Épsilon. Sergi Llauger. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Sergi Llauger
Издательство: Bookwire
Серия: Pluma Futura
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9788412130799
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tenía marido y tres hijos —pronunció, nostálgica—. Partieron en la nave Arca número ocho, hace ya diecisiete años, cinco meses y veintitrés días. El más pequeño tendrá ahora tu edad —trató de sonreír—. Suponiendo que se haya adaptado bien a la vida en Épsilon...

      —¿La dejaron aquí? —Jacob se extrañó—. ¿No se suponía que la familia directa tenía que embarcar siempre junta?

      Ella negó con la cabeza.

      —El nuestro fue uno de esos extraños casos de familia numerosa. Los módulos de cabina familiar de las primeras Arcas solo disponían de capacidad para cuatro personas, si íbamos cinco tenían que asignarnos dos cabinas, y las plazas eran muy limitadas. Cada palmo de la nave era importante. Así que cuando estábamos a punto de subir a las lanzaderas con nuestro equipaje, nos pararon y nos llevaron a una sala aparte, donde nos dieron a elegir: o bien uno de nosotros se quedaba en la Tierra, o bien los cinco lo haríamos. —Se encogió de hombros—. Amaba a mi familia más que a nada en el mundo, así que, sin pensarlo, di un paso al frente y les ofrecí ser yo.

      —Es raro que no le dieran más solución que aquella —observó su pesadumbre—. En aquellos tiempos aún se hacían las cosas con cierta moralidad.

      —Me tomaron los datos y me aseguraron que harían todo lo posible para que pudiera partir en la siguiente Arca —respondió, con la mirada perdida—. ¿De qué me sirvió?

      —Pero… ¿cómo se lo tomó su esposo y sus tres hijos? —sin darse cuenta, empezó a interesarse.

      —¿Que cómo se lo tomaron? —sus ojos se humedecieron—. No me dieron ni las gracias. Mientras me identificaban y me quitaban el pase, mi marido bajó la cabeza. No se despidió. Ni siquiera tuvo el valor de mirarme a los ojos cuando se subió a la cabina de la lanzadera por miedo a que yo cambiara de opinión en el último momento. Si lo desean, las madres tienen preferencia en casos así.

      —¿Y por qué no lo hizo? ¿Por qué no ejerció el derecho preferente de ir usted?

      La anciana cerró los párpados y exhaló el aire con pesar.

      —Si ahora pudiera volver atrás sé que habría actuado de un modo muy distinto. No hay ni un solo día en que no me arrepienta de lo que hice: abandoné a mis hijos… Pero estaba tan enamorada de mi marido… Aunque no fue hasta después de ese día que me di cuenta de que él no lo estaba de mí.

      Jacob se quedó meditabundo. Después de una historia así, cualquiera hubiese dicho que sus propios problemas carecían de importancia. Cualquiera menos él.

      —Siento lo que le pasó. Es algo triste —eso sí lo admitió—. Es evidente que no pudo partir en las siguientes naves...

      —Bueno, cuando mi familia se fue se llevaron con ellos todo el dinero que teníamos. Y yo me convertí en una sintecho, enfermé varias veces, así que mis posibilidades de futuro se desvanecieron. —Con una mano volvió a llevarse la mascarilla a la boca. La otra la mantuvo sobre el cabezal del bastón.

      —Su sobrina… —comentó—. ¿Sabe que irá usted a visitarla?

      —No… —contestó casi con miedo—. Y espero que me acepte en su apartamento. Hace años que no nos vemos, pero antes nos llevábamos bien.

      Jacob echó un vistazo pausado al exterior para reconocer dónde estaban. No faltaba mucho para el fin del trayecto.

      —Ya casi hemos llegado —dijo—. Si no tuviera asuntos importantes que no puedo posponer la acompañaría yo mismo a verla. Las calles del distrito este pueden ser muy peligrosas.

      La mujer puso una expresión afable.

      —No te preocupes, querido, aunque no lo parezca sé defenderme sola. Y ya has hecho mucho escuchando y ayudando a esta pobre vieja parlanchina —se mostró agradecida. Tenía la extraña fijación de deslizar constantemente la mano por el puño del bastón. Jacob se fijó en ese detalle: aunque en un principio le pareció de madera, no lo era, si no de alguna especie de metal pintado para simular dicho aspecto.

      —Ya no se ven bastones como este —cambió de tema de pronto—. Apenas queda madera con la que hacerlos —la puso a prueba.

      La anciana no esperaba esa súbita observación, aunque tampoco pareció importarle.

      —Oh, sí… sin duda es el objeto de más valor que conservo. Sin él estaría perdida. Me lo fabricó un ebanista amigo mío antes de la caída de los últimos árboles. No sé qué habrá sido de ese hombre. Tenía buenas manos… robustas y expertas —rio. Estaba mintiendo. Puso los dedos sobre el cabezal en una determinada posición—. ¿Quieres verlo de cerca?

      Fue en ese instante cuando Jacob, de manera disimulada, se llevó una mano al cuchillo que colgaba de su cinturón y se dispuso a desenfundarlo poco a poco.

      —¿Por qué querría hacer eso?

      —Pues porque siempre resulta interesante contemplar una buena reliquia del pasado —insistió y se lo acercó un poco más.

      —Bueno, yo… —dijo Jacob, que de pronto se puso tenso al caer en la cuenta de quién era realmente aquella mujer—. Dime… ¿a cuántos has matado con él, Cuentacuentos?

      Al oír ese apodo, la anciana cambió por completo la expresión. Una sonrisa perversa, sin apenas dientes, se dibujó en su rostro vil y arrugado, que ya nada tenía que ver con el de la vagabunda frágil e indefensa de hacía escasos segundos.

      —A más de los que te imaginas, Jacob dos Balas —masculló. Rápida, se colocó la mascarilla, apretó el cabezal del bastón y una nube de gas salió disparada por un pequeño orificio en dirección al mercenario.

      Este contuvo la respiración y trató de apartarse de la trayectoria del compuesto químico, aunque eso no evitó que una pequeña parte le entrara por las fosas nasales y la boca. La vista se le nubló al instante. La anciana vociferó desde su asiento y blandió de nuevo el bastón humeante para acercárselo más a la cara, pero él ya tenía su cuchillo preparado en la mano, así que, al tiempo que volvía a esquivar la vara, lanzó una estocada y se lo clavó en el pecho, en pleno corazón, dejando a la mujer anclada en el respaldo. Muerte fulminante. Jacob cayó de rodillas y se llevó una mano al cuello enrojecido, cuyas venas se le empezaron a hinchar como cables de acero. No pudo evitar toser de forma virulenta. En un santiamén, todo a su alrededor había quedado envuelto por una espesa nube mortal. No era capaz de pensar, solo de actuar por instinto. Buscó y agarró con una mano temblorosa la mascarilla de la asesina, que se la llevó como pudo a la boca, y aspiró hondo. La cabeza le dio vueltas y tuvo que alejarse de allí a rastras hasta llegar a la otra punta del vagón, donde apoyó la espalda en la pared y se quedó sentado en el suelo, respirando de forma profunda a través del sistema de filtrado. Había estado a punto de sufrir un shock anafiláctico. Fijó la vista en el cadáver cabizbajo de la mujer; su silueta se difuminaba bajo una bruma verdosa y compacta. Un rio de sangre le manchaba la ropa desde el cuchillo clavado en el pecho hasta la falda harapienta. La escena era una estampa de mal gusto, casi surrealista.

      Celine Cuentacuentos… pensó jadeante. Los pulmones le ardían. Debí imaginarlo.

      Reconocida en el oficio como una de las asesinas más antiguas y mortíferas de todos los tiempos. A lo largo de los años había encandilado a todas sus víctimas con multitud de historias cuya puesta en escena las convertía en tan creíbles como exquisitas. Teatralidad y engaño elevados al máximo nivel. Se había hecho pasar, entre otros roles, por maestra, doctora, vigilante, mutante, amante y prostituta de lujo en su juventud. Nadie sabía a ciencia cierta qué aspecto tenía dada la innumerable cantidad de veces que se había colocado injertos y operado el rostro. Se contaba que nunca buscó la recompensa del dinero, sino que disfrutaba tanto con lo que hacía que jamás quiso retirarse. Una sociópata en toda regla. Debió de encargarse también del vigilante antes de subirse al monorraíl.

      Pero este, pedazo de arpía, se dijo Jacob mientras recobraba el aliento, ha sido el último capítulo de tu cuento.

      Se