El principio que regula la naturaleza política del hombre, dicho de otro modo, se mantiene intacto en cualquiera de los dos casos. Sin embargo, ese principio que en la filosofía política opera desde siempre como una evidencia: ¿no es un principio o una evidencia logocéntrica? O mejor aun: ¿no es esa evidencia o ese principio la evidencia o el principio logocéntrico por excelencia? Es evidente, ya que hablamos de evidencias, que en este origen y en este célebre pasaje que marca a la historia de la filosofía política se dejan ver las huellas de un pensamiento y de una época –al que ese pensamiento pertenece– que en términos más amplios se extienden más allá de la filosofía política y que, por lo tanto, la contienen. Es decir: el principio que vuelve evidente la naturaleza política del hombre, la posesión del logos, es en verdad una variante específica y singular, propia de una disciplina y de la reflexión que es propia de esa disciplina, de un tipo de pensamiento cuyo origen ya no le pertenece estrictamente hablando a la filosofía política, aunque por supuesto ella contribuya con su historia a desarrollarlo y a consolidarlo como tal. En suma, y esto es en definitiva lo que queremos subrayar, es decir el segundo y último punto oscuro que para volver a nuestro argumento queda sin problematizar en la lúcida querella que emprende Rancière en La mésentente, en ese célebre pasaje sobre el zoon politikon vemos cruzarse dos historias distintas: la de la filosofía política, por un lado, y la de la filosofía a secas, por el otro. La evidencia de que el hombre es un animal político porque posee la palabra muestra, de este modo, que la historia de la filosofía política forma parte de otra historia y de otra época y que esa otra historia y esa otra época son la de la filosofía y la de la época logocéntrica.
En primer lugar, entonces, habría que penetrar mejor en las profundidades de esta época para entender mejor cómo funciona el logocentrismo del que la filosofía política es una expresión singular y específica. Según Derrida, quien es sin dudas el máximo exponente de la crítica a la reflexión logocéntrica, por un lado, y el filósofo que, por el otro, hizo de esa crítica una de las marcas más originales de su pensamiento, la historia de la filosofía está marcada por una evidencia que, si bien es distinta a la que marca a la historia de la filosofía política es –por las razones que veremos enseguida– su fundamento: la evidencia –afirma Derrida allá por la década de 1960– que concibe a la escritura como una instancia derivada o secundaria con respecto al habla e, incluso, como una instancia maléfica con respecto a ésta. “La escritura –sostiene el autor de De la gramatología– tendría (…) la exterioridad que se le concede a los utensilios: instrumento imperfecto, por añadidura, y técnica peligrosa, casi podría decirse maléfica”18. Es decir: desde el Fedro de Platón, pasando por Levi-Strauss y Rousseau –aunque para ser justos la posición de este último es ambigua puesto que por momentos reescribe esa historia y por momentos la contradice haciendo de esa añadidura de la escritura con respecto al habla una añadidura que ya no es el juego de una adición, o una suma, sino la economía de un suplemento– la filosofía no ha dejado de tratar a la escritura como la herramienta desgraciada de la palabra hablada. Por una parte, por lo tanto, lo que se propone Derrida en este clásico texto es en lo fundamental delimitar qué es lo que se esconde con esa evidencia: ¿qué oculta la evidencia de lo que es, para la historia de la filosofía, evidente: la relación de exterioridad de la escritura con respecto al habla? Básicamente, lo que ya es mucho, el rechazo de la escritura como una práctica que tenga algo que ver, en su ser, con eso que la filosofía llama precisamente el ser, el eidos o la verdad19. Si para la historia de la filosofía la phoné, es decir la voz, es el lugar de un privilegio, si el habla se encuentra, desde Aristóteles y Platón hasta –casi– nuestros días, antes y primero que la escritura es precisamente porque la voz o el habla poseen, con respecto al ser, una relación de proximidad absoluta que la escritura no tiene.
La perspectiva que describe perfectamente esta concepción ontológica del lugar de la voz y el habla, que supone la marginación de la escritura como instancia simplemente secundaria con respecto a la palabra hablada, es aquella que sostiene que existe una relación inmediata, originaria y primordial, entre el sonido y el pensamiento o entre la voz y el sentido –es decir la que comprende la apertura a lo que es como un fenómeno originariamente acústico–20. Para la historia de la filosofía, dicho de otro modo, el ser está plenamente presente en la voz porque la voz está en contacto directo con el alma, lo que ya el propio Aristóteles afirmaba muy tempranamente: “los sonidos emitidos por la voz –escribe Aristóteles en De la interpretación– son los símbolos de los estados del alma”. Esta inmediatez es, en efecto, lo que oculta en última instancia esta evidencia logocéntrica que, como vemos, es también una evidencia fonocéntrica porque el logocentrismo se escribe siempre en esta historia con la pluma del fonocentrismo. Más allá de los nombres propios, se trate de Platón o Heidegger, de Hegel o Aristóteles, este vínculo originario y esencial entre logos y phoné –dice Derrida– jamás fue roto21. Ahora bien: lo que también desarrolla Derrida con algo más de profundidad en otro ensayo de la misma época –publicado sin ir más lejos en el mismo año que De la gramatología– es que esta inmediatez entre sonido y pensamiento, entre la voz y el sentido, es lo que delimita muy particularmente el fenómeno metafísico por excelencia que el pensamiento occidental se ocupó una y otra vez de desarrollar según esta lógica logo-fonocéntrica: el fenómeno de la voz (humana) que también en su concepción describe el fenómeno más primario y profundo de la conciencia. La unidad originaria y esencial entre logos y phoné explica, en otros términos, la unidad metafísica de la voz, o de la conciencia, como fenómeno pleno e indivisible, cerrado a sí mismo y al “a sí” de su presencia. Es en La voz y el fenómeno –ensayo al que hacemos referencia– en donde Derrida intenta describir, a partir de la obra de Husserl y en un texto marcado por las disidencias de su filosofía con respecto a la fenomenología, esta unidad metafísica. Tanto Husserl como la fenomenología en general, afirma Derrida, son incapaces de determinar lo que de la voz ya no pertenece exclusivamente a la voz: el instante del parpadeo y de su duración que, como en la vista, es la condición de su emergencia. En el fenómeno de la vista, el parpadeo del ojo es, por un lado, el momento de la interrupción de la visión, el instante en el que la vista se interrumpe para dar paso a su alteridad –lo que de la visión ya no es visión, el momento en el que “la vista” no ve: cuando el ojo parpadea– y, por el otro, el de su condición de posibilidad: sin el parpadeo, sin el instante en el que el ojo se cierra y no ve lo que solo puede ver cuando se vuelve a abrir, sin ese momento de oscuridad, imperceptible pero real, infinitesimal pero con una cierta duración, sin el instante en el que la vista se detiene y se anula, la visión o el ver como fenómeno físico –y de sentido, hacia allá vamos– no podría jamás tener lugar. El parpadeo, y por lo tanto el momento de la alteridad, el instante en el que el ojo no ve es imprescindible y necesario para ver. Sin embargo, la concepción metafísica de la voz del pensamiento occidental no casualmente pasa por alto lo que determina en la voz el momento de la auto afección, o de la conciencia, es decir el instante del parpadeo y de su duración: el presente de la presencia, el “a sí” de lo que es es, en esta concepción, indivisible o pleno, sin alteridad y sin interrupción. Es decir sin parpadeo22. Cada vez que hablamos y nos escuchamos hablar, cada vez que hablamos y nos escuchamos hablar no solo y únicamente con otro sino fundamentalmente con nosotros mismos, justo ahí donde se produce, decíamos un poco más arriba, ese otro fenómeno cuya categoría metafísica lleva el nombre de conciencia, cada vez que a través de la voz –interior y exterior, de la voz de la conciencia y de la voz que comunica a otro– accedemos a lo que es, a nuestra presencia y al presente de lo que es, en el presente y en la presencia de ese cada vez no hay