Cada palabra contenía una gélida carga de culpa.
—¿Estás bien? —le preguntó Taris, y percibió una nota de preocupación en su voz que le descentró.
—Muy bien.
En ninguna de las muchas escaramuzas en las que se había visto inmerso en París le había latido con tanta velocidad el corazón.
Asher miró a su alrededor reparando en la falta de adornos, seguramente. De adornos y de pertenencias. Sin embargo, la mirada de Taris, igual a la de su madre, no se apartó de él ni un instante.
¡Alice! La única madre que él había conocido. Malditos fueran todos ellos. Con la mano que tenía en el bolsillo se agarró la pierna. Maldita fuese Inglaterra y maldita fuese su familia. Maldita la esperanza que nunca se había extinguido, ni siquiera en los momentos más terribles.
—Y dado que parece que tienes intención de quedarte, he dispuesto lo necesario para que vuelvas a ser presentado en sociedad y en el seno de la familia, merced a tu asistencia a una representación teatral. Con tanta oscuridad y una distracción podremos dar la impresión de que disfrutamos siendo de nuevo una familia. Las apariencias son importantes.
Cristo se limitó a asentir. No se sentía capaz de controlarse si hablaba. Se había marchado de Inglaterra jurando que no volvería a posar el pie en aquella tierra, ya que su salvaje comportamiento en Cambridge había inflamado lealtades y había puesto a prueba el amor ya frágil de su familia. Nunca había conseguido encajar, jamás se había plegado a los rígidos códigos de su padre, y cuando todo se desató tras la muerte de Nigel Bracewell-Lowen en el cementerio del pueblo cercano a su casa, su propio padre fue el primero en decirle que no podía ser un auténtico Wellingham, ni un hijo legítimo de Falder.
Se tragó la bilis que aquel recuerdo le hacía llegar a la boca al recordar el discurso final de su padre. Ashborne había yacido con una francesa en uno de sus muchos viajes, una cita insignificante con una mujer que era, según sus palabras, descerebrada, poco recomendable, inapropiada e irreflexiva. Sus palabras aún tenían la capacidad de hacerle daño aun con los años que habían pasado porque ¿qué se le podía decir a un padre que condenaba de aquel modo su concepción y a la mujer que le había traído al mundo?
La otra cara de la moneda también era dolorosa para él. Alice, su madre adoptiva, lo había aceptado en Falder y lo había querido como si fuera hijo suyo, y si alguna vez había mencionado algo sobre las circunstancias de su nacimiento a sus oídos no había llegado. Con tres meses de edad, Cristo de Caviglione había pasado a ser un Wellingham y su nombre había quedado escrito en la Biblia de la familia de puño y letra de Alice. Ella misma se lo había referido un tiempo después, cuando las tensiones entre su padre y él habían terminado por lanzarle a la cara la verdad y ella había acudido presta a Londres para rogarle que no se marchara.
El amor y la ira se habían entretejido con el engaño, y en la hora presente con una duplicidad distinta.
—Nuestras esposas también nos acompañarán.
¡Emerald Seaton y Beatrice-Maude Bassingstoke! Los rumores sobre lo ocurrido a la familia también habían llegado hasta París, y las dos mujeres eran tan formidables como sus hermanos. Ojalá él también tuviera una mujer de esas características a su lado.
—Habrá algunos puentes que cruzar si pretender ser aceptado aquí, teniendo en cuenta tu alocada juventud y los cuestionables asuntos a que te has dedicado en París —le advirtió Taris, mirándole con las cejas enarcadas como si quisiera interrogarle.
—Entiendo.
Un lugar público aseguraría la distancia y la formalidad necesarias, y los años de buena crianza le dictarían lo que significaba la palabra «propiedad». Era un alivio.
El té que su ama de llaves había preparado y que llevaba en aquel momento con una sonrisa le había parecido buena idea en un principio, pero ahora no estaba tan seguro viendo las caras de sus hermanos.
Fue un alivio verla salir y poder olvidarse de las nubecillas de vapor que salían de la tetera y de las tres tazas con sus respectivos platos de porcelana, recuerdos todos ellos de una vida que había dejado atrás y perdido hacía mucho tiempo ya.
Ashe ya daba muestras de querer marcharse.
—Entonces, te veremos esta noche.
—Así es.
—A las siete y media.
—En punto.
Taris señaló la bandeja con su bastón de ébano.
—Me tomaría una taza.
—Es té, Taris —intervino Ashe.
—Ya lo sé.
—Tú no bebes nunca té.
Cristo vio a Taris sacar de la chaqueta una petaca y quitarle el tapón.
—Yo sólo he pedido una taza.
Merde. Cristo recordó con envidia los intercambios de sus hermanos. Él era muchos años más joven que ellos y nunca había tomado parte en sus bromas, por mucho que lo deseara.
Abrió de nuevo las puertas de armario, sacó dos copas de cristal y las puso ante ellos junto con una botella nueva.
—Servíos.
—¿No nos acompañas? —preguntó Ashe.
—Intento no pasarme estos días.
—A Ashborne le habría gustado saberlo.
La mención del nombre de su padre quedó cargada de amargura, y el pasado se materializó como una losa de silencio entre ellos.
—Dudo mucho que le importara.
La expresión del rostro de sus hermanos cambió, lo que le hizo desear haber podido contener esas palabras, reflejo de una ira que no quería revelar.
—Puede que no sepas que dejó este mundo pronunciando tu nombre —espetó Ashe con toda la indignación que su título de duque le permitía mostrar.
—El deseo de perdón expresado en el lecho de muerte carece de importancia teniendo en cuenta que en vida no podía soportar mi presencia.
Cristo había recuperado el equilibrio.
—Con la reputación que te habías ganado en París, es comprensible que no quisiera saber de ti —respondió Taris con gran vehemencia—. El título que llevas es venerable y antiguo, y todos los que lo llevamos hemos de hacerlo con orgullo para legarlo a nuestros herederos.
«Un argumento que tendría más peso para mí si de verdad fuese un Wellingham».
A punto estuvo de dar voz a aquel pensamiento, sin pensar en las consecuencias, pero el recuerdo de Alice le contuvo.
Mejor sonreír y seguir con la farsa de ser una familia unida por la sangre, los ancestros comunes y una línea ininterrumpida de historia. El cabello oscuro de sus hermanos brillaba a la luz de la lámpara como un sello de pertenencia o el símbolo de un título. El reflejo de sí mismo que le devolvía el espejo le hizo mirar hacia otro lado, ya que su rubio cabello denotaba su pertenencia a otro linaje.
Taris apuró su coñac y se sirvió otro mientras que el reloj de la chimenea daba las tres.
—Entonces, has vuelto con intención de quedarte, ¿no?
—Ésa es mi intención.
—¿Cómo perdiste ese dedo?
La pregunta de Asher sonó desinteresada, un tema de conversación tan mundano cono el tiempo o los asistentes al último baile.
—En un barco después de dejar