¿Y de dónde sacaría Gage esta idea? Al menos en parte de La Sorcière, de Jules Michelet, obra que cita múltiples veces en los pies de nota de su libro.
A pesar de que el texto de Gage tuvo una influencia enorme sobre el advenimiento del feminismo americano, hemos de recalcar que, como sucedió con La Sorcière, hay muchísimas inexactitudes. Sabemos que muchos de los hombres y las mujeres que fueron condenados a morir durante la caza de brujas probablemente eran de clase baja y carecían de estudios, y seguramente tampoco se contaban entre el grupo de «personalidades profundamente científicas» que ella había considerado. Gage también es responsable de haber extendido el rumor, ahora ya desacreditado, que dice que más de nueve millones de brujas fueron condenadas a morir en Europa: los eruditos han valorado la cifra entre cincuenta mil y doscientas mil personas.
De todos modos, la nueva composición de lugar que Matilda Joslyn Gage hizo de las cazas de brujas despertó la imaginación de muchos de sus lectores, incluido el de su yerno. Si no hubiera sido por ella, L. Frank Baum nunca habría ideado el concepto de la bruja buena.
En resumen, las huellas feministas de Gage están por todo el reino de Oz, y su legado de brujas buenas sigue siendo vital hasta el día de hoy. Como afirma Kristen J. Sollée en su libro Witches, Sluts, Feminists: Conjuring the Sex Positive, «Gage afirmó que su práctica espiritual era reclamar lo femenino divino, y fue la primera sufragista conocida que reclamó la palabra “bruja” […]. Sin Gage, las brujas todavía serían vistas solo como seres malvados en la cultura popular».
Podría decirse que Matilda Joslyn Gage fue la Glinda original.
En 1939, casi cuarenta años después de que se publicara el libro de Baum, la MGM produjo la película El mago de Oz, y la pregunta que Glinda hace a Dorothy, «¿Tú eres una bruja buena o una bruja mala?», nos acompaña desde entonces. La película se convirtió en un clásico por muy diversas razones, pero lo que sí hay que decir es que inoculó la idea de la bruja buena de Baum en la cultura de masas. Además abrió la puerta para que a partir de entonces entraran otras brujas de ficción glamurosas, como, por ejemplo, Jennifer, interpretada por Veronica Lake en la película de 1942, Me casé con una bruja; Gillian Holroyd, interpretada por Kim Novak en la película de 1952, Me enamoré de una bruja, y Samantha Stephens, interpretada por Elizabeth Montgomery, en la serie de televisión emitida por ABC durante la década de 1960, Embrujada. Si Michelet, Gage y Baum ayudaron a sacar a la bruja de las sombras, Hollywood las situó directamente bajo los focos.
La versión que dio la MGM de Glinda se convirtió en la plantilla para moldear a esas brujas de la pantalla que no solo eran buenas, sino que además eran hermosas y estilosas. Billy Burke fue quien la interpretó tanto en el cine como en el teatro, la estrella que además era la esposa del legendario productor de Broadway Florenz Ziegfield Jr., conocido por ser el creador de Ziegfield Follies. Hay que decir que Burke tenía cincuenta y cuatro años cuando rodó El mago de Oz, casi veinte menos que Margaret Hamilton, que interpretó a esa bruja repulsiva llamada la Bruja Malvada del Oeste.
En la película, Glinda y la innombrable Bruja Malvada son pura dicotomía: Glinda es una fantasía viviente, extática, como una estrella, a medio camino entre un hada y un flamenco. Su método preferido de transporte es la flotación, y cuando aparece en el interior de una burbuja de jabón reluciente, todo trinos y volantes, ya sabemos de entrada que es un ser bondadoso. Lleva un cetro de estrellas y una corona que evoca a María, la Reina de los Cielos. Glinda es poco menos que una santa. Celestial, aérea y un poco puesta en lo que se refiere a la elocución, es juvenil y resplandeciente. Es más, encarna al personaje de la madre, la guardiana, la dadora. Es la bondad en todo su esplendor.
La Bruja Malvada del Oeste es diametralmente opuesta. Angulosa y vestida de negro, nos saluda con una cacofonía de chillidos y graznidos. Es una mujer inflamada, una criatura del fuego y del deseo, con su risa libidinosa y su deseo ferviente por conseguir los zapatos rojos. No se mueve como si flotara, sino que más bien vuela; hacia delante, como una flecha, con la escoba entre las piernas y dejando un reguero de humo tras de sí. Es un ascua viviente, toda ella libertad, velocidad y combustión. Incluso al inicio de la película, disfrazada de su doble, la mezquina señorita Gulch, va en bicicleta (una actividad bastante independiente para una mujer de los años 1930). A diferencia de su opuesto contrincante, vestida con tonos rosa y herméticamente sellada, esta bruja siente el aire en la piel mientras pedalea. Pero además es un personaje ctónico, reina de un inframundo opuesto, que vive en un castillo gris situado en lo alto de una cadena montañosa escarpada. La piel de la Bruja Malvada es de un verde espeluznante, que nos evoca cosas como el veneno, la envidia y las epidemias. Su palidez de guisante y la paleta de colores que en general ostenta nos dice que es la nauseabunda emisaria de la muerte.
Es curioso, pero el personaje de la Bruja Malvada del Oeste representó toda una amenaza para la actriz que lo interpretó. El maquillaje verde contenía cobre y, como dice la Wikipedia sobre Oz, este elemento «era potencialmente tóxico» y solo podía quitarse con alcohol, mediante un proceso muy doloroso, ya que el antiséptico escocía mucho. A Hamilton le resultaba muy difícil comer con el disfraz puesto, y tenía que ingerir primordialmente líquidos, o si tomaba alimentos sólidos debía troceárselos una ayudante de producción. Según distintas fuentes, la piel de Hamilton se tiñó de verde, y esa coloración le duró varias semanas incluso después de que la filmación hubiera terminado. Y un acontecimiento incluso más desgarrador fue el hecho de que se prendió fuego a su disfraz mientras ella estaba rodando la escena de Munchkindland, y la actriz terminó con quemaduras en el rostro y en la mano derecha. Tuvo que faltar dos meses al rodaje para poder recuperarse. Como suele sucederles a las brujas, la línea entre la malvada y la víctima quedó difuminada por un rastro de hollín.
No obstante, parece ser que a Hamilton le gustó mucho representar un papel tan icónico. De hecho, lo retomó varias veces a lo largo de su vida, incluidos un episodio que rodó en 1976 para Barrio Sésamo (que solo se emitió una vez debido a las quejas de los padres), y una sesión de fotografía en 1980 realizada por Andy Warhol, que el artista incorporó a un grabado de su serie Mitos, de 1981. Los niños que en 1939 se encogían de miedo ante su presencia se habían convertido en unos adultos que ahora la aplaudían. Existe un audio en línea de ella y de Judy Garland del día que salieron juntas en The Merv Griffin Show, en 1968, casi treinta años después de que se estrenara El mago de Oz. En el audio, Garland sale encantadora, pero es el estridente chillido ornitológico y áspero de Hamilton el que consigue que el público reaccione. Existe una palabra en inglés antiguo, kench, que significa «reírse estentóreamente». Pues bien, yo podría pasarme el día entero escuchando la risa estentórea de Hamilton.
La Bruja Malvada del Oeste es estridente, sin lugar a dudas; y lo que es más perverso todavía, ella se regodea en su estridencia. Y quizá sea eso lo que la hace tan entrañable. Sin duda es terrorífica, tanto que algunos fragmentos de su diálogo fueron cortados tras el preestreno de la película porque el público infantil estaba aterrorizado. Más aún; parece ser que Hamilton se lo pasó en grande. Incluso mientras se funde en la película, la bruja es un ser que vive para sí mismo, y que insiste en afirmar que posee una «hermosa maldad». Sus actos puede que sean condenables, pero si le reconozco alguna cosa es la siguiente: actúa sin vergüenza ni remordimientos. Y esta clase de maldad me resulta absolutamente atractiva. Esa bruja es una vieja descarada.
Hay un clip que salió en línea recientemente en el que aparece una Margaret Hamilton de setenta y dos años en Mister Rogers’ Neighbourhood, en 1975, que nunca me canso de mirar. Hamilton entra en la casa de mister Rogers agarrando una especie de monedero en forma de bolsa de bolos y con su famoso gorro de punta puesto. Lleva unas perlas y un traje de rayas color rosa. Me quedé entusiasmada con la elección semiótica de su indumentaria (la Bruja Malvada vestida de rosa Glinda).
Mister Rogers la conduce hasta un sofá tapizado con una tela de cuadros y ella se sienta y dobla las manos, como si fuera un dignatario extranjero; toda sonrisas.
–Me interesa saber cómo se sintió usted mientras