En 1614 concertó el paso Camino del Calvario, hoy conservado en el Museo Nacional de Escultura, en el que fija el modelo de lo que será la escena a partir de este momento. Prima el carácter de la representación, destinado a impactar en las gentes de la calle, que admiran y meditan al paso de la procesión; la novedad radica en la multiplicación de las figuras en aras de una mayor teatralidad para conmover a los fieles. Los gestos de los sayones están potenciados para aumentar el sufrimiento de Cristo, y también con la finalidad de caricaturizarlos. Martín González llamaba la atención sobre el Cirineo, un hombre vestido a la moda campesina —decía—, y que toma la cruz de Cristo con sus robustos y voluntariosos brazos[131].
La etapa se cierra con una obra magistral, el Cristo yacente del Pardo que realiza entre 1614 y 1615 por encargo de Felipe III, quien lo regaló al convento de Capuchinos (Fig.2). Al ser una pieza destinada en principio a la sola contemplación de la familia real, se entiende la calidad que presenta. El cuerpo desnudo de Cristo se ha tallado de forma conjunta con el lecho. En la cabeza se plasma un patetismo extremo, de angustiosa evidencia cadavérica, con los ojos de cristal entreabiertos y la boca también abierta, mostrando los dientes de marfil. Los mechones del pelo se disponen de forma ondulante sobre la almohada. La obra conlleva además un estudio anatómico perfecto, si bien la evidente estrechez de los hombros responde a un recurso sin duda voluntario dada la obligada visión lateral que eligió para acercar más la cabeza al espectador. La encarnación es mate, muy fina, y hay poca sangre, la propia de las heridas de manos, pies y costado. Para Ricardo de Orueta, “en los yacentes […] se acaban las atenuaciones de expresión y los matices. Estas estatuas no expresan más que una cosa: muerte”[132]. La veneración de este Yacente dará lugar a los encargos que ejecuta durante el siguiente período, destinados a los conventos de la Encarnación y de San Plácido, en Madrid, ambos fechables entre 1620 y 1625.
Fernández ha dejado atrás el manierismo en favor de un claro naturalismo con el que abre el tercer período de su producción (1616-1620), y se pone de manifiesto en el paso de la Piedad que realiza en 1616 para la Cofradía de las Angustias, hoy en el Museo Nacional de Escultura (Fig.15). Destaca la Piedad en sí, propia de la iconografía del maestro y de una exultante sobriedad castellana. A ambos lados se disponen los dos ladrones, que son al mismo tiempo una espléndida lección de anatomía y también de comprensión sociológica de los personajes: desesperación (Gestas) y bondad (Dimas). Se trata de un tema que evoluciona desde Juan de Juni, aunque el tipo arranca del gótico alemán, y a través de Flandes llega a España a mediados del siglo XV[133]. Los elementos que definen su representación son dos: la Virgen con los brazos levantados, y la incrustación del cuerpo exánime de su Hijo en el regazo, que llega a parecer que está colgado de su pierna derecha. El modelo más cercano para Fernández fue el que hizo Francisco Rincón para la fachada de las Angustias en Valladolid (1605). Y como hábil maestro que es, dará lugar a una gran variedad de formas a la hora de representar la Piedad, con el cuerpo de Cristo a izquierda o derecha mientras que la Virgen puede levantar dos brazos o uno solo. Será también un modelo muy copiado.
Fig. 15. Gregorio Fernández, Paso de la Piedad (detalle), 1616. Valladolid, Museo Nacional de Escultura, realizado para la Cofradía de las Angustias.
Dentro del ciclo de la Pasión, Fernández ultima en este período el tema de Cristo atado a la columna, que ya había nacido en la etapa anterior. Tenemos un ejemplo singular en la vallisoletana iglesia penitencial de la Vera Cruz, que ya estaba hecho en 1619 dentro del paso del Azotamiento que contrató para la cofradía[134]. El tema de la Flagelación, tan reclamado para las escenas de la Pasión, se acomete con las manos de Cristo atadas a una columna, cuya forma varía. Durante el siglo XVI fue habitual la columna alta, a diferencia de lo que vulgariza Gregorio Fernández, la columna baja, derivada de la que existía en la iglesia romana de Santa Práxedes, y que pudo conocer a través de algún grabado o por medio de algún sermón[135]. En el ejemplo citado, el verismo con el que fueron ejecutadas las llagas de la espalda hizo que estas se convirtieran en un motivo de veneración.
Otro de los tipos escultóricos que se definen ahora es el de la Inmaculada, a lo que contribuyen los encargos de los conventos franciscanos. Al igual que los anteriores, también será uno de los temas de mayor popularidad de Gregorio Fernández ante el fervor inmaculista existente en España[136], que pide imágenes para el culto. La serie de representaciones de este tema nos muestra a una Virgen con el rostro juvenil, cuyos largos cabellos caen por ambos lados y por la espalda, dispuestos de forma simétrica, jugando además con su ondulación. Las manos se disponen plegadas, orantes, dentro del quietismo y recogimiento que caracteriza su representación, y que es ejemplo de modestia y candor. La imagen apoya sobre un trono de ángeles o sobre la figura del dragón, símbolo del demonio vencido. Y en torno a ella, una aureola de rayos que contribuyen al efecto de conjunto, además de los plegados con los que van dotados el manto y la túnica de María. Destaquemos la belleza con la que ejecuta la Inmaculada destinada a la iglesia salmantina de la Vera Cruz, encargada en 1620. No obstante, el tipo ya lo había empezado a trabajar desde los inicios de su carrera, como así lo demuestra la Inmaculada del convento de Santa Clara de Palencia, de hacia 1610[137].
A esta primera etapa corresponde también el Nazareno conservado en la iglesia de Santa Nonia, en León, que se le atribuye, y que el escultor habría entregado hacia los últimos años de la década de 1610, y estaría en relación con el Nazareno, no conservado, que hizo para el citado paso del Camino del Calvario[138].
En el arco temporal comprendido entre 1621 y 1625, Gregorio Fernández se afianza en el naturalismo. El taller registra ya una creciente actividad, con un amplio abanico tanto de clientela como de producción escultórica, con presencia en el País Vasco —a donde había llegado a instancias de los franciscanos—. Una obra admirada de este momento es la Sagrada Familia de la vallisoletana iglesia de San Lorenzo (1620), siguiendo la línea que ya iniciara en el citado conjunto del monasterio de Valbuena. Fue un encargo de la Cofradía de San José, que tenía el cometido de velar por los niños expósitos. En 1624 trabaja en el relieve del Bautismo de Cristo destinado al convento del Carmen Descalzo de Valladolid, y al que ya nos hemos referido (Fig.1). El maestro alcanza su plenitud, haciendo el más perfecto de sus relieves, a juicio de Martín González, para quien “se dan armónica cita el culto al desnudo, la potencia de los ropajes, la unción del tema, la monumentalidad de los personajes, junto a un virtuosismo nada excesivo”. Continúa asimismo su actividad para las cofradías penitenciales, y en plena culminación de su carrera contrata el paso del Descendimiento (1623) para la vallisoletana iglesia penitencial de la Vera Cruz, un verdadero alarde de composición dentro del género[139].
En esta etapa ejecuta dos de las obras más hermosas de su producción, el Ecce-Homo del Museo Diocesano y Catedralicio de Valladolid (hacia 1621) (Fig.4), y el Crucifijo de la iglesia del convento de monjas Benedictinas que se alza en San Pedro de las Dueñas (León), una obra fechada entre 1620 y 1625. En ambos casos, el maestro continúa trabajando en los tipos iconográficos. En el Ecce-Homo, Cristo se representa de pie, en el instante en que es presentado al pueblo por parte de Pilatos y tras haber sufrido la flagelación. En la composición de la pieza es clara la referencia al Doríforo de Policleto, lo que subraya aún más el intencionado equilibrio con el que ha sido concebida. Destaca el conocimiento anatómico del escultor, que hace un verdadero estudio, y su capacidad para situarla en el espacio con el enriquecimiento de puntos de visión al que da lugar el atemperado movimiento con el que se dota. Como ya veíamos, el paño de pureza es de tela de lino encolada; fue retirado durante la restauración, lo que permitió ver plenamente que se trata de un cuerpo desnudo y comprobar que Gregorio Fernández se recrea en la belleza del mismo. Recordemos que la obra fue concebida para ser vista con el perizoma, y nunca en su plena desnudez. Lo mismo ocurre con el Santo Ángel de hacia 1611 conservado en el Museo Diocesano y Catedralicio de Valladolid; con el Cristo del paso del Descendimiento perteneciente a la vallisoletana iglesia penitencial de la Vera Cruz, contratado en 1623;