Había de todo entre los indígenas de América: astrónomos y caníbales, ingenieros y salvajes de la Edad de Piedra. Pero ninguna de las culturas nativas conocía el hierro ni el arado, ni el vidrio ni la pólvora, ni empleaba la rueda. La civilización que se abatió sobre estas tierras desde el otro lado del mar vivía la explosión creadora del Renacimiento: América aparecía como una invención más, incorporada junto con la pólvora, la imprenta, el papel y la brújula al bullente nacimiento de la Edad Moderna. El desnivel de desarrollo de ambos mundos explica en gran medida la relativa facilidad con que sucumbieron las civilizaciones nativas. Hernán Cortés desembarcó en Veracruz acompañado por no más de cien marineros y quinientos ocho soldados; traía dieciséis caballos, treinta y dos ballestas, diez cañones de bronce y algunos arcabuces, mosquetes y pistolones. Y sin embargo, la capital de los aztecas, Tenochtitlán, era por entonces cinco veces mayor que Madrid y duplicaba la población de Sevilla, la mayor de las ciudades españolas. Francisco Pizarro entró en Cajamarca con ciento ochenta soldados y treinta y siete caballos.
Los indígenas fueron, al principio, derrotados por el asombro. El emperador Moctezuma recibió, en su palacio, las primeras noticias: un cerro grande andaba moviéndose por el mar. Otros mensajeros llegaron después: «…mucho espanto le causó el oír cómo estalla el cañón, cómo retumba su estrépito, y cómo se desmaya uno; se le aturden a uno los oídos. Y cuando cae el tiro, una como bola de piedra sale de sus entrañas: va lloviendo fuego…». Los extranjeros traían «venados» que los soportaban «tan alto como los techos». Por todas partes venían envueltos sus cuerpos, «solamente aparecen sus caras. Son blancas, son como si fueran de cal. Tienen el cabello amarillo, aunque algunos lo tienen negro. Larga su barba es…».[9] Moctezuma creyó que era el dios Quetzalcóatl quien volvía. Ocho presagios habían anunciado, poco antes, su retorno. Los cazadores le habían traído un ave que tenía en la cabeza una diadema redonda con la forma de un espejo, donde se reflejaba el cielo con el sol hacia el poniente. En ese espejo Moctezuma vio marchar sobre México los escuadrones de los guerreros. El dios Quetzalcóatl había venido por el este y por el este se había ido: era blanco y barbudo. También blanco y barbudo era Huiracocha, el dios bisexual de los incas. Y el oriente era la cuna de los antepasados heroicos de los mayas.[10]
Los dioses vengativos que ahora regresaban para saldar cuentas con sus pueblos traían armaduras y cotas de malla, lustrosos caparazones que devolvían los dardos y las piedras; sus armas despedían rayos mortíferos y oscurecían la atmósfera con humos irrespirables. Los conquistadores practicaban también, con habilidad política, la técnica de la traición y la intriga. Supieron explotar, por ejemplo, el rencor de los pueblos sometidos al dominio imperial de los aztecas y las divisiones que desgarraban el poder de los incas. Los tlaxcaltecas fueron aliados de Cortés, y Pizarro usó en su provecho la guerra entre los herederos del Imperio incaico, Huáscar y Atahualpa, los hermanos enemigos. Los conquistadores ganaron cómplices entre las castas dominantes intermedias, sacerdotes, funcionarios, militares, una vez abatidas, por el crimen, las jefaturas indígenas más altas. Pero además usaron otras armas o, si se prefiere, otros factores trabajaron objetivamente por la victoria de los invasores. Los caballos y las bacterias, por ejemplo.
Los caballos habían sido, como los camellos, originarios de América,[11] pero se habían extinguido en estas tierras. Introducidos en Europa por los jinetes árabes, habían prestado en el Viejo Mundo una inmensa utilidad militar y económica. Cuando reaparecieron en América a través de la conquista, contribuyeron a dar fuerzas mágicas a los invasores ante los ojos atónitos de los indígenas. Según una versión, cuando el inca Atahualpa vio llegar a los primeros soldados españoles, montados en briosos caballos ornamentados con cascabeles y penachos, que corrían desencadenando truenos y polvaredas con sus cascos veloces, se cayó de espaldas.[12] El cacique Tecún Umán, al frente de los herederos de los mayas, descabezó con su lanza el caballo de Pedro de Alvarado, convencido de que formaba parte del conquistador: Alvarado se levantó y lo mató.[13] Contados caballos, cubiertos con arreos de guerra, dispersaban las masas indígenas y sembraban el terror y la muerte. «Los curas y misioneros esparcieron ante la fantasía vernácula», durante el proceso colonizador, «que los caballos eran de origen sagrado, ya que Santiago, el patrón de España, montaba en un potro blanco, que había ganado valiosas batallas contra los moros y judíos, con ayuda de la Divina Providencia».[14]
Las bacterias y los virus fueron los aliados más eficaces. Los europeos traían consigo, como plagas bíblicas, la viruela y el tétanos, varias enfermedades pulmonares, intestinales y venéreas, el tracoma, el tifus, la lepra, la fiebre amarilla, las caries que pudrían las bocas. La viruela fue la primera en aparecer. ¿No sería un castigo sobrenatural aquella epidemia desconocida y repugnante que encendía la fiebre y descomponía las carnes? «Ya se fueron a meter en Tlaxcala. Entonces se difundió la epidemia: tos, granos ardientes, que queman», dice un testimonio indígena, y otro: «A muchos dio muerte la pegajosa, apelmazada, dura enfermedad de granos».[15] Los indios morían como moscas; sus organismos no oponían defensas ante las enfermedades nuevas. Y los que sobrevivían quedaban debilitados e inútiles. El antropólogo brasileño Darcy Ribeiro estima[16] que más de la mitad de la población aborigen de América, Australia y las islas oceánicas murió contaminada luego del primer contacto con los hombres blancos.
«Como unos puercos hambrientos ansían el oro»
A tiros de arcabuz, golpes de espada y soplos de peste, avanzaban los implacables y escasos conquistadores de América. Lo contaron las voces de los vencidos. Después de la matanza de Cholula, Moctezuma envió nuevos emisarios al encuentro de Hernán Cortés, quien avanzó rumbo al valle de México. Los enviados regalaron a los españoles collares de oro y banderas de plumas de quetzal. Los españoles «estaban deleitándose. Como si fueran monos levantaban el oro, como que se sentaban en ademán de gusto, como que se les renovaba y se les iluminaba el corazón. Como que cierto es que eso anhelan con gran sed. Se les ensancha el cuerpo por eso, tienen hambre furiosa de eso. Como unos puercos hambrientos ansían el oro», dice el texto náhuatl preservado en el Códice Florentino. Más adelante, cuando Cortés llegó a Tenochtitlán, la espléndida capital azteca, los españoles entraron en la casa del tesoro, «y luego hicieron una gran bola de oro, y dieron fuego, encendieron, prendieron llama a todo lo que restaba, por valioso que fuera: con lo cual todo ardió. Y en cuanto al oro, los españoles lo redujeron a barras…».
Hubo guerra, y finalmente Cortés, que había perdido Tenochtitlán, la reconquistó en 1521. «Y ya no teníamos escudos, ya no teníamos macanas, y nada teníamos que comer, ya nada comimos». La ciudad, devastada, incendiada y cubierta de cadáveres, cayó. «Y toda la noche llovió sobre nosotros». La horca y el tormento no fueron suficientes: los tesoros arrebatados no colmaban nunca las exigencias de la imaginación, y durante largos años excavaron los españoles el fondo del lago de México en busca del oro y los objetos preciosos presuntamente escondidos por los indios.
Pedro de Alvarado y sus hombres se abatieron sobre Guatemala y «eran tantos los indios que mataron, que se hizo un río de sangre, que viene a ser el Olimtepeque», y también «el día se volvió colorado por la mucha sangre que hubo aquel día». Antes de la batalla decisiva, «y vístose los indios atormentados, les dijeron a los españoles que no les atormentaran más, que allí les tenían mucho oro, plata, diamantes y esmeraldas que les tenían los capitanes Nehaib Ixquín, Nehaib hecho águila y león. Y luego se dieron a los españoles y se quedaron con ellos…».[17]
Antes de que Francisco Pizarro degollara al inca Atahualpa, le arrancó un rescate en «andas de oro y plata que pesaban más de veinte mil marcos de plata fina, un millón y trescientos veintiséis mil escudos de oro finísimo…». Después se lanzó sobre el Cuzco. Sus soldados creían que estaban entrando en la Ciudad de los Césares, tan deslumbrante era la capital del Imperio incaico, pero no demoraron en salir del estupor y se pusieron a saquear el Templo