Nora le echó un vistazo.
—Hattie, no podemos llevarlo con nosotras solo porque parezca una estatua romana.
Hattie se sonrojó en la oscuridad.
—No me había dado cuenta.
—Pues te has quedado sin palabras.
—No podemos dejarlo porque Augie lo ha dejado aquí —dijo Hattie aclarándose la garganta
—No puedes estar segura de eso. —Los labios de Nora formaron una perfecta línea recta.
—Puedo… —aseguró Hattie, sosteniendo la linterna cerca de la cuerda que maniataba las muñecas del hombre y haciendo un barrido hasta los tobillos atados—, porque August Sedley no sabe hacer un nudo Carrick decente, y me temo que si dejamos a este hombre aquí, se liberará e irá directamente a por el inútil de mi hermano.
Eso, y que si no liberaban al extraño, quién sabía lo que Augie le haría. Su hermano era tan tonto como temerario, una combinación que requería de la intervención de Hattie con cierta asiduidad. Lo que, por cierto, era una razón de peso en su decisión de reclamar su vigésimo noveno año como suyo. Y, aun así, allí estaba su infernal hermano estropeándolo todo.
—Inconsciente desde hace poco o no… —dijo Nora, que no sabía lo que pasaba por la cabeza de Hattie—, no parece un hombre de los que pierden en una pelea.
El eufemismo no se le escapó a Hattie. Suspiró, alargó la mano para colgar la linterna encendida en el gancho correspondiente y aprovechó la oportunidad para echar una larga y prolongada mirada al hombre.
Hattie Sedley había aprendido algo más en sus veintiocho años y trescientos sesenta y cuatro días: si una mujer tenía un problema, lo mejor era que lo resolviera ella misma.
Se subió al carruaje, pasando con cuidado por encima del hombre tirado en el suelo, antes de mirar a Nora de reojo, mientras permanecía en la acera con los ojos muy abiertos.
—Venga, vamos. Nos desharemos de él por el camino.
Capítulo 2
Lo último que recordaba era el golpe en la cabeza.
Estaba esperando el ataque sorpresa. Por eso era él quien iba conduciendo en la plataforma: seis raudos caballos tirando de un enorme carro de transporte con un contenedor de acero cargado de licor, cartas y tabaco, destinado a Mayfair. Acababa de cruzar Oxford Street cuando oyó el disparo, seguido del grito de dolor de uno de sus escoltas.
Se detuvo para ver cómo estaban sus hombres. Para protegerlos. Para castigar a los que los atacaban.
Había un cuerpo ensangrentado tirado en la calle, justo debajo de él. Acababa de enviar al segundo de sus hombres a pedir ayuda, cuando oyó pasos a su espalda. Se había girado cuchillo en mano. Lo lanzó. Escuchó el grito en la oscuridad y localizó su origen.
Luego, un golpe en la cabeza. Y después… nada.
No hubo nada hasta que un insistente golpeteo en su mejilla le devolvió la conciencia; era demasiado suave para doler, aunque lo suficientemente firme para ser irritante.
No abrió los ojos, los años de entrenamiento le permitieron fingir que seguía inconsciente mientras se orientaba. Tenía los pies atados. También las manos, detrás de la espalda. Las ataduras le tiraban tanto de los músculos del pecho como para notar que le faltaban sus cuchillos, ocho hojas de acero montadas en ónice. Se los habían robado junto con la funda que los unía a su cuerpo. Resistió el impulso de tensarse. De enfurecerse. Pero Saviour Whittington, conocido en las calles más oscuras de Londres como Bestia, no se enfadaba: castigaba. De un modo rápido y devastador, sin emoción.
Y si le habían quitado la vida a uno de sus hombres, a alguien que estaba bajo su protección, nunca conocerían la paz. Pero primero necesitaba recuperar la libertad.
Estaba en el suelo de un carruaje en movimiento. Uno bien equipado, teniendo en cuenta el suave cojín que rozaba su mejilla, y que se desplazaba por un vecindario decente, a tenor del suave ritmo de las ruedas sobre los adoquines.
«¿Qué hora es?».
Consideró su siguiente paso, imaginando cómo reduciría a su captor a pesar de las ataduras. Se imaginó rompiéndole la nariz usando la frente como arma. Utilizando las piernas atadas para noquear al hombre.
El golpeteo en su mejilla comenzó de nuevo. Luego un suave susurro.
—Señor…
Whit abrió los ojos de golpe.
Su captor no era un hombre.
El baño de luz dorada en el carruaje le jugó una mala pasada; le pareció que emanaba de la mujer y no de la linterna que se balanceaba suavemente en la esquina.
Sentada en el banco, no se parecía en nada al tipo de enemigo que noquearía a un hombre y lo ataría dentro de un carruaje. De hecho, parecía que iba de camino a un baile. Perfectamente lista, perfectamente peinada, perfectamente maquillada —su piel lisa, sus ojos delineados con kohl, sus labios carnosos y pintados lo suficiente como para que un hombre prestase atención. Y eso fue antes de que viera el vestido azul, del color de un cielo de verano y muy ajustado a su figura.
No debería estar fijándose en nada de eso, considerando que ella lo tenía atado en un carruaje. No debería fijarse en sus curvas suaves y acogedoras en la cintura, en la línea de su corpiño. No debería fijarse en el destello de la suave y dorada piel de su hombro redondeado a la luz de la linterna. No debería fijarse en la bonita suavidad de su cara o en la plenitud de sus labios pintados de rojo.
Ella no estaba allí para que él la admirara.
Clavó su mirada en ella, y sus ojos… ¿Era posible que fueran violetas? ¿Qué clase de persona tenía ojos de color violeta? Y estaban abiertos de par en par.
«Bien. Si esa mirada es un indicio de su temperamento, no es de extrañar que esté atado», pensó mientras veía que ella inclinaba la cabeza a un lado.
—¿Quién le ha atado?
Whit no respondió. Seguro que ella sabía la respuesta.
—¿Por qué está atado?
Otra vez silencio.
Sus labios marcaron una línea recta y murmuró algo que sonaba como «inútil». Y luego, más fuerte, más firme:
—El