HÉLÈNE CARRÈRE D’ENCAUSSE
La muralla rusa
El papel de Francia de Pedro
el Grande a Lenin
EDICIONES RIALP
MADRID
Título original: La Russie et la France
© 2019 by Librairie Arthème Fayard
© 2021 de la versión española realizada por MIGUEL MARTÍN
by EDICIONES RIALP, S. A.,
Manuel Uribe, 13-15, 28033 Madrid
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Realización ePub: produccioneditorial.com
ISBN (versión impresa): 978-84-321-5352-5
ISBN (versión digital): 978-84-321-5353-2
ÍNDICE
1. Pedro el Grande. La ventana abierta a Europa… y Francia
2. Del sueño francés a los reinados alemanes
3. Isabel I. Una elección francesa
4. Pedro III: la fascinación prusiana
5. El siglo de las Luces en Rusia
6. Pablo I: el vals de las alianzas
7. Alejandro y Napoleón: la coexistencia imposible
8. Nicolás I. Europa bajo vigilancia
10. Alejandro II — Napoleón III ¿Rusia y Francia reconciliadas?
12. Nicolás II. Los años franceses
13. La alianza ante la prueba de la realidad
15. Del apogeo de la alianza al hundimiento
ORIENTACIÓN BIBLIOGRÁFICA GENERAL
PRÓLOGO
¡QUÉ NOVELA ESTA DE LA LARGA RELACIÓN —tres siglos— que tantas veces atrajo, unió, enfrentó y reconcilió a Rusia con Francia!
Aunque todo comenzó bien. En el siglo XI, una bella princesa, Ana de Kiev, vino de esos parajes lejanos para casarse con el rey de Francia Henri I. El padre de esta princesa, Jaroslav el Grande, era un notable soberano que había hecho de su capital, Kiev —famosa por sus cuatrocientas iglesias con frescos suntuosos—, la rival de Constantinopla. La riqueza de sus Estados, su autoridad, su generosidad —acogía a todos los príncipes proscritos que huían de su país—, le habían asegurado un rango glorioso entre los soberanos de su tiempo. Por eso la alianza con su ilustre familia se deseaba en toda Europa, y una vez casada una de sus hijas con el rey de Francia, concedió enseguida la mano de las dos otras, Isabel y Anastasia, al rey de Noruega y al rey de Hungría. Kiev era entonces uno de los faros, una de las ciudades más radiantes del continente, algo que atestiguan las palabras de Ana al llegar a Compiègne, que mencionaba con nostalgia su esplendor y dejaba ver su disgusto ante el carácter todavía rudo de la corte de Francia.
El esplendor de Kiev no duró, sin embargo, más que un tiempo. Apenas Jaroslav expiró, la costumbre de la división patrimonial destruyó su herencia. Durante dos siglos, cerca de doscientos príncipes se disputaron las tierras que Jaroslav había unido; Kiev perdió así su unidad y su brillo. Ciertamente, el desastre no era algo propio solo de las tierras rusas; en la misma época, Europa occidental era también presa de la anarquía feudal. Pero en Kiev y en la Rusia del nordeste, el desastre quedó amplificado por una segunda catástrofe, la invasión mongola que duró dos siglos y medio. Rusia se separó de Europa, de la que había formado parte. Pero mientras ella atraviesa estos siglos aislada, en Europa viene el despertar. En Francia, soberanos destacados —Carlos VII y Luis XI— se dedican a construir un Estado poderoso. La civilización europea que ilustran no solo los soberanos franceses, sino también los Reyes católicos en España, los Tudor en Inglaterra y los reyes de Austria, toma un auge extraordinario.
Rusia sufrió un inmenso retraso respecto a este renacimiento europeo. Es solo a mediados del siglo XV cuando un soberano comienza la obra de reunir de nuevo las tierras y prepara —a término— la expulsión de los tártaros. Iván III es el artífice de esta lenta reconstrucción, que implica ante todo la sumisión a su autoridad de todos los príncipes rebeldes. Iván III casó con Sofía Palologa, la sobrina del último emperador de Bizancio y se reivindica como heredero de los emperadores bizantinos. Además de este argumento de autoridad, su matrimonio tuvo para Rusia una gran ventaja, atrajo a muchos extranjeros, griegos e italianos, sobre todo, arquitectos, ingenieros militares, artilleros que aportarán a Rusia conocimientos que les faltan y les abrirán una puerta al mundo exterior del que