Lengua materna. Suzette Haden Elgin. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Suzette Haden Elgin
Издательство: Bookwire
Серия: Lengua materna
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9788418431036
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entonces, Michaela siempre parecía interesada. No tenía que responderle, porque él no deseaba entablar conversación: solo quería que lo escucharan, que le prestaran atención; pero cuando ella respondía, su voz nunca llevaba aquel deje de impaciencia y aburrimiento que tanto le irritaba en los demás.

      Michaela escuchaba. Y se reía en los momentos que él consideraba graciosos. Y sus ojos brillaban en los momentos en que él pretendía construir tensión. Y nunca, ni una vez en tres años de matrimonio, le había dicho: «¿Podrías ir al grano, por favor?». Ni en una sola ocasión. De vez en cuando, antes de que él hubiera inventado una nueva historia, o cuando solo hacía comentarios tontos sobre la jornada y no había tenido tiempo de inventar historias al respecto, Ned se daba cuenta de que tal vez se había salido un poco del tema, o había dicho alguna cosa más de una vez, pero Michaela nunca mostraba ningún signo de cansancio. Se colgaba de sus palabras. Como él quería que los demás se colgaran, no por obligación, sino con gusto. Esa era la diferencia. Podría haberle pagado a cualquier mujer para que lo oyera por obligación, a tantos créditos la hora, claro. Pero se notaría. Se notaría que solo escuchaba por el dinero, como si tuviera un contador en marcha. No sería lo mismo. ¿Un penique por sus pensamientos, señor Landry? Claro…

      Michaela era diferente, era una mujer con auténtica clase, y no había nada obligatorio en la atención que le proporcionaba. Era una atención cuidadosa, intensa, total; no era por compromiso. Y lo alimentaba. Cuando terminaba de hablar con Michaela, en las últimas horas de la tarde, se hallaba en un estado de excitación que borraba los desaires que sufría de los demás, como si nunca hubieran sucedido. En ese momento, Ned creía que realmente era uno de esos oradores irresistibles, uno de esos hombres con los que cualquiera pensaría que es un privilegio sentarse y escucharlo durante horas, como le parecía que debería ser. Sabía que sus historias eran tan buenas como las de cualquiera; demonios, sabía que eran mejores. ¡Muchísimo mejores! La gente era estúpida, eso era todo; y Michaela lo dejaba claro.

      Eso fue precisamente lo que la llegada del bebé le estropeó. Habría soportado todo lo demás. Que Michaela pareciera cansada por la mañana en vez de mostrar su habitual perfección era molesto; ver que su atención se desviaba mientras hacían el amor porque el bebé lloraba era irritante; tuvo que decirle que se ocupara de los jarrones de las flores dos veces, y en una ocasión, dejó que se agotara su reserva de whisky. Aquello le molestó, ya que lo único que Michaela tenía que hacer era pulsar un botón del comset para que el reparto se lo llevara. Pero, aun así, lo habría soportado.

      Comprendía todas estas cosas. Era su primer bebé, y ella no dormía todo lo necesario; Ned era un hombre razonable, y lo entendía. Ella tenía que hacer muchas cosas a las que no estaba habituada, y era difícil, claro. Todo el mundo sabía que había que mimar a las nuevas madres, del mismo modo que hay que mimar a las mujeres embarazadas. Él estaba dispuesto. Confiaba en que ella se recuperaría y volvería a la normalidad en un mes o dos, y no le importaba concederle todo el tiempo que necesitara. No sentía ningún respeto hacia los hombres que no trataban bien a las mujeres, y él no era de ese tipo.

      ¡Pero nunca le entró en la cabeza que el bebé también interfiriera en sus charlas con Michaela! Jesús, de haberlo sabido la habría esterilizado antes de casarse con ella. Tenía hermanos que sacarían adelante la línea familiar, y multitud de sobrinos que adoptar a una edad adecuada si quería que alguien desempeñara el papel de «hijo» bajo su techo.

      Apenas empezaba a contarle cómo ese maldito técnico gilipollas había aparecido con un nuevo cambio en los procedimientos, solo un par de frases, cuando el jodido bebé comenzaba a lloriquear. Estaba en un punto de una historia que empezaba a quedar perfecta, una que contaba desde hacía tiempo pero que ahora empezaba a tomar forma, un punto en el que era crucial no perderse ni una sola de las palabras que decía, ¡y el jodido bebé se ponía a llorar!

      Sucedía una y otra vez. Y no había ninguna diferencia entre ordenarle a Michaela que hiciera callar al mocoso u ordenarle que lo dejara llorar, en cualquier caso, aunque, por supuesto, ella hacía exactamente lo que él le decía, ya no conseguía captar su atención. Ella no le escuchaba, no de verdad; su mente se hallaba con aquel pequeño tirano llorón. Nunca había considerado aquella posibilidad, algo que nadie le había advertido nunca, algo para lo que no estaba preparado. Ned no estaba dispuesto a tolerarlo. ¡Oh, no! La atención de Michaela era un factor importante en su bienestar, y por Dios que iba a tenerla. No lo pondría en riesgo.

      El hecho de que pudiera cobrar una bonificación de diez mil créditos por el niño al ofrecerlo, más un porcentaje garantizado si funcionaba —cobraría el dinero trimestralmente durante el resto de su vida, ojo—, fue un agradable añadido. Había cosas que quería comprar, y los diez mil irían muy bien. No le importaría. Podría permitirse el lujo de comprar algo bonito para Michaela, ya que, en cierto sentido, también era su hijo. Pero habría ofrecido voluntario al cabroncete a Trabajo Gubernamental aunque hubiera tenido que pagarles en vez de recibir una bonificación, porque no estaba dispuesto a dejar que una criatura que no pesaba ni seis kilos y ni siquiera tenía aún dientes destrozara su vida. No señor. Esta era su casa, y pagaba por ella, por todo lo que había dentro y por su mantenimiento, y por Dios que tendría una esposa como había especificado. Todo aquel que lo dudara solo tenía que echar un vistazo a su historial.

      También estaba el atractivo de que su hijo fuera el primero en descifrar un lenguaje no humanoide, eso estaría muy bien. No veía ninguna razón para que no ocurriera; iba a suceder en algún momento, ¿por qué no lo lograría su hijo? Tenía sentido. Y podía imaginar cómo se sentiría al ser el responsable de haber roto por fin el yugo que los jodidos lingos tenían sobre los contribuyentes de este país. ¡Por Dios, sería magnífico! De ser así, la gente consideraría su conversación de oro. Desde luego. Si sucedía, Ned le cogería el gusto.

      Por supuesto, no le cuentas a una mujer que vas a hacer algo que la molestaría. Las cosas se hacen y ya está; después, se dicen. De inmediato, para acabar pronto con sus quejas y todas las tonterías. O se espera el mayor tiempo posible, para no tener que soportarlas. Depende. Esta era una de las ocasiones en que había que hacerlo al momento, ya que Ned no podía ofrecer una explicación plausible para que el bebé no estuviera allí cuando Michaela regresara de la fiesta en casa de su hermana, a la que le había permitido asistir.

      Ella se sorprendió cuando le dijo que podía ir. No era propio de él. No aprobaba que estuviera fuera de casa de noche sin él, en especial ahora que era tan importante para ella recuperar fuerzas para regresar a su trabajo matutino en el hospital. El dinero que ganaba como enfermera le resultaba útil, pues iba a una cuenta especial para la que tenía grandes planes, y las semanas en que no recibía ningún crédito por los servicios de ella lo irritaban. No le gustaba perder ese dinero.

      Pero, en esta ocasión, la fiesta fue un golpe de suerte, y Ned hizo un buen trabajo al decirle que se merecía un poco de diversión, y que incluso podía quedarse hasta medianoche si quería. Aquello le dio el tiempo suficiente para que el tipo de T. G. trajera los papeles para que los firmara —y recibiera aquella hermosa transferencia de dinero—, y para que Ned entregara al bebé junto con toda su ropa, juguetes y demás. Tuvo especial cuidado en que no quedara nada que recordara a Michaela al niño, aunque aquello significó tener que subir y revisar la habitación personalmente, y era alérgico al spray no tóxico que usaban allí, que le hacía toser, atragantarse e hincharse como un sapo. Pero quería asegurarse de que todas las cosas del bebé desaparecieran.

      Sospechaba que Michaela guardaba una holografía del bebé en alguna parte de su persona, tal vez en el camafeo que llevaba todo el tiempo, y tendría que encargarse de aquello cuando estuviera dormida. No tenía sentido montar una escena al respecto y alterarla, esa no era la manera de tratar a una mujer. A excepción del holograma, no había nada más. Los archivos y las copias de seguridad que necesitaba si Trabajo Gubernamental trataba alguna vez de echarse atrás estaban en sus ordenadores, en el ordenador de su contable y en la caja fuerte de su abogado. No había nada que ella pudiera ver u oler. Lo había dispuesto todo como si nunca hubiera habido un bebé. Y nunca debería haberlo de nuevo. Era culpable de la mala planificación al no prever aquello; estaba dispuesto a admitirlo. Habría evitado todas aquellas molestias si lo hubiera pensado un poco.

      Y