La Orden de Caín. Lena Valenti. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Lena Valenti
Издательство: Bookwire
Серия: La Orden de Caín
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9788417932190
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      —Sí —reafirmó.

      —Te ha dicho que estemos atentos.

      —Sí. ¿Dónde demonios están tus huesos ahora, Blodox?

      —En Croacia —la pelirroja se aproximó más a él hasta empezar a rozar su trasero con su entrepierna, meneando las caderas—. En Dubrovnik.

      Otro silencio, este más corto que el anterior.

      —Croacia… ¿Qué mierda haces en Croacia?

      —Pues, como ves, sigo los augurios. Y yo estoy aquí —contestó Viggo mirando fijamente la nuca que la mujer descubría para él—. Vosotros deberíais estar aquí también. Avisa a los demás. ¿Sigues en contacto con todos?

      —Sí. El único que desertó fuiste tú.

      En ese tono aún había resquemor y muy poca comprensión.

      —Bien, porque esto, a diferencia de mi vida, Daven —replicó Viggo—, sí concierne a la Orden. Es probable que sea lo más importante que haya en nuestra existencia desde que despertamos. Espabilad porque el cerco acaba de abrirse y sabéis lo que va a pasar a continuación…

      —Sangre.

      —Exacto.

      —En breve nos vemos.

      Daven colgó sin un «adiós», ni un «hasta luego». Frío, cortante y conciso como había sido su conversación. Viggo guardó su móvil en su abrigo corto negro, que le llegaba por el muslo, con las solapas del cuello levantadas y el cierre de botones y apartó a la mujer de su entrepierna, con un ademán educado pero muy severo.

      —Oye, guapo… ¿no quieres invitarme a una copa?

      Viggo ni siquiera parpadeó. Ella lucía embriagada y con los ojos rojos y el rímel un poco corrido. Sería hermosa más al natural y no pintada como una puerta. Y las tetas estaban a punto de salirse de su escote.

      —No. No quiero invitarte a una copa.

      —¿Y quieres invitarme a… —le acarició la barbilla con su indice— tu casa, tal vez?

      Viggo la tomó de la muñeca suavemente y tironeó levemente de su cuerpo para acercar sus labios a su oído.

      —No te voy a invitar a mi casa —con el mismo tono aburrido le ordenó—: Ahora ve al baño, bájate las bragas —usó su tono natural e hipnótico para someter la mente de esa hembra—, ábrete bien de piernas y acaríciate tantas veces como desees hasta que tu deseo haya desaparecido. Y luego vuelve con tus amigas. No te acordarás de mí después.

      Apartó de nuevo a la chica, pero esta iba tan borracha que trastabilló, aunque no cayó al suelo. Lo miró con los labios entreabiertos y las mejillas sonrosadas. Parecía mucho más caliente que antes. Pero su orden surtió efecto. La joven desaparecía entre la multitud en dirección al baño.

      Viggo se fue de ahí rápidamente, dejando el olor a alcohol y la música excesivamente alta tras él, con el Take you dancing de Jason Derulo que lo acompañó a cada paso hasta la calle y un objetivo entre ceja y ceja: seguir aquello que había atravesado el cerco antes de que se cruzara en su camino hombres mucho menos agradables de lo que podía llegar a ser él.

      El baile acababa de empezar.

      Kanfanar, Croacia

      Quedaban diez minutos para llegar. Erin no podía dejar de mirar el paisaje que el trayecto en tren cincelaba de esa península en forma de corazón. Con razón aquel lugar había inspirado a tantos escritores, como Julio Verne, para crear sus espléndidas obras literarias dotadas de paisajes fantásticos y playas con cantidad de calas insondables que disfrutaban de una comunión mágica con el Mar Adriático. Istria no era propiedad solo de un país. Obviamente, las grandes bellezas eran codiciadas por muchos y por ello a Istria la poseían tres países más. Una parte, la Norte, se compartía con Eslovenia, otra pequeña parcela era de Italia, y por supuesto, todo lo demás estaba atada a Croacia. Rovinj justamente se encontraba en el puerto pesquero, en la Costa Oeste. Pero no irían allí hasta el día siguiente. Eran las diez de la noche y querían cenar tranquilas y descansar en un hotel que estuviera a tiro de piedra de esa estación. Por eso se hospedarían por esa noche en Villa Valentina a cuatrocientos metros de la estación.

      Haber hecho ese viaje en tren con sus hermanas desde España había sido, al principio, un tanto complicado, por la logística, claro. Pero les había dado unos días para visitar partes de Europa que no conocían. Por sus trabajos y sus distintas ocupaciones, tomarse esas dos semanas de vacaciones fueron difíciles de cuadrar. Pero la muerte de su madre no merecía ninguna excusa. De todas las fuerzas posibles, esa era la mayor. Así que ahí estaban, en la última parada de su viaje.

      El tren se había detenido finalmente. En nada abrirían las compuertas. Erin estaba parapetada la primera, admirando el exterior de la andana de Kanfanar con ojos analíticos. La verdad era que, después del espléndido paisaje que les había acompañado durante todo el trayecto, Kanfanar parecía ser el más inhóspito de Croacia. La estación era un edificio de dos plantas que recordaba a las películas del Oeste. De ladrillo blanco y desgastado, ventanas con marcos verdes de madera y tejados de ladrillo rojizo, parecía abandonado un poco a su suerte.

      —Y las cuatro chicas bajaron del tren y se encontraron con un recibimiento hostil —recitó Alba añadiendo teatralidad a sus gestos, mientras apoyaba la barbilla en el hombro de Erin—. Fueron las únicas cuyo trayecto se detenía en la apartada y triste estación de Kanfanar, un lugar que incluso los fantasmas habían olvidado visitar.

      Erin alzó la comisura del labio y contestó:

      —Si hasta tienes más talento que yo.

      Alba se colocó su gorrito de lana de una marca que ni siquiera Erin conocía, pero que seguro era carísima, y añadió:

      —Pídeme ayuda cuando la necesites —continuó bromeando.

      —Lo haré —contestó—. Espero que el señor de la Villa nos esté esperando con el coche tal y como acordamos.

      —Seguro que sí. Hasta ahora Astrid lo ha preparado todo a pedir de boca. Es muy controladora nuestra pequeña.

      Ambas hermanas miraron a las dos más pequeñas que se metían la una con la otra como si fueran crías. Astrid le pellizcaba las nalgas a Cami en cuanto se daba la vuelta y se moría de la risa al ver cómo la otra daba saltitos y gritaba molesta.

      Cuando las puertas se abrieron, las cuatro bajaron una tras otra, con sus maletas a cuestas. Y casi fueron las únicas en pisar aquel lugar. También era el destino de un hombre y de una mujer de dos vagones más hacia delante.

      Erin observó las mesas blancas con sillas negras dispuestas más allá de la cubierta del tejado que formaban parte de la cafetería de la estación, que obviamente estaba vacía. En uno de los bancos verdes, una mujer mayor vestida con ropas oscuras masticaba algo de un modo muy enérgico, posiblemente por la dentadura que le bailaba demasiado.

      —Joder —silbó Astrid observando el panorama—. El fin del mundo.

      —Anda, mira —dijo Cami con su aspecto dulce y risueño iluminado por la apática cafetería—. Seguro que ahí hacen cosas caseras…

      —Ni se te ocurra pedir nada ahí —replicó Erin—. A saber qué cocinan… podrían ser cadáveres.

      —Tu cabeza está enferma —contestó Cami sonriente.

      —Además, tenemos la cena lista en la Villa. Salgamos de aquí que debe haber un coche esperándonos afuera.

      —Sí, por favor, tengo hambre —Alba alzó la mano y se tocó el vientre plano.

      —Pero si tú no comes —espetó Astrid con una mezcla de amor y odio—. Solo haces sentadillas.

      —Deberías hacerlas, querida