A los milleritas les costaba entender el vuelco que había dado su mundo, ese mismo mundo del cual pensaban que saldrían. Las profecías eran claras. ¿Tenían que esperar un poco más? ¿Habían sido engañados? ¿Qué estaba pasando realmente?
Algunos dijeron que Jesús sí había venido, solo que espiritualmente. Como describe el historiador George Knight, algunos se volvieron como locos. “Otros afirmaron no tener pecado; otros se negaron a trabajar, argumentando que estaban en el sábado milenario. Otros, siguiendo el mandato bíblico de que debemos ser como niños, desecharon usar tenedores y cuchillos y comenzaron a gatear” (A Brief History of Seventh-day Adventists, p. 29).
Otros se quedaron con la sensación de que algo había sucedido el 22 de octubre de 1844. Daniel 8:14 predecía que el “santuario” sería “purificado”. Pero, ¿dónde? ¿Cómo? El granjero metodista Hiram Edson fue el primero en sugerir una respuesta. Después de orar con varios amigos el 23 de octubre, caminaba por el campo cuando de repente se le cruzó una idea por la cabeza: el santuario estaba en el cielo. Era como Josiah Litch había dicho: antes de que Jesús regresara por segunda vez, primero tenía que realizar un juicio.
20 de febrero - Biblia
Abraham y Sara
“Por fe, Abraham, cuando Dios lo llamó, obedeció y salió para ir al lugar que él le iba a dar como herencia. Salió de su tierra sin saber a dónde iba” (Heb. 11:8).
Abraham: un hombre de Dios, justo, valiente, fiel y sincero; dispuesto a hacer lo que Dios le pidiera, incluso sacrificar a su hijo. Un verdadero modelo de virtud. Esta es la imagen romántica que se nos enseña de él. Lamentablemente, no es tan real como nos gustaría.
Imaginamos a Abraham sentado en la iglesia cuando Dios lo llama. Seguidamente, él y Sara hacen las maletas y se van a Canaán. Sara se pone ansiosa porque Dios le prometió un bebé que no llega, así que le pide a Abraham que procree con su sierva. Cuando Dios se presenta personalmente para anunciar que Sara, ya anciana, puede comenzar a tejer ropa de bebé, ella se ríe. Al año nace Isaac, y todos viven felices para siempre.
De alguna manera, hemos pintado a Abraham como el Sr. Fiel y a Sara como la Sra. Escéptica, y hemos perdido de vista a las personas reales cuyas vidas quedaron registradas en la Biblia. La realidad es que Abraham ni siquiera fue criado en un hogar en el que se adoraba a Dios (Josué 24:2 dice que el padre de Abraham adoraba a dioses falsos). Cuando Dios se le apareció para cambiarle la vida (y la historia del mundo), se le estaba apareciendo un Dios que él no conocía, cuya religión le era extraña. Y ese Dios le dijo: “Sigue mi ejemplo y confía en que yo cumpliré lo que te estoy prometiendo”.
Dios le pidió que dejara todo lo que conocía (tan fácil como besar a tu hermana, ¿eh?). Cuando dejaron a su familia en Harán, estaban renunciando a sus derechos ancestrales, a sus tierras y a su herencia. Si sobrevivían, esperaban que Jehová cumpliera su palabra. ¡Qué difícil!
La verdad es que, al viejo Abram (que significa “padre exaltado”), rebautizado por Dios Abraham (“padre de muchas naciones”) no se le hizo fácil aferrarse a la fe (como nos sucede a cualquiera de nosotros). Abraham tenía preguntas y dudas, y cometió errores que lo dejaron mal parado. Afortunadamente, Dios tenía más fe en Abraham que la que Abraham tenía en Dios. Sabía que, aunque era un hombre nervioso y asustadizo, también podía ser valiente y leal. Sabía que, aunque Sara era algo escéptica e impetuosa, si perseveraba, reiría de alegría en lugar de lamentarse.
21 de febrero - Ciencia
Tu mente + tu cuerpo = tú
“Dios el Señor formó al hombre de la tierra misma, y sopló en su nariz y le dio vida. Así el hombre se convirtió en un ser viviente” (Gén. 2:7).
Cuerpos que cambian de forma. Intercambio de poderes. A la ciencia ficción le encanta explorar la naturaleza humana a través de situaciones absurdas. Es muy poca la ciencia que hay en la ficción.
Muchas religiones creen que el “espíritu” de una persona puede sobrevivir separado del cuerpo. Los hindúes creen que el espíritu pasa de un cuerpo a otro cuando morimos, reencarnándose hasta que arreglamos las cosas. La gente teme a los fantasmas; incluso la mayoría de los cristianos creen que cuando morimos, el alma va al cielo o al infierno. Sin embargo, la Biblia y la ciencia están de acuerdo: la mente y el cuerpo son inseparables. Si muere el cerebro o el cuerpo, dejas de existir por completo.
Aunque no he visto muchos programas de televisión donde aparezcan médiums que supuestamente “hablen” con los muertos, jamás he escuchado a ninguno decir: “Estoy hablando con tu abuelo, pero él no se acuerda de ti. La demencia senil, ya sabes…”. De alguna manera, a pesar de sus habilidades de comunicación bastante difusas (“Siento que está diciéndome algo relacionado con el color amarillo y el número siete”), estos supuestos espíritus llegan al ámbito espiritual con sus cerebros restaurados.
Muchos confunden la palabra “alma” en la Biblia, pero la Escritura es clara: no es que tenemos un alma; sino que somos un alma. La palabra hebrea traducida como “alma”, nefesh, simplemente significa “persona”, e incluso se usa para describir animales (ver Lev. 24:18, Isa. 19:10).
Nuestros recuerdos, nuestras emociones y nuestra conciencia tienen una sede física. Todo está almacenado en la red de neuronas del cerebro. Las sustancias químicas del cerebro regulan nuestras emociones, que se ven afectadas por todo tipo de estímulos, desde la comida hasta la luz, el tacto o las drogas. Las distorsiones en la composición y la química cerebral causan enfermedades mentales. Nuestro cuerpo es una creación increíblemente compleja. Cuando nuestra conciencia se ve afectada, dejamos de ser nosotros.
El adventismo hace hincapié en la conexión mente-cuerpo, lo que la convierte en una de las religiones que más se preocupa por la buena salud. Elena de White escribió: “Los nervios del cerebro que relacionan todo el organismo entre sí son el único medio por el cual el cielo puede comunicarse con el hombre, y afectan su vida más íntima” (Testimonios para la iglesia, t. 2. p. 312).
22 de febrero - Espiritualidad
Como en los días de Noé
“Habrá tanta maldad, que la mayoría dejará de tener amor hacia los demás. […] Como sucedió en tiempos de Noé, así sucederá también cuando regrese el Hijo del hombre. […] Hasta el día en que Noé entró en la barca, la gente comía y bebía y se casaba. […] Así sucederá también cuando regrese el Hijo del hombre” (Mat. 24:12, 38, 39).
A la gente le encanta hablar de lo buena que era antes la vida y de lo malo que se ha vuelto todo. Crimen, violencia, falta de respeto, amor al dinero, matrimonios destruidos, inmoralidad... Todo solía ser mucho mejor, ¿verdad? Las tasas de divorcio y las estadísticas de delincuencia, guerras, promiscuidad, problemas juveniles, corrupción y consumo de drogas son peores que nunca, ¿cierto? ¿Y no es todo esto una señal del fin del mundo?
¿Realmente está la sociedad peor que nunca? Piénsalo. En la década de 1850, el divorcio era raro, pero la esperanza de vida era mucho menor de lo que es hoy. Si un matrimonio no funcionaba, lo más probable era que alguna de las partes tuviera otra oportunidad en poco tiempo. Cien años después, los prejuicios raciales y de género seguían a la orden del día. ¿Es la vida mejor hoy que hace cincuenta o ciento cincuenta años? En muchos sentidos, sí.
Hoy el mundo ofrece más oportunidades que nunca y la gente vive vidas más largas, prósperas, saludables y pacíficas. Delitos como el abuso infantil y doméstico, la agresión sexual y los prejuicios raciales ya no se quedan en la oscuridad, como ocurría durante la mayor parte de la historia. Para millones