Así que, ya con muy poca paciencia, porque quería empezar a desmontar el motor, garabateé este dibujo:
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Y le solté:
—Esta es la caja. La oveja que quieres está adentro.
Me sorprendió ver cómo se iluminaba la cara de mi joven juez.
—¡Es exactamente lo que quería! ¿Crees que esta oveja necesita mucha hierba?
—¿Por qué?
—Porque donde vivo es muy pequeño.
—Te alcanzará, seguramente. Te di una oveja muy pequeña.
Inclinó la cabeza hacia el dibujo.
—No es tan pequeña como crees. ¡Mira! Se quedó dormida.
Y así fue como conocí al principito.
III
Tardé mucho en entender de dónde venía. El principito, que me hacía demasiadas preguntas, no parecía oír las mías. Ciertas palabras que decía por casualidad me iban revelando todo muy de a poco. Por ejemplo, cuando vio mi avión por primera vez (no voy a dibujar mi avión, es un dibujo demasiado complicado para mí), me preguntó:
—¿Qué es esa cosa que está ahí?
—No es una cosa. Vuela. Es un avión. Es mi avión.
Me sentí orgulloso de decirle que yo volaba. Entonces, exclamó:
—¡Cómo! ¿Caíste del cielo?
—Sí —dije con humildad.
—¡Ah!, qué extraño…
Y el principito estalló en una carcajada que me irritó mucho. Me gusta que se tomen en serio mis desventuras.
Después, agregó:
—Entonces, ¡tú también vienes del cielo! ¿De qué planeta?
En ese momento vi algo de luz dentro del misterio de su presencia, y lo interrogué bruscamente:
—¿Entonces vienes de otro planeta?
Pero no respondió. Asintió despacio mientras miraba mi avión:
—Claro que, viajando en esto, no puede ser de muy lejos.
Y se enfrascó en un ensueño que duró mucho tiempo. Luego, sacó mi oveja del bolsillo y se sumergió en la contemplación de su tesoro.
Pueden imaginarse cuánto me intrigó esa confesión a medias sobre “los otros planetas”. Me esforcé por saber más:
—¿De dónde vienes, hombrecito? ¿Dónde queda tu casa? ¿Adónde vas a llevar a mi oveja?
Me respondió luego de un silencio pensativo:
—Lo bueno de la caja que me diste es que le servirá de casa por la noche.
—Claro. Y si eres cuidadoso, te daré también una cuerda para que la ates durante el día. Y una estaca.
La propuesta pareció molestar al principito:
—¿Atarla? ¿A quién se le ocurre?
—Pero, si no está atada, puede irse a cualquier parte, puede perderse…
Y mi amigo estalló en una nueva carcajada:
—Pero ¡¿adónde podría irse?!
—A cualquier parte. Derecho, para adelante…
Entonces, el principito observó muy serio:
—No importa, ¡es todo tan diminuto donde vivo!
Y, tal vez, con un poco de melancolía, agregó:
—Derecho para adelante no llegaría muy lejos…
IV
Así fue como me enteré de una segunda cosa muy importante: ¡su planeta de origen era apenas más grande que una casa!
Eso no podía sorprenderme mucho. Sabía muy bien que, sacando los planetas grandes como la Tierra, Júpiter, Marte y Venus, a los que les hemos puesto nombre, hay cientos de otros planetas que a veces son tan minúsculos que apenas podemos verlos con un telescopio. Cuando un astrónomo descubre uno de estos, le pone un número de nombre. Lo llama, por ejemplo: “el asteroide 3251”.
Tengo serios motivos para creer que el planeta del que venía el principito es el asteroide B-612. A este asteroide lo vio una sola vez con un telescopio, en 1909, un astrónomo turco.
Organizó entonces una gran exhibición en torno a su descubrimiento en el Congreso Internacional de Astronomía. Pero nadie le creyó debido a su traje. Las personas grandes son así.
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Afortunadamente, para la reputación del asteroide B-612, un dictador turco le impuso a su pueblo, bajo pena de muerte, que se vistiera a la europea. El astrónomo volvió a montar su exhibición en 1920, vestido con un traje muy elegante. Y, aquella vez, todo el mundo le creyó.
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Si les he contado todos estos detalles sobre el asteroide B-612 y si les he confiado su número, es por las personas grandes. A las personas grandes les encantan los números. Cuando les hablamos de un amigo nuevo, jamás preguntan por lo esencial. Nunca dicen: “¿Cómo suena su voz?”, “¿Cuáles son sus juegos favoritos?”, “¿Colecciona mariposas?”. Preguntan: “¿Qué edad tiene?”, “¿Cuántos hermanos tiene?”, “¿Cuánto pesa?”, “¿Cuánto gana el padre?”. Solo entonces creen conocerlo. Si les decimos a las personas grandes: “Vi una casa hermosa de ladrillos rosas, con geranios en las ventanas y palomas en el techo…”, no logran imaginar esa casa. Hay que decirles: “Vi una casa de cien mil euros”. Entonces exclaman: “¡Qué linda!”.
Por eso, si les dijéramos: “La prueba de que el principito existió es que era divino, se reía y quería una oveja. Cuando alguien quiere una oveja, eso es prueba de que existe”, ¡se encogerían de hombros y nos tratarían como niños! Pero si les decimos: “El planeta del que venía era el asteroide B-612”, entonces se van a convencer y nos van a dejar tranquilos. Son así. No hay que enojarse con ellos. Los niños deben ser comprensivos con las personas grandes.
Pero, claro, nosotros, que entendemos la vida, ¡nos reímos de los números! Me hubiera encantado empezar este cuento al modo de los cuentos de hadas. Me hubiera gustado decir:
“Había una vez un principito que vivía en un planeta apenas más grande que él y que necesitaba un amigo…”. Para los que entienden la vida, eso hubiera parecido mucho más verdadero.
Porque no me gusta que mi libro se lea a la ligera. Me da mucha tristeza contar estos recuerdos. Hace ya seis años que se fue mi amigo con su oveja. Si trato de describirlo ahora, es para no olvidarlo. Es triste olvidar a un amigo. No todo el mundo tiene un amigo. Y puedo volverme como las personas grandes a las que solamente les interesan los números. Por eso fue que me compré una caja de lápices de colores. Es muy difícil ponerse a dibujar a mi edad, ¡sin ningún intento previo más que una boa cerrada y una boa abierta a los seis años! Mi idea, claro, es hacer retratos lo más parecidos posibles. Pero no puedo estar seguro de que me salgan bien. Un dibujo funciona y otro no se parece. También me equivoco un poco con el tamaño. En uno, el principito es demasiado grande. En otro, es demasiado chico. Dudo también sobre el color del traje. Así que voy tanteando, pruebo de distintas maneras y hago lo mejor que puedo. Me voy a equivocar