Pero este reconocimiento tardó en llegar. Los europeos se preocupaban poco de este país que, para ellos, era terra incognita desde hacía largo tiempo, y los rusos no se atrevían a ir hacia Europa. Los soberanos rusos no autorizaban a sus súbditos a viajar al extranjero y no animaban a los comerciantes extranjeros a venir a Rusia. Ignorancia del lado europeo, desconfianza del lado ruso, ahí están las razones del fallido rencuentro ruso-europeo. Sin embargo, desde el principio de su reinado, en 1505, Basilio, hijo de Iván III, quiso poner fin al aislamiento ruso. Envió embajadas a todos los países de Europa, con la excepción, difícil de explicar, de Francia e Inglaterra. Correspondió a su sucesor, Iván IV —que será conocido con el nombre de Iván el Terrible—, abrir su país, «abrir una ventana a Europa», en particular al mar Báltico, pues era entonces el único mar accesible a Rusia. Él consideraba a Inglaterra el primero de los países que quería atraer a su proyecto, isla poblada por comerciantes y viajeros intrépidos, que se habían ya aventurado en los alrededores de Rusia. Propuso a la reina Isabel dar a los comerciantes ingleses la exclusiva del comercio en su país, a cambio de su apoyo contra dos países vecinos de Rusia, sus enemigos perpetuos: Polonia y Suecia. Esta propuesta no tuvo continuidad. Es con Francia con la que Iván IV consiguió entablar un diálogo que pareció más prometedor. Henri III respondió a los avances rusos con el envío al zar de negociantes franceses, portadores de una carta que los recomendaba a la atención del soberano y confirmaba su deseo de establecer relaciones fructíferas entre los dos países. El resultado final fue menos impresionante que este preámbulo, pero no era indiferente. Los comerciantes franceses quedaron seducidos por Rusia, por las propuestas que recibieron, y decidieron establecerse en Moscú. ¿Comienzo de una presencia francesa en Rusia?
Estos primeros momentos de una relación franco-rusa, si se olvida el matrimonio real, quedaron desgraciadamente sin continuidad, por los disturbios internos que, una vez más, van a asolar a Rusia y llevar al Estado y al país al borde del abismo. Estos disturbios comienzan con la desaparición de Iván el Terrible, que en la segunda parte de su reinado había destruido los progresos anteriores del país y las estructuras del Estado. Hay que añadir al terrible balance de este periodo que él trajo la esclavitud a Rusia, inmenso problema para los tiempos futuros.
Pero el tiempo de los disturbios llegó a su fin por un sobresalto nacional, que restableció la paz interior y llevó a la instauración de una nueva dinastía, los Romanov.
Con la entrada en escena de los Romanov en 1613, Rusia existe de nuevo y su voluntad de abrirse a Occidente se manifiesta enseguida, aunque fuese al principio una apertura prudente. Los Estados occidentales se vuelven también hacia Rusia. La primera en reaccionar, Inglaterra, que pide al soberano disponer de las rutas que conducen a Persia y a la India. El zar Miguel consultó a los comerciantes de Moscú; ellos objetaron que no podrían sostener la competencia con los ingleses si estos obtenían tales privilegios sin pagar derechos. Como los ingleses no querían pagar ningún derecho, se rompieron las negociaciones.
Una vez más, es con Francia con la que se entablaron relaciones y bajo auspicios favorables. En 1615, el zar había enviado un mensajero al rey Luis XIII para anunciarle su advenimiento y pedir su ayuda contra Suecia y Polonia. En 1629, el embajador Duguay-Cormenin llegó a Moscú para negociar el derecho de paso hacia Persia, que se había denegado a los comerciantes ingleses, y mencionó también una alianza política. «Su majestad el zar —dijo— está a la cabeza de los países orientales y de la fe ortodoxa. Luis, rey de Francia, está a la cabeza de los países meridionales. Que el zar contraiga con el rey amistad y alianza, y debilitará a sus enemigos. Puesto que el emperador es uno con el rey de Polonia, es preciso que el zar no sea sino uno con el rey de Francia».
Si se discutió un tratado de comercio, la alianza política, la primera hasta entonces planteada entre Rusia y Francia, no se precisó, y el tratado de comercio quedó también en letra muerta. Sin embargo, Henri IV, antes que Luis XIII, había deseado amarrar una relación con Rusia. Prudente, Sully le había disuadido.
En 1645, el zar Alejandro sucedió a su padre Miguel. Como él, había subido al trono muy joven; como a él, le faltaba experiencia, pero también como él estaba empeñado en la voluntad de abrir su país a Europa. Accediendo al deseo del cosaco Bogdan Khmelnitski de poner a la Pequeña Rusia (Ucrania) bajo la autoridad rusa, el zar había extendido el territorio ruso hacia Europa. Estableció la autoridad de Rusia en Kiev, cuna del cristianismo oriental. El Tratado de Andrúsovo, firmado en 1667 con Polonia, víctima de esta desposesión, colocó a Kiev bajo autoridad rusa durante dos años, pero Moscú no aceptó poner en cuestión esta conquista. En el momento en que la guerra de Polonia había comenzado, guerra provocada por la unión de Ucrania con Rusia, el zar Miguel despachó un enviado al rey de Francia para informarle y requerir su apoyo. En 1668, le sucedió otro intermediario, que fue encargado de proponer a Luis XIV mantener relaciones regulares con Rusia y abrir a los navíos franceses el puerto de Arcángel. Este enviado, Pedro Potemkin, se esforzó en convencer a Colbert del interés de responder a los avances rusos, pero en vano. ¿Habrá que extrañarse de que, decepcionada por la frialdad francesa y por la dejadez de los comerciantes franceses para responder a estas propuestas, la Rusia de Alejandro se dirigiera entonces a los alemanes? El barrio de los alemanes que prosperará en Moscú es testigo de la influencia creciente de Alemania.
Para comprender las vacilaciones de la relación franco-rusa, hay que considerar la visión que cada uno de estos países tenía del otro.
Para Rusia, Francia es el símbolo del poder y de la influencia europea, y esta visión alcanza su apogeo con el reinado de Luis XIV. En cuanto tienen su poder asegurado, todos los soberanos rusos se vuelven hacia Francia, buscan su aprobación, intentando crear una relación con ella. La unión de Henri I y Ana de Kiev les sirve de recomendación y de modelo para un vínculo que intentan restablecer. Pero lo que encuentran, a pesar de las garantías que ofrecen —la vuelta del orden interior, un Estado reconstruido y la independencia rencontrada— es una acogida constantemente distante. Para los franceses, Rusia era extranjera en Europa y su civilización, en el mejor de los casos era exótica, más bien bárbara, como aseguraban los pocos viajeros que se habían aventurado tímidamente en aquellos parajes tan lejanos.
A estas miradas cruzadas tan difíciles de conciliar, se añade un dato muy importante, el de las relaciones de Francia y de Rusia con algunos países europeos. Francia, desde la guerra de los Treinta Años, estaba obsesionada con la potencia creciente de los Habsburgo. Para oponerse a ellos, había concebido un sistema de alianza con tres países, Polonia, Suecia y el Imperio otomano. Estos países eran para Francia la barrera oriental que la protegía de los Habsburgo, y debía desviar su atención de Europa, a fin de que ella tuviese las manos libres.
Pero estos tres países eran vecinos de Rusia, y desde hacía tiempo sus relaciones con ella eran hostiles. Para resumir la situación, la barrera oriental tan apreciada por Francia se componía de países que Rusia consideraba sus enemigos históricos, y constituirá el campo privilegiado de una confrontación franco-rusa.
Albert Vandal, en la obra que ha dedicado a la política extranjera de Luis XV, muestra el dilema al que el rey se enfrentó, el asunto era la relación con Rusia. «Ella parecía —escribe— atraída hacia nosotros por una simpatía innata». Vandal retoma aquí las palabras de Saint-Simon narrando la visita a Versalles de Pedro el Grande «que estaba animado por una pasión extremada de unirse a nosotros». Desde entonces, la elección de Francia era «unirse francamente con Rusia», que hubiese remplazado en su sistema a Suecia, Turquía y Polonia. O bien mantenerse en esas alianzas tradicionales y reforzarlas «para empujar a Rusia a los desiertos y cerrarle el acceso al mundo civilizado». La posición francesa será por largo tiempo la de la indecisión, lo que traducía la perplejidad del rey ante un país tan lejano y siempre percibido como extranjero en Europa. Esta perplejidad, sin embargo, no resistirá al tiempo, como atestigua la percepción que, apenas un siglo después de la visita de Pedro el Grande, tiene Víctor Hugo de Rusia y de su lugar en Europa: «Francia, Inglaterra y Rusia son en nuestros días los tres gigantes de Europa. Después de sus recientes