Las preguntas que se formulan y aquellas que dejan de formularse en la investigación científica, y concretamente en la evaluación de riesgos, son también fuente de ignorancia. La selección puede responder a intereses diversos, a valores imperantes en contextos políticos y sociales determinados, así como a tradiciones científicas específicas. A lo largo del siglo xx, el establecimiento de valores estándares en la ciencia en general, y en el ámbito sanitario y ambiental en particular, ha constituido también una vía muy importante de construcción de ignorancia. Los procesos de estandarización de alimentos, fármacos, emisiones, etc., siempre han comportado complejos procesos de negociación y controversia. No obstante, con el paso del tiempo, estos estándares suelen presentarse como medidas «objetivas» de la toxicidad o inocuidad de una sustancia. Esto ocurre cuando, por ejemplo, deja de considerarse que el valor límite de un tóxico se calculó asumiendo datos siempre cuestionables de su biodisponibilidad, la exposición potencial de la población o incluso sus efectos sobre la salud (Elliot, 2015).
Otro elemento importante en la construcción de la ignorancia selectiva (la estructural o pasiva) es el relativo, no ya al procedimiento por el cual se evaluaba la toxicidad de una sustancia, sino a su comunicación a la sociedad. En este proceso divulgativo podían, y pueden, invisibilizarse muchos elementos presentes en los resultados de las evaluaciones expertas. Ante las evidencias de la toxicidad de suelos, aguas y aires, a menudo el dilema de las élites consiste precisamente en decidir qué tipo de información debe difundirse a través de los medios y qué aspectos del problema deben permanecer ocultos por razones de estado o intereses corporativos. Partiendo de la evidencia de que la información es poder y capacidad de control social, los detalles de determinados problemas de toxicidad que aparecen en la esfera pública son a menudo el resultado de complejas negociaciones entre lo político y lo científico, nunca exentas de determinados intereses. Incluso las actividades divulgativas, aparentemente inocuas o simplemente entretenidas, presentadas en diversos formatos —desde la prensa escrita, hasta documentales, radio, films o televisión— refuerzan una determinada posición dominante y hegemónica. Los teóricos de la comunicación científica han estudiado con todo detalle el poder y la influencia que tiene la propia divulgación en el reforzamiento de la autoridad y el estatus del propio experto, pero también en la capacidad de invisibilización de controversias o conflictos sobre la toxicidad de determinados espacios o sustancias (Hillgartner, 1990).
Estas últimas formas de ignorancia son claramente negativas, pero como ya comentábamos, Proctor también insiste en su obra en la existencia de una ignorancia natural que precede al conocimiento y que sería fuente y estímulo para futuras investigaciones. Tanto esta forma de ignorancia como aquella que de manera intencionada se produce en la ciencia cuando se opta por una evaluación anónima por pares o la creación de un grupo control en los ensayos clínicos, podrían percibirse como positivas y necesarias para el correcto desarrollo de la propia ciencia. Es evidente, por tanto, que no todas las formas de ignorancia son necesariamente problemáticas y que merecen ser tenidas en consideración desde todas sus manifestaciones. La ignorancia natural, sin embargo, no forma parte del objetivo de estudio de este volumen colectivo.
Autores como David J. Hess han popularizado en los últimos años una forma de ignorancia como consecuencia de la ciencia no hecha (undone science), que, normalmente, se da en contextos de fuerte desigualdad de poder en los conflictos entre movimientos sociales y élites políticas e industriales. En estas situaciones, suele observarse que, cuando los movimientos sociales se dirigen a la ciencia para avalar sus planteamientos con relación a la toxicidad de un espacio o una sustancia, encuentran un vacío en el conocimiento médico y ambiental y una falta de posibilidades para impulsar las investigaciones necesarias. Por el contrario, sus adversarios, capaces de movilizar recursos económicos mucho más abundantes, cuentan a menudo con investigaciones científicas que avalan sus posicionamientos. Por ello, Hess plantea que la undone science se debe entender como un no-conocimiento que se produce sistemáticamente por la desigual distribución de poder en la sociedad (Hess, 2017).
Toda esta taxonomía de ignorancias, más o menos flexible y adaptable a la complejidad histórica y a la casuística de los estudios que se presentan en este libro, no puede analizarse sin tener en cuenta su profunda dimensión política, en nuestro caso, asociada a la toxicidad o las toxicidades en plural, y en consecuencia, sin una apelación a la responsabilidad de los actores históricos concretos (expertos, científicos, funcionarios, políticos, periodistas, empresarios, las personas que sufren la lenta violencia de la toxicidad, las voces silenciadas, etc.). Nos referiremos a sustancias cuya toxicidad se ha evaluado de formas muy diversas en distintos contextos geográficos, culturales, profesionales, etc., teniendo en cuenta múltiples factores y complejos procesos de negociación. En efecto, la toxicidad, la evaluación de sus riesgos y sus estrategias para combatirla o invisibilizarla tiene su propia historia. A menudo vemos fuertes discrepancias en la evaluación de una determinada toxicidad en tiempos y lugares diferentes e incluso cercanos. Los procesos de visibilización e invisibilización de los tóxicos han dado lugar a regulaciones muy restrictivas en algunos casos y muy permisivas en otros. De ahí la riqueza y diversidad de los estudios de caso concretos y de su diversidad, que este libro trata de rescatar en los capítulos que siguen.
Autoras como Soraya Boudia y Nathalie Jas (2019) se han referido a tres modos diferentes de regulación: la regulación por la norma, por el riesgo y por adaptación. El primero implicaba la prohibición de uno u otro producto y el establecimiento de valores límite. El segundo comportaba estudios expertos sobre el riesgo de exposición a productos o espacios tóxicos y una valoración coste/beneficio (un nuevo contrato social que aceptaba el riesgo). Y el tercero todavía iba más allá para asumir que vivimos en un mundo tóxico y que por tanto solo podemos aspirar a reducir nuestra exposición con estrategias determinadas que eviten el contacto con el tóxico considerado. Cada uno de estos modos fueron surgiendo en diferentes momentos, en las últimas décadas, pero no se sucedieron unos a otros, sino que todavía coexisten en la actualidad. El hecho de que se priorizase uno u otro modo de regulación en las cuestiones tratadas en los sucesivos capítulos tuvo implicaciones importantes en las posibilidades de éxito y en las consecuencias finales de la exposición a tóxicos. En algunos casos, los modos aparentemente más restrictivos se convirtieron de facto en vías de desregulación efectiva, al establecerse valores límite, demasiado permisivos, o al llegar a conclusiones que resultaban inaplicables. La regulación por el riesgo planteaba muchos interrogantes en el cálculo del coste/beneficio y la cuantificación del riesgo, pero además se caracterizaba por mostrar una mayor preocupación por la eficiencia del mercado que por la salud. La regulación por adaptación también corría el riesgo de aceptar de manera casi resignada un determinado nivel de toxicidad y no hacer frente a las causas que lo generan. Más allá de su percepción e impacto sobre unas u otras poblaciones, los agentes químicos aquí estudiados causan, y han causado dolor, ejerciendo así una violencia lenta sobre las personas, cuyos mecanismos de protesta y resistencia suelen ser limitados, invisibilizados, y siempre asimétricos con relación a los grupos hegemónicos, que requieren de toda la pericia del historiador para desenmascarar sus estrategias.
En las siguientes secciones de esta introducción presentaremos los ejemplos históricos que el lector encontrará a lo largo de este volumen. Nos centraremos primero en estudios relacionados con productos químicos de potencial toxicidad como el alcohol, el ácido cianhídrico y los compuestos de arsénico, y en su circulación a través de la sociedad. Tal y como nos mostrará el cuarto estudio incluido en esta sección, estos y otros tóxicos acabaron por regularse con el establecimiento de valores límite debatidos habitualmente en el ámbito internacional, y apropiados con intenciones diversas en ámbitos nacionales y locales. Lo productos tóxicos específicos nos llevan a continuación a espacios problemáticos, tóxicos, que podríamos calificar de enfermos, a los que nos referiremos en la segunda sección de esta introducción. Se estudian espacios generados a partir de accidentes nucleares o de vertederos de residuos urbanos, pero también de proyectos industriales