Simplemente me encantaba una buena historia, y descubrí que era capaz de escribir las mías. Mi primera historia la escribí en una pequeña libreta de espiral, y trataba de Garfield en una casa encantada. Empezábamos a tener nuestras primeras tareas de escritura creativa en la escuela. Los otros críos simplemente garabateaban un par de oraciones inconexas, y yo seguía añadiendo oraciones a mi historia, extendiendo la narrativa más allá de lo que siquiera habría esperado. Siempre acababa pidiendo más papel.
Cuando llegué a segundo, me pusieron en una clase de lectura avanzada que enseñaba la bibliotecaria escolar. Vestía largas faldas de pradera[5] , tenía un aire de sofisticación y parecía interesada en lo que tenía que decir. Me gustaba la forma en la que me hablaba, no como si fuera un niño pequeño.
Mi profesora de segundo curso, Ms. Brown, tenía veintitantos años. Atractiva, lucía un corte de pelo bob y llevaba gafas con montura negra. Cuando mis padres tuvieron que irse a Taiwán por motivos de negocios, le pidieron a Ms. Brown que me cuidara. Nuestra canguro habitual, Dorothy Reel, una mujer estridente que se asemejaba a una ciruela pasa, con cabellos grises de paja y batas de ir por casa de poliéster —mis hermanas la odiaban, y me odiaban porque a mí me encantaba—, no estaba disponible, y mis padres pensaron que no había nada extraño en pedirle a mi profesora que me cuidara en nuestra casa. Mis hermanas podían valerse por sí solas, así que la obligación de Ms. Brown era asegurarse de que estaba alimentado, con el pijama puesto y en la cama a las nueve.
La casa se cubría de una atmósfera mucho más mágica y conspirativa cuando Ms. Brown estaba allí. No recuerdo haberle dicho a nadie en la escuela qué estaba ocurriendo; era bastante extraño, un secreto glamoroso. Las dos semanas que pasamos viviendo juntos eran como romper tu juguete favorito para inspeccionar sus adentros y ver cómo funcionaba. Aquí estaba Ms. Brown preparándome harina de avena para desayunar; aquí estaba Ms. Brown secándose el pelo en una camisa de dormir. Era como vivir con una celebridad.
Por la noche nos acostábamos juntos en la cama king-size de mis padres, frente al televisor, yo recostado sobre mi espalda con una pila de almohadas bajo la cabeza. Ella se apoyaba sobre sus codos y corregía deberes con un bolígrafo rojo mientras veíamos Moonlighting. Teníamos nuestra propia vida privada, una cuerda que nos mantenía unidos y que me llenaba con una sutil tranquilidad.
Qué extraño era estar en clase, ver cómo Ms. Brown nos enseñaba la cursiva, cuando justamente la noche anterior me había escapado de mi habitación cuando se suponía que debía estar durmiendo. En silencio, me agaché, me puse a cuatro patas y me arrastré hacia el vestíbulo. Su novio, Sheldon, se había dejado caer por allí. De gruesos cabellos negros, vestía abrigo y corbata y en sus manos llevaba una tarta de crema de coco de Marie Callender’s. «¡Oh, Sheldon!», dijo ella, mirándole a los ojos, justo antes de besar sus labios. Esto era bastante jugoso.
Mis padres regresaron, mi vida escolar volvió a la normalidad y me sentí abatido: Ms. Brown actuaba como si nada hubiera pasado entre nosotros. Buscaba algún tipo de aparte siempre que podía, desesperado por ver a la amiga con la que había compartido tantas noches en mi casa. Era generosa en sus alabanzas acerca de mi rendimiento escolar, pero nunca más volví a ver esa parte de ella. Ahora me encontraba a la caza de mujeres adultas con las que conectar, principalmente las madres de mis amigos en sus cocinas, quienes se mostraban entretenidas al ver que quería hablar con ellas en vez de ir a jugar con sus hijos. Era un tipo específico de atención el que quería de ellas, una confirmación bien fundada de mi yo idiosincrático. Era el inicio de un patrón que iba a tener un tremendo efecto en mi vida.
Nos fuimos de vacaciones el verano siguiente. En vez de que mi padre nos llevara en su pequeño avión Cessna —algo que hacía ocasionalmente—, decidimos conducir nuestra casa motorizada hasta Canadá con motivo de la Expo del 86, pero el mastodonte se averió al norte de Seattle y nunca llegamos. Fuera de servicio durante una semana entera, descargamos el Nissan Máxima que mi padre había tenido la previsión de enganchar detrás con un remolque para el caso de que nos apeteciera dar una vuelta en un coche mucho más pequeño. Era el tipo de ingenuidad que nunca se le escapaba. Él era un hombre que creía en las inconvenientes conveniencias.
Así fue como encontramos la isla de San Juan, una tranquila y escondida isla en el estado de Washington, a cinco millas de Vancouver por agua. El pueblo de la isla, Friday Harbor, era idílico, asequible y encantador para una familia que había estado viviendo en una extensión desértica toda su vida. Nos quedamos embelesados con el paisaje de bosques, playas y rocas cubiertas de musgo. Tomar el ferri, que duraba dos horas desde el continente, deslizarse a través de la calma del océano, era como estar en un plácido purgatorio.
San Juan estaba aislada, pero era lo suficientemente activa como para no parecer aletargada, especialmente en verano, cuando los turistas con sus bicicletas inundaban el ferri como una botella de soda derramada sobre una alfombra sofisticada. Los veraneantes eran una mancha temporal, pero una mancha que se limpiaba y desaparecía con la llegada del otoño. Friday Harbor tenía solo una calle principal con dos tiendas de alimentación, un juzgado, un restaurante, un cine y algunas tiendas horteras de souvenirs. Fuera de temporada, apenas tres mil personas vivían allí. Parecía que todo el mundo se conocía.
Encontramos veinte acres en el agua. La primera vez que vimos la casa, la belleza parecía escenificada: los ciervos brincaban, un grupo de orcas soplaba, la bocina de niebla de un faro resonaba a lo lejos. Para cuando regresamos a nuestra casa motorizada, ya habíamos decidido que íbamos a marcharnos de Arizona. Papá estaba ya en los últimos años de la cincuentena y a punto de jubilarse, de todas formas.
Mientras empaquetábamos nuestras cosas para la mudanza, eché un vistazo a una pila de libros en el dormitorio de mis padres y me encontré con uno que se llamaba algo así como El regalo de un niño talentoso. Leí por encima unas páginas y llegué a la conclusión de que “talentoso” significaba “especial”. ¿Pero acaso no pensaba cada padre que había tenido un niño especial? Ahora me doy cuenta de que “talentoso” significaba “gay”. Un código de palabras para no decepcionar demasiado a los padres.
Cuando tenía siete años, no tenía ni idea de que era gay, pero era afeminado, sensible y demandaba ser el foco de atención de todo el mundo. Mi madre lo supo desde muy temprano, como suelen saberlo las madres. Ella vivió en un estado de amorosa preocupación sobre mi sexualidad, intentando averiguar en secreto si había algo que podía hacer —y si no había nada que hacer, cómo facilitarme las cosas—. Se contuvo para no machacarme por mi obsesión con los vídeos de ejercicios de Jane Fonda y mis sesiones diarias de Nine to five, ambos bastiones de comodidad para mí. Eran lo contrario que el mundo extraño y aceitoso de la maquinaria de mi padre.
La personalidad de mi madre siempre complementó la estoicidad de mi padre. Ella es como una emisora de radio feel-good que nunca se apaga, siempre capaz de hablar con todo el mundo, donde sea, sobre cualquier tema. Su maestría a la hora de rellenar despreocupadamente los complicados silencios con una conversación simplona es ver para creer. Cuando se ríe, a menudo te golpea en el hombro. Su energía y su devoción durante mi crianza fueron incansables. Me preparaba la comida, limpiaba mi habitación y siempre me hizo sentir querido. Hasta el día de hoy nunca he visto a mis padres pelearse.
Yo era un mimado, un absoluto niño de mamá. Mis rabietas cuando no conseguía algo podían dejar boquiabierto a cualquier adulto. Un amigo de la familia incluso me