El mismo Julio Espinosa, de siempre transportista, tenía plantados treinta mil cafetos pagados con un préstamo suyo. Fue con ello como se inició en la caficultura. Por entonces pensaba que el café le daría la plata que necesitaba para poder llevar a Violeta a un buen hospital de los Estados Unidos. En total, a la muerte de Violeta llevaba cultivadas seis hectáreas en aquel paraje recóndito en mitad de la sierra, lejos del pueblo, donde casi nadie subía porque aquellos terrenos eran elevados, tal vez demasiado fríos para cultivar café, y caían en la misma raya del resguardo indígena, y por eso en el pueblo se decía que pudiera haberlos plantado dentro del territorio de los jaguaríes, porque en el valle de enfrente se veían pequeños hombres y mujeres de blanco caminar a diario ladera arriba y ladera abajo; y que de ser eso así podría traerle problemas, si no es que antes las propias autoridades le obligaban a devolverlas a los indígenas.
A muchos les extrañaba que el propio coronel no hubiera reparado en ese detalle cuando decidió financiar a Julio Espinosa, porque se decía que no había mosca que entrase en la sierra que no fuera identificada por el radar de Evaristo Arias: por tierra tenía sus contactos, y por aire, aun a su edad, él mismo seguía volando la sierra en su avioneta y paseaba a su joven acompañante, oteando desde las alturas. El que se quería consolar, acababa diciendo que, gracias a que volaba, tenía mejor opinión de dónde convenía plantar. Así fue que, en contra de todas las opiniones de los vecinos de Arellano, donde el que más y el que menos tenía media vida de caficultor, el coronel fue el único que dijo confiar en el éxito de aquella plantación al límite de Julio Espinosa.
6
Después del entierro de Violeta se sirvió tertulia y café en el hospedaje de Elvira Vélez para dar compañía y hacer el trago más corto a Julio Espinosa y a su muchacho, Fabián. Con esa labor acudieron también el cura y el coronel. Aquel día, el sol era de enero y brillaba fuerte desde mitad de la mañana, y en medio de aquel calor, entre sudores, suspiros y no-somos-nadie fueron tomando asiento los invitados, buscando el frescor interior de la casa de los anfitriones. Allí, mientras Emilio Rincón los acomodaba, Elvira preparó el café para todos.
–¿Cómo lo va a tomar, padre?
–Negro, Elvira. En pocillo –ordenó don Basilio.
–Negro y en pocillo –repitió Elvira–. Yo me he preguntado muchas veces por qué en esta sierra tomamos el café tan oscurito, sin adornos.
–Hay quien dice que según se toma el café se ve la personalidad de cada uno –irrumpió el coronel–. Y hasta hay quien lee los posos del café y te saca el futuro.
–Será entonces que somos gente sencilla –concluyó Elvira–. ¿Usted qué cree, padre? ¿Se puede leer el futuro en los posos del café?
Don Basilio se quedó mirando el tinto de su taza.
–Habladurías –dijo tajante.
–¿No sería más fácil sacar el pasado? –apuntó Chanchito.
–Hombre, eso es menos útil, y para eso no hace falta clarividencia. El pasado solo precisa de buena memoria.
–Chanchito lo dice por eso, padre. Si yo le contara… –apuntó Emilio.
–¿Cómo le gusta a usted más, padre?
–Negro, Elvira. Negro y bien cargado. Si tuvieras medio palito de vainilla...
–Qué exquisito es usted, padre –dijo el veterinario.
–Son matices que le sacan lo mejor al sabor del café, Chanchito. Al final, yo lo tomo principalmente para prolongar mis horas de vigilia, mis pensamientos, y también mis rezos –continuó con su propio razonamiento de la personalidad.
–Cómo es usted, padre. Siempre dedicado a los demás –apuntó Elvira–. Pero también le digo que ha de cuidarse, que el exceso de café no es bueno.
–No digo que lo sea para unas cosas, pero bienvenido si alarga el tiempo que uno puede dedicar al alma y a los demás.
Don Basilio y el coronel se miraron con complicidad; eran viejos conocidos, amigos se decían. Ambos estaban ya muy avanzados en sus sesenta años, y los dos compartían la misma afición por la estrategia, el ajedrez y el café, aunque lo hacían de manera distinta: desde hacía años el coronel invertía su dinero en los caficultores y, a la vista de su aspecto, esa labor de prestamista le iba suficientemente bien; el cura, a su vez, había convertido el patio de la casa parroquial en un laboratorio para la exploración de los sabores del café. Cada uno, con su estrategia –por los otros y por ellos mismos– se aferraba al cultivo nacional. De entre las dos formas de afición por el café, la más grave, aparentemente, parecía la devoción que profesaba don Basilio que, en su pasión por esta infusión, pasaba madrugadas enteras con los párpados izados, como las velas recogidas de un antiguo bajel. A solas se anegaba en sus pensamientos temerosos sobre el futuro de la sierra, y así se acababa encerrando en su espíritu de alquimista, tostando kilos de café a diferentes intensidades, con fumaradas de diferentes leñas, macerando sus muestras durante semanas con todo tipo de especias ocultas en cajas de maderas olorosas que él mismo seleccionaba rebuscándolas por los aserraderos y depósitos de todo el departamento, y que fabricaba tomando en cuenta el grosor mínimo y máximo que tenía que dar a las propias tablas y si las tenía que cepillar o dejarlas en bruto. Así, probaba hasta que daba con algo que le parecía exquisito. Era su terapia y su tiempo de reflexión, despreocupado en mitad del patio de la casa parroquial. Allí se convertía en jornalero: retiraba el mucílago de las cerezas, las lavaba, las secaba, las trillaba… En el proceso tomaba nota de todo: medía las temperaturas cuidadosamente, se aseguraba de tostarlo a diferentes tiempos y temperaturas –aunque nunca lo hacía a más de doscientos diez grados–, hacía varios ensayos, tomaba sus muestras, lo guardaba en grano y lo molía solo unos minutos antes de prepararlo para sacarle así todo el aroma, justamente en el momento de la infusión; de ese modo le daba su famoso toque particular. Experimentaba añadiendo especias. Utilizaba agua de canela, vainilla, clavo y otros aromas vegetales que buscaba en la sierra, frecuentemente con ayuda de los jaguaríes. Preparaba el café con el agua especiada y también disuelto en aguapanela, y siempre procuraba que el agua estuviera a punto de hervir pero sin estarlo. De esta manera conseguía un café aromatizado que solo él consumía y que ofrecía con mesura a pocos invitados, probando sus gustos, como si lo que hacía fuera clandestino. Le relajaba pasar el rato cafeteando, reinventando el café.
En situaciones normales, una vez al mes, el coronel venía a visitarlo para echar su partida de ajedrez y entonces tomaban juntos lo que llamaban su café de recuerdos. Otras veces era don Basilio quien bajaba hasta la quinta del coronel en busca del horizonte y el azul turquesa del mar Caribe. A este otro le llamaban café de cumbé. El nombre se lo dieron la primera vez que lo tomaron juntos mirando el mar; aquella vez el cura explicó que la cumbia la trajeron al Caribe los esclavos de Guinea, que ya bailaban esos ritmos que llamaban así: cumbé. Luego el coronel tomó por costumbre hacer sonar sus elepés de cumbias de toda América Latina, entre ellas aquella canción titulada «Ojitos mentirosos».
–Me recuerda tantas cosas.
–¿Por la letra?
–Por el título, más bien, padre.
Desde la casa del coronel, al norte de la sierra, se alcanzaba a divisar la mismísima quinta de San Pedro Alejandrino. Era costumbre que, en su protocolo, antes de la partida de ajedrez, los dos la contemplaran entre admirados y reflexivos, como los futbolistas que escuchan el himno nacional antes del juego, y entonces el coronel siempre decía la misma frase: «Allí empezó todo, padre». Lo decía con su tono más reconcentrado y grandilocuente, tomándose un tiempo para escudriñarla una vez más con sus viejos anteojos militares antes de cedérselos a su rival e invitado, el párroco de Arellano. Este entonces solía iniciar la misma conversación:
–Y doscientos años después, aún seguimos con la vaina, coronel. ¿A quién le vamos a echar