades para ejercer libertades positivas, vale decir, para poder realizar proyectos de vida que le son valiosos a cada cual.
Como se resume en uno de los artículos, la justicia social redistributiva considera el reparto de recursos y medios según las distintas necesidades socioeconómicas; la justicia social de reconocimiento reconoce la diversidad en dificultades de integración, y procura avanzar en la aceptación, valoración y respeto de la diferencia en quienes han sido históricamente excluidos; mientras la justicia social participativa contempla los desafíos que distintos actores tienen para la participación, decisión y autonomía en relación a cuestiones que afectan sus comunidades educativas.
En las páginas que siguen vemos este criterio complejo de justicia aplicado en múltiples flancos: desde educación técnico profesional hasta educación rural, desde sistemas de evaluación hasta dinámicas de aprendizaje en el aula, desde educación en primera infancia hasta