Se había enamorado de él un día que él entró en la tienda buscando unas copas de cristal. Daisy, con sus veinticuatro años, su corazón lleno de romanticismo y su sencillez, había quedado atrapada inmediatamente por su aspecto, encanto y maneras. Cualidades que compensaban su falta de estatura. Era sólo unos centímetros más alto que Daisy. Vestía bien, aunque llevaba el cabello demasiado largo. Algunas veces, cuando Daisy permitía que la sensatez se impusiera sobre el romanticismo, pensaba para ella que le desagradaba que llevara el pelo así, pero estaba demasiado enamorada para decírselo a él.
Era un hombre presumido y esa presunción le había hecho invitarla a cenar. A eso le siguieron otras citas. Él, nuevo allí, había sido enviado desde Londres para supervisar algo que nunca explicó muy bien a Daisy. Ésta imaginó que ocuparía un importante cargo en la capital.
Daisy ayudaba a su padre en la tienda, pero tenía mucha libertad de horario. De manera que pudo enseñarle la ciudad y los alrededores con toda comodidad. El aparente interés del hombre, la había animado a llevarlo a visitar los museos locales, las iglesias y el centro histórico de la ciudad. Él se había aburrido terriblemente, pero el evidente deseo de ella por agradarlo había sido un aliciente para su ego.
Muchas tardes, la invitaba a tomar el té y la obsequiaba con una charla brillante donde no faltaba alguna que otra explicación sobre su importante trabajo. Ella lo escuchaba atentamente y se reía de sus chistes.
Aunque Desmond no la estimaba especialmente, tampoco le molestaba verla. Le servía de distracción en aquella ciudad aburrida después de la vida que había llevado en Londres. Para él era un pasatiempo hasta que llegara la chica deseada, que debería estar dotada, a ser posible, de dinero y belleza. Y de un buen ropero también. La ropa de Daisy no era para él más que un motivo secreto de burla.
No fue a buscarla aquella noche. Daisy trató de ahogar su malestar limpiando una cubertería de plata que su padre había comprado aquel mismo día. Estaba muy gastada por el uso y los años, pero Daisy pensó que sería delicioso comer con ella. Terminó de dar brillo a la última cuchara y la puso con el resto en su bolsa de terciopelo. Luego, la colocó en el armario donde se colocaban las piezas de plata y lo cerró con llave. Una vez en la planta de arriba, fue a la cocina para tomar un vaso de leche antes de irse a la cama.
En ese momento, sonó el teléfono.
Era Desmond. Se mostró muy animado y, al parecer, estaba arrepentido por la discusión del último día.
–Tengo una sorpresa para ti, Daisy. Habrá un baile en el hotel Palace el sábado por la noche. Me han invitado y tengo que llevar pareja… dime que vendrás, cariño. Es muy importante para mí. Habrá algunos conocidos y es una buena oportunidad para que…
Daisy no dijo nada.
–Va a ser un gran acontecimiento. Necesitarás un vestido bonito… algo original que llame la atención. Quizá un vestido rojo…
Daisy tragó saliva, excitada.
–Me parece estupendo. Me gustaría ir contigo, sí. ¿Hasta qué hora durará?
–Lo normal, me imagino. Hasta las dos. Prometo llevarte a casa no muy tarde.
Daisy, que si hacía una promesa, la cumplía siempre, lo creyó.
–Estaré muy ocupado el resto de la semana, así que no te veré hasta el sábado. Estáte preparada para las ocho.
Después de que Desmond colgara, ella se quedó inmóvil unos segundos, saboreando su felicidad y planeando comprar un vestido para la ocasión. Su padre le daba un sueldo por estar en la tienda y ella lo ahorraba casi todo… Fue a ver a su madre para contárselo.
Había muy pocas boutiques en la ciudad, pero como su padre no tenía coche y los horarios de autobuses se habían reducido al terminar la temporada veraniega, Totnes y Plymouth quedaban eliminados. Daisy visitó cada una de las tiendas de ropa de la calle principal y, afortunadamente, encontró un vestido. Era de color rojo y de un estilo al que no estaba muy acostumbrada, pero Desmond quería que fuera rojo…
Lo llevó a casa y se lo probó de nuevo… Al hacerlo, pensó que no debería habérselo comprado. Era demasiado corto y más bien provocativo. Cuando se lo enseñó a su madre, pudo ver que la mujer pensaba lo mismo, pero la señora Gillard la quería mucho y su único deseo era que su hija fuese feliz. Pensó que el vestido serviría sólo para aquella noche y rezó en silencio para que Desmond, que le desagradaba profundamente, fuera enviado por su empresa a la otra parte del mundo.
Llegó el sábado y Daisy, loca de alegría, se vistió para el baile. Se maquilló cuidadosamente y se recogió el cabello en un moño mucho más apropiado para una profesora que para aquel vestido rojo. Luego, fue abajo a esperar a Desmond.
La tuvo esperando diez minutos, por los que no se disculpó. Los padres lo saludaron educadamente, a pesar de que hubieran preferido que Daisy se hubiera enamorado de cualquier otro hombre. Desmond se quedó mirando el vestido.
–Me parece muy bien –le dijo en tono ligero. Luego, frunció el ceño–. Eso sí, el peinado te está fatal, pero es muy tarde para hacer nada ya…
Había mucha gente en el hotel, esperando a que empezara la cena. Algunas personas se acercaron a saludar a Desmond. Cuando éste la presentó, sus amigos la saludaron secamente y después la ignoraron, pero a ella no le importó. Se quedó en silencio escuchando a Desmond, que era un conversador inteligente y sabía cómo mantener el interés de los que lo escuchaban. Daisy pudo darse cuenta de que los tenía encantados a todos.
Después de unos momentos, pasaron al salón, parándose de vez en cuando a saludar a algún conocido de Desmond. Algunas veces, ni siquiera se molestaba en presentarla. Cuando finalmente se sentaron en el restaurante, formaban un grupo de ocho y Desmond dominaba la conversación, en la que no hizo ningún intento de incluir a Daisy. Un hombre joven que estaba sentado a su lado, le preguntó a ella que con quién había ido.
–¿Ha venido con Des? No es el tipo de mujer con la que él suele salir. El pícaro quiere llamar la atención del huésped de honor, un hombre importante y muy estricto. Opina que todo hombre joven debería tener una mujer agradable y un montón de hijos, cuantos más mejor. Y usted da esa imagen, si me permite que se lo diga.
Daisy lo miró con frialdad, reprimiendo el deseo de darle una bofetada. En lugar de ello, siguió comiendo nerviosamente. Si no hubiera sido porque Desmond estaba a su lado, se habría marchado en ese preciso instante. Pero se acordó de lo que su novio le había dicho sobre la importancia de la fiesta y todo eso…
Daisy se pasó toda la cena tratando de ignorar al hombre que tenía a la izquierda y deseando que Desmond hablara con ella. Pero éste estaba totalmente concentrado en la conversación que mantenía con una elegante mujer sentada a su derecha, y cuando no, se ponía a charlar con los demás. Quizá todo iría mejor cuando comenzara el baile…
Pero no fue así. La sacó a bailar al principio, pero pronto comenzó a excusarse con ella porque tenía que dejarla sola.
–Tengo que hablar con algunas personas cuando termine la canción. No tardaré mucho. Además, seguro que te sacan a bailar, lo haces muy bien. Pero tienes que fingir que lo estás pasando estupendamente. Sé que va a ser un poco difícil, pero no dejes que te intimiden.
El hombre saludó a alguien que estaba al otro lado de la pista.
–Ahora tengo que dejarte, pero luego volveré –le aseguró.
La dejó sola entre una estatua enorme que sujetaba una lámpara y un pedestal que soportaba una cesta con flores.
El salón de baile se abría por un lado al corredor que conducía al restaurante. En él había dos hombres que paseaban hacia un lado y hacia otro, parándose de vez en cuando a mirar a las parejas que bailaban mientras charlaban tranquilamente. De repente, se dieron la mano y el de más edad se marchó, dejando a su compañero solo. El hombre se fijó en el vestido rojo de Daisy. Se quedó mirándola unos minutos y decidió que