Fue un accidente, pero me las arreglé para asustar a Windi y ponerla así a parir. Después de haber entrado en su apartamento y darme cuenta de que estaba durmiendo, me quedé allí de pie, junto a ella, mirándola fijamente, mi nariz a escasos centímetros de la suya, pensando que aquello sería divertido. Cuando abrió los ojos y chilló, rompió aguas. Fue un momento tan gozoso que no pudo ni siquiera enfadarse conmigo. Mi sobrino, Caleb, nació en cuestión de horas.
[10] Restaurantes donde la comida se recoge desde el coche. (N. del T.)
[11] Tipo de refresco que contiene un litro del mismo. (N. del T.)
[12] Marca de papel higiénico. (N. del T.)
5
La isla de San Juan parecía muchísimo más pequeña a nuestro regreso, cuando mi padre concluyó sus negocios en Arizona. Al principio pensé que aquello podría ser un nuevo comienzo, una oportunidad para mostrarme como alguien mucho más guay de lo que había sido. Pero el instituto planeaba sobre mí como un vaso de leche agria. La putrefacción fue sutil al principio. Podía sentirla en un ligero empujón de hombros de un porrero distante en el pasillo, o en ciertas palabras bomba —“jodida nenaza”— lanzadas desde la ventanilla de un coche. Me estaban golpeando oficialmente por lo que era: un marica.
En el pasillo del instituto, tres tipos me pusieron la zancadilla y escribieron la palabra “maricón” con un rotulador negro en mi frente. No me defendí. Ellos eran tres y yo uno solo; simplemente me quedé allí, sin fuerzas, como una muñeca de trapo, y dejé que lo hicieran, asqueado conmigo mismo por no haber ofrecido resistencia. Incluso cuando ya me había lavado y deshecho de cualquier rastro de aquello, todavía podía ver aquella palabra en mi frente cuando me miraba en el espejo.
Había ciertas cosas que intenté para mejorar mi reputación en el instituto. Celebré una fiesta en mi casa cuando mis padres no estaban. Me hice amigo de las chicas despreocupadas y libertinas de los cursos por encima del mío y probé la marihuana con ellas por primera vez. Pensé que si caía bien a unas pocas personas adecuadas, quizá podrían influenciar en cómo el resto de la gente me veía.
Había un chico llamado Curtis con el que había crecido en la escuela elemental. No éramos tan íntimos pero acabamos saliendo juntos. Nuestras conversaciones sobre sexo acabaron convirtiéndose en mamadas espontáneas. Una noche, cogió el coche de su padre y lo aparcó en la carretera, caminó por la larga entrada al garaje de nuestra casa y se coló por mi ventana para que tonteáramos. No sentía con él esa extraña culpabilidad que sentía cuando besaba a las chicas, o la sensación nerviosa que experimentaba cuando quedaba con Austin. En las contadas ocasiones en las que había intentado algo con chicas me sentía como si hubiera estado haciendo algo asqueroso, como liarme con mi madre o con mi hermana.
Mi ropa empezó a ser progresivamente más llamativa. Mi pelo —a veces tintado— fue creciendo. Me hice un piercing en la oreja izquierda, intentando demostrar así que era diferente. Buscaba cualquier cosa que supusiera una declaración. Por ejemplo, creía que era una idea estupenda llevar un monedero de punto en la cabeza a modo de sombrero.
Todavía era amigo de Ryan Smith, cuya familia tenía los campos de manzanos, pero discutíamos a menudo. Cada semana nos peleábamos por tonterías intrascendentes. Él pensaba que yo me estaba convirtiendo en alguien diferente y podía ver mi necesidad de atención. En cambio, yo veía que Ryan se había convertido en alguien cuadriculado. A pesar de todo, nuestra conexión seguía siendo fuerte, y cuando quedábamos, a menudo, las diferencias desaparecían.
A los dos nos ofrecieron papeles ese año en el musical escolar de Narnia, y nuestros papeles parecían espejos de aumento de aquello en lo que nos estábamos convirtiendo. A Ryan le dieron el papel de Edmund, un joven correcto, bien hablado y con buenos modales. Yo, por mi parte, interpretaría al monstruoso secuaz Fenris Ulf, el lobo sediento de sangre y mano derecha de la reina de las nieves. Vestiría unas botas gigantes de piel, llevaría mi largo pelo lacio y con hebras y me pintaría las uñas de negro.
Empecé a robar casetes de la farmacia; de repente era muy habilidoso con el juego de manos. Hubo un par de veces que pensé que estaban a punto de pillarme, pero por suerte nunca me cogieron. Me daba un buen chute de adrenalina salir de la tienda sin haber pagado. No era una sensación desagradable la de mi corazón bombeando y la sangre latiendo por mis sienes.
Mi golpe más osado y peligroso no fue planificado. Mi madre y yo estábamos en un centro comercial fuera de la isla. Estaba leyendo con detenimiento el estante de las revistas en un Waldenbooks cuando vi una Playgirl asomar por el estante superior. Sin pensármelo dos veces y como si nada, la alcancé y la cogí, sosteniéndola discretamente. Mientras caminaba hacia una parte más visible de la tienda, deslicé la revista en una de mis bolsas de la compra y salí de la librería. Esta acción ilegítima me provocó una repentina y ligera erección, que apresuré a cubrir con las bolsas. No podía creer que semejante material de contrabando estaba ahora en mi posesión: un tesoro que, si alguien lo encontraba, no habría forma de renegar de él. Su descubrimiento me etiquetaría de por vida como un ladrón y un maricón.
La Playgirl vivió debajo de mi colchón de agua todo aquel año, bien oculta en un compartimento al que solo podía acceder yo. Ya no rasgaría trozos de papel higiénico para ponerlos sobre los modelos de calzoncillos del catálogo de International Male. Tenía acceso completo a imágenes de hombres con pollas abultadas y pechos de paja. Si algún objeto ha cumplido con su razón de existir, dado el peso, fue esa revista. Me pajeaba viéndola cada día.
* * *
Ese verano me dieron un papel como Baby John en una deprimente producción teatral comunitaria de West side story. El director no pudo conseguir un grupo musical para la noche del estreno, así que cantamos con instrumentales grabados. Los disfraces fueron reinterpretados como desastres glam-punk que le sentaban fatal a la mayoría del elenco de treintañeros y cuarentones. La representación obtuvo una crítica abismal, casi al límite de lo escandaloso, en el periódico local. El artículo me señalaba a mí como lo único decente en la obra, pero probablemente tan solo estuvieran siendo amables porque yo tenía solo catorce años y era el más joven de los actores.
Era la tarde de un día entre semana y yo estaba en el ensayo teatral cuando escuché los gritos de una ambulancia fuera, en la calle —no era un sonido que uno pudiera escuchar a menudo en Friday Harbor—. Respondían a un accidente que acababa de ocurrir cerca de mi casa, en la parte oeste de la isla. Un chico se había caído de un acantilado mientras practicaba escalada. Era Ryan Smith. Mi memoria ha bloqueado quién me lo dijo o dónde estaba cuando lo descubrí. Pero fue como si hubiera entrado en una realidad alternativa, un extraño sentimiento de que ayer continuaba como se suponía que debía continuar, en otra parte.
A la mañana siguiente arrastré los pies hasta mi trabajo de verano en una tienda de ropa de consignación. Me sentía anestesiado, viéndolo todo como si estuviera mirando a través de un grueso y retorcido cristal. Me movía por inercia, sin ganas. Los miles de recuerdos se reproducían a una velocidad mucho mayor de la que yo podía procesar, saltos erráticos mezclados con visualizaciones de mi amigo cayéndose por el acantilado, una y otra vez. Podía ver a los padres de Ryan y a sus hermanos, en esa cabaña de leños que compartían de una forma tan unida, ahora simplemente cada uno dentro de su caparazón.
Fui al funeral, pero me salté el entierro. Ahora mismo no me acuerdo de si esto es real, pero tengo el recuerdo de conducir por el cementerio y dejarlo atrás mientras el entierro se desarrollaba. Me negaba a ver cómo Ryan desaparecía en la tierra. Las pocas veces que he experimentado en mi vida un dolor intenso, siempre he tenido una reacción retardada, he sido incapaz de llorar. Semanas después, mi hermana Sheryl