Así, la Argentina volvía al FMI en 2018, en vísperas de un año electoral donde las políticas de ajuste emprendidas no habían hecho más que devolver al poder a un peronismo que acarreaba sobre sus espaldas la reciente triple derrota en Nación, Provincia y Ciudad de Buenos Aires, al igual que tres debacles electorales de medio término: 2009, 2013 y 2017. Un verdadero intríngulis político, no resuelto aún. Encima, ahora, agravado por un sismo que hizo crujir a la tierra de nuevo. En este caso, un estallido no originado por la caída de un imperio, por la debilidad de seguridad interna explotada por el terrorismo, por la detonación de una burbuja financiera, ni por el triunfo electoral de ninguna figura exótica como Donald Trump. Nada de eso. El quinto terremoto de la globalización, que nos retrotrajo a los tiempos de la Segunda Guerra Mundial en términos de la redefinición del rol de los estados nacionales, emanó de una pandemia nacida y criada en China, que puso a dos tercios del planeta en cuarentena.
“Es demasiado temprano para valorarlo”, sugirió el expremier chino Zhou Enlai cuando le preguntaron en 1972 acerca de la convulsión generada cuatro años antes por el Mayo Francés. Lejos de este espíritu cauteloso, tradicional en la cultura oriental, el temblor mundial del Covid-19, está en pleno desarrollo como para aventurar el devenir de esta crisis, que se podría haber previsto, de no haber mediado el ocultamiento de información por parte del régimen chino. No obstante, el impacto y la magnitud de las primeras reacciones de los principales actores de la globalización exceden cualquier comparación con los sismos mencionados anteriormente. Empezando por China, primer afectado directo y foco de propagación del virus, que tendrá su primera expansión económica modesta desde 1976, año de fallecimiento de Mao. En especial, en sectores ligados a la producción de manufacturas y exportación de bienes de marcas emblemáticas como JCB, Nissan, Tesla y Geely, entre otras.
Por su parte, Estados Unidos aprobó un paquete inédito en tiempos modernos de US$2 billones, un 10% de su PBI, que abarca desde pagos tipo asignación universal hasta fondos para empresas pequeñas y grandes.
A los efectos de comparar la magnitud de los diferentes eventos, negro sobre blanco, basta con ponderar el impacto financiero generado en la industria del transporte aéreo. Mientras que los atentados terroristas ejecutados con aviones de bandera estadounidense en 2001 derivaron en la creación de un fondo de rescate por un valor de US$15 000 millones, la pandemia del Covid-19 está generando reclamos por un valor que supera el tripe del anterior: US$50 000 millones. Asimismo, también impacta la contraposición con la crisis financiera de 2008. Aún siendo el mayor colapso económico tras la depresión de los años treinta, engendró un paquete asistencial de US$860 000 millones, versus los US$2 billones actuales. En términos de seguro de desempleo, esta crisis arrancó con tres millones de solicitudes, frente a los quinientos mil de 2001 y los setecientos mil de 2008.
En resumen, un panorama catastrófico para la economía estadounidense, que no difiere del escenario ruinoso que prevén los países líderes de la Unión Europea, Alemania y Francia, al lanzar un plan de rescate por un valor equivalente al 22% y al 12% de su producto doméstico, respectivamente. El calibre de semejantes medidas económicas excepcionales marca el tiempo que viene por delante. En lo inmediato, estados nacionales más activos, redefinición de sus roles principales y, en paralelo, una esperable revisión del actual proceso de globalización guiado por fuerzas económicas, en detrimento de otras dimensiones visiblemente subestimadas, como la salud pública. En particular, la abrumadora evidencia a favor de algunos países orientales como Corea del Sur, China y Japón, explicada tanto en términos de culturas como de aplicación de recursos organizacionales y tecnológicos, deja sobre la mesa una serie de grandes interrogantes para muchos países occidentales, con excepción de Alemania, quizás.
“A la vista de la epidemia, quizá deberíamos redefinir incluso la soberanía. Es soberano quien dispone de datos. Cuando Europa cierra fronteras, sigue aferrada a viejos modelos de soberanía”, planteó el filósofo coreano-alemán, bestseller, Byung-Chul Han, en una reciente columna en El País, de Madrid. ¿Ocurrirá ello a instancia de esta crisis que convierte en realidad la catástrofe de ficción del film Contagio? Quizás una gran respuesta provenga pronto de Estados Unidos a instancias del proceso electoral en puerta, el mayor plebiscito de Occidente. En particular, está por verse si el modelo aislacionista y de ataque a todas las instancias de cooperación mundial promovido por Donald Trump deja espacio a enfoques superadores en lo organizacional, político y tecnológico. ¿Generará este nuevo terremoto un nuevo hito en la carrera por el liderazgo mundial entre estas dos súperpotencias, donde Estados Unidos, además de sus constatadas debilidades de seguridad y económicas, acuse ahora recibo de sus flaquezas sanitarias?
De verificarse tal tendencia, ello implicará un enorme giro en la evolución política más reciente. Sin ir más lejos, el magnate inmobiliario convirtió en pilar de su campaña 2016 la impugnación a la reforma de salud impulsada por Barack Obama en 2010, prometiendo sustituirla por otra que nunca llegó a ver la luz. En ese aspecto, el proceso electoral 2020 abrirá la oportunidad de una profunda revisión en esta materia y, eventualmente, su amplificación al terreno de la cooperación internacional, un área que, en términos generales, también sufrió un duro embate en la campaña política anterior. Al presente, la prédica trumpista abarcó desde una ruptura con diferentes acuerdos internacionales, hasta un duro cuestionamiento al rol de los organismos multilaterales creados en la posguerra. El último, a la Organización Mundial de la Salud. A la luz de la crisis en desarrollo, quedó a la vista que la salud pública corrió muy por detrás de una globalización económica liderada por grupos transnacionales con nombre y apellido.
Reverdecimiento del espíritu de cooperación inmediato posterior a la Segunda Guerra Mundial versus profundización de los rasgos de populismo nacionalista que marcaron el devenir político de la última década. Esta es la difícil encrucijada global presente tras este sismo originado en un área minimizada —y hasta casi olvidada— como la salud pública. En particular, un sector donde la Argentina, con luces y sombras, exhibe una cierta y verificada fortaleza, en comparación con el resto de América Latina. En nuestro país, resulta tan factible encontrar servicios sanitarios que funcionan bien, como otros que lo hacen mal. De ningún modo puede hablarse de un malestar generalizado. La Argentina es más bien una Torre de Babel, con evidente incomunicación entre quienes padecen los problemas y aquellos que administran las soluciones. En particular, hay un gran déficit de coordinación entre los tres principales actores del sistema, los hospitales públicos, las obras sociales y los servicios privados prepagos.
En tal aspecto, esta pandemia que aún está haciendo sentir sus primeras terribles e inéditas consecuencias, nos hará sentir su rigor económico, más que en la salud pública propiamente dicha. ¿Quién podría objetar que funcionamos con menos problemas en este último ámbito que en el plano material, cuando el ingreso per cápita no crece desde hace una década en el marco del flagelo estanflacionario, apenas interrumpido por algunas subidas efímeras en 2011 y 2017? Ni qué hablar del largo plazo, donde la Argentina decae en participación económica desde mediados de los años 70 ante cualquiera de los patrones de comparación razonables, para un país que tuvo y aspiró históricamente a cierta gravitación mundial. A raíz de ello, la “criogenia” obligada por el sars-CoV-2, causante del Covid-19, nos trajo una mezcla de ocasión y exigencia de articular y racionalizar el sistema de salud pero, en simultáneo y de forma urgente, de reorganizar las bases de un sistema económico maltrecho y marcado a fuego