Prólogo
Seis años antes
Vincenzo se quedó paralizado al oír la puerta. Ella estaba allí. Los músculos se le tensaron. La puerta se cerró de golpe y se oyeron unos pasos rápidos.
Sus guardas no lo habían alertado. No había sonado ningún timbre. Ella era la única a quien había dado llaves y acceso ilimitado a su ático.
Le había dado más que acceso a su espacio personal, le había otorgado dominio sobre sus prioridades y pasiones. Era la única mujer en la que había confiado plenamente. La había amado.
Y todo había sido una mentira. Sintió un pinchazo acerado en el estómago. Ira. Sobre todo, ira contra sí mismo.
Incluso tras tener pruebas de su traición, se había aferrado a la idea de que ella podría darle explicaciones. Tal era el poder que tenía sobre él.
Eso debería haberlo alertado. Era desconfiado por naturaleza. Nunca había dejado que nadie se le acercara. Ya como príncipe de Castaldini, había sospechado de las intenciones de la gente. Tras convertirse en un investigador estrella en el campo de las energías alternativas, había perdido la esperanza de tener una relación genuina.
Hasta que había llegado ella. Glory.
En cuanto la vio, sintió una atracción irresistible. Desde su primera conversación se había sumergido en un pozo de afinidad, antes desconocida para él. La conexión había sido mágica. Ella había despertado todas sus emociones y satisfecho sus necesidades, físicas, intelectuales y espirituales.
Pero para ella él solo había sido un medio para un fin. Un fin que había conseguido.
Tras quedar casi devastado por el fuego de la agonía, la lógica había ganado la batalla. Buscar venganza solo habría acrecentado los daños, así que optó por dejar que el dolor lo consumiera. Se había ido sin decirle una palabra.
Pero ella no lo había dejado irse sin más. Sus constantes mensajes habían pasado de la preocupación al frenesí. Cada uno le rompía el corazón, primero por el deseo de tranquilizarla, después por la furia de haberse dejado engañar otra vez. Hasta que llegó ese último mensaje: desgarrador, digno de una mujer que estuviera loca de miedo por la seguridad de su amante.
Le había causado un dolor tan agudo que había comprendido que solo podía haber una razón tras tanta persistencia: el plan de Glory aún no había triunfado. Incluso si intuía que la evitaba porque sospechaba de ella, parecía dispuesta a arriesgarlo todo para volver a acercarse y concluir lo que había iniciado.
Por eso le había dejado descubrir que había vuelto, sabiendo que correría a arrinconarlo. Pero, a pesar de haberlo planeado, no estaba listo para verla ni para hacer lo que tenía que hacer.
No tendría que haberle dado la oportunidad de volver a invadir su vida. No estaba preparado.
–¡Vincenzo!
Una criatura pálida, que apenas se parecía al ser vibrante que había capturado su cuerpo y su corazón, irrumpió en la habitación.
Con los ojos turbios e hinchados por lo que parecían horas de llanto, lo miró desde el umbral del dormitorio en el que habían compartido placeres inimaginables durante seis meses. De repente, se lanzó hacia él y lo abrazó como si fuera su salvavidas en un naufragio.
Y él supo cuánto la había echado de menos. Anhelaría a esa mujer a la que había amado, pero que no existía, hasta el fin de sus días.
Su mente se deshizo con la necesidad de apretarla entre sus brazos, de inhalar su aroma. Se esforzó para no hundirle las manos en el pelo, atraer su rostro y besarla. Sus labios necesitaban sentir los de ella una última vez.
Como si percibiera que estaba a punto de rendirse, ella le depositó una lluvia de besos en el rostro. La tentación fue como un nudo corredizo alrededor de su cuello. Sus manos se movieron, como si tuvieran voluntad propia, pero las detuvo a tiempo.
–Mi amor, mi amor.
Controlando un rugido, la inmovilizó antes de que le robara la voluntad y la coherencia.
Ella permitió que la apartara y alzó el rostro hacia él. Sus ojos parecían anegados por esos sentimientos que tan bien sabía simular.
–Oh, cariño, estás bien –lo abrazó de nuevo–. Me volví loca cuando dejaste de contestar a mis llamadas. Pensé que había ocurrido algo horrible.
Él comprendió que su estrategia, por lo visto, iba a ser la de simular inocencia hasta el final.
–No ha ocurrido nada –su voz sonó ronca, fría.
–¿Hubo otro fallo de seguridad? ¿Te aislaron para descubrir al culpable de la filtración?
A él lo asombró su audacia. Tal vez se creía demasiado lista para ser descubierta. Si se sentía segura, no se le ocurriría otra razón para que él se mantuviera alejado mientras su equipo de seguridad descubría cómo seguían filtrándose al exterior los resultados de su investigación.
Era mejor así. Le daba la oportunidad perfecta para despistarla.
–No ha habido filtraciones –se esforzó por aparentar serenidad–. Nunca.
–Pero me dijiste… –el alivio inicial dio paso a la confusión. Calló, desconcertada.
Esa, por fin, era una reacción genuina. Él le había contado los incidentes y problemas que había tenido mientras le robaban sistemáticamente el trabajo de su vida. Y ella había simulado angustia e impotencia por sus pérdidas.
–Nada de lo que te dije era cierto. Permití que filtraran resultados falsos. Me complacía imaginar la reacción de los espías cuando se dieran cuenta y el castigo que recibirían por entregar información errónea. Los resultados reales están a salvo, a la espera de que yo esté listo para desvelarlos.
Era mentira, pero esperaba que ella transmitiera la información a quien la hubiera contratado, para que la desecharan sin probarla. La camaleónica mujer ocultó su sorpresa.
–Eso es fantástico pero, ¿por qué no me lo dijiste? –sonó entre insegura y dolida–. ¿Creías que te vigilaban? ¿Incluso aquí? –se encogió–. Una simple nota me habría evitado tanta angustia.
–Le di a todos la versión que necesitaba que creyeran, para convencer también a mis oponentes –apretó los dientes–. Solo las personas en las que más confío saben la verdad.
–¿Y yo no soy una de ellas? –preguntó ella, titubeante, procesando lo que había dicho.
–¿Cómo ibas a serlo? –por fin podía dar rienda suelta a su antipatía–. Se suponía que iba a ser una aventura breve, pero eres demasiado pegajosa; no quise molestarme en poner fin a la relación. Al menos, antes de encontrar a una buena sustituta.
–¿Sustituta? –parecía que acabara de recibir una puñalada en el corazón, pero él no la creyó.
–Con mi agenda, solo puedo permitirme parejas sexuales que hagan mi voluntad. Por eso me convenías, por tu complacencia. No es fácil encontrar esa clase de amantes. Dejo marchar a una cuando encuentro a otra. Como he hecho.
–Lo nuestro no era así –el dolor oscureció sus ojos color turquesa.
–¿Qué creías que era? ¿Un gran amor? ¿Qué te llevó a pensar eso?
–Tú… –sus labios temblaron– dijiste que me amabas.
–Me