«La situación es la siguiente —han dicho ahora los políticos, parafraseándose a sí mismos ante la prensa—: una cosa es que sea la tradición, pero estas enormes hogueras contravienen las normas de sanidad y de seguridad. Tarde o temprano va a haber alguna víctima mortal».
Ya ha habido heridos, pero eso no ha puesto freno al crecimiento de las hogueras. En todo Belfast Este, así como en algunas partes de Belfast Oeste, han seguido aumentando de tamaño, cada vez más, como torres de Babel en llamas: medio metro, un metro, tres metros más cerca del Cielo que el año anterior. Ahora las más grandes alcanzan los veinte o veinticinco metros de altura. Para quienes prefieran visualizar una imagen, esto equivale a tres casas de tamaño medio puestas una encima de otra. Esto es sin contar siquiera con las banderas que centellean en lo alto.
«Se acabó», han decidido finalmente los políticos. Se les ha encomendado dar una salida a esta situación y la mayor parte de la gente de esta ciudad ya no quiere hogueras. «Podéis seguir encendiendo vuestras hogueras según la tradición —han anunciado—, pero no pueden superar los diez metros de altura». Diez metros les sigue pareciendo una barbaridad, pero los políticos de aquí saben lo rápido que van a estallar las cosas si se arriesgan a prohibir las hogueras por completo. Es mejor acabar con la costumbre de forma paulatina. Es mejor ir reduciendo el tamaño de las hogueras. Centímetro a centímetro si hace falta. La mayoría de la gente cree que diez metros no está mal como solución intermedia, que las hogueras deberían prohibirse del todo o, si son especialmente inventivos, que podría encenderse una hoguera gigante a las afueras de la ciudad, donde no pudiera causar ningún daño.
En Belfast Este, a casi todo el mundo le parece que las restricciones son una idea pésima. Apenas están empezando a rozar la superficie de lo posible en lo que se refiere a la altura y el fuego, ¿por qué parar ahora? ¿Por qué no intentar llegar a los treinta metros, a los cincuenta? Lanzar un ardiente mensaje que pueda verse desde el espacio, o lo que es más importante, desde Dublín. En todos los pubs y tiendas del barrio se habla de esta injusticia. Las mujeres que toman el sol en la acera están todo el día con esto. Hasta los niños están indignados: la mitad de hoguera significa la mitad de madera que recolectar, ¿qué van a hacer el resto del mes? Hay quien habla de ignorar a los políticos y construir las hogueras de la altura que les dé la real gana. Es casi todo palabrería. Entre el fútbol y el calor, a los hombres no les quedan fuerzas para pelear. Lo único que quieren hacer es beber cerveza fría y darle a la lengua.
Pero ahora, semanas antes de que empiece de verdad la temporada de hogueras, ha habido una oleada de fuegos muy diferentes. Fuegos Altos, todos iniciados a una altura lo más cercana posible a los diez metros. El primero, en el departamento de lencería del Marks & Spencer de Royal Avenue, debajo de un perchero con pijamas de seda; el segundo, en el baño para discapacitados de la biblioteca Linen Hall. Después en el City Hospital, en el Royal Hospital y en la sala de actividades pedagógicas del Museo del Úlster, donde el viejo tigre de Bengala disecado, en su vitrina de cristal, se llevó la peor parte. Solo después del quinto incendio la policía empieza a advertir patrones: la altura, la hora, los responsables que se escabullen en vaqueros y con las capuchas de las sudaderas subidas para que no se les pueda reconocer en las grabaciones de las cámaras de seguridad.
Estos incendios han sido minuciosamente planeados. Empiezan en mochilas que contienen una mezcla de gasolina, papel y pastillas de encendido preparada cuidadosamente con antelación. Siempre se dejan en una ubicación especialmente inflamable. Aún no ha habido ningún herido. Los fuegos están planeados de tal forma que comiencen cuando hay poca gente alrededor: a primera hora de la mañana o justo antes de cerrar. Esto es un consuelo, afirma la policía en sus comunicados oficiales, pero tarde o temprano alguien va a resultar herido. Se trata de fuego, al fin y al cabo. Sus aviesos deseos son impredecibles.
Una vez que es oficial que los incendios están relacionados, parecen surgir por todas partes. Al principio solo se producen en lugares importantes. La mitad de los edificios protegidos de la ciudad han quedado marcados por las llamas o han sufrido daños causados por el agua. El coste es astronómico; la posibilidad de perder alguno de los edificios emblemáticos de Belfast es tan dolorosa que no se quiere ni contemplar. El Parlamento y el Ayuntamiento están en estado de alerta, rodeados por un cordón de agentes de policía equipados con chalecos antibalas y extintores. Ahora que han llamado la atención de los medios de comunicación, los responsables han pasado a objetivos menos prominentes: puentes, almacenes, edificios abandonados, viviendas sociales desocupadas, la estructura en ruinas del Centro Cultural Maysfield. La ciudad entera está ardiendo. Pero no se trata de la anarquía. Es un caos cuidadosamente orquestado. El juego sigue unas reglas: no permitir que resulte herido ningún civil, no ser visto y, lo más importante, la regla de los diez metros, el principio fundamental de los Fuegos Altos.
En los últimos días ha aparecido un vídeo en internet. La gente lo está compartiendo en Facebook y YouTube, y en las noticias de la televisión local están poniendo un fragmento borroso a todas horas. En el vídeo aparece una persona que se hace llamar el Incendiario. Es imposible identificarlo. Incluso podría ser una mujer. Lleva una máscara de Guy Fawkes y una sudadera negra con la capucha subida. No habla pero, teniendo en cuenta el mensaje, es fácil imaginárselo con un leve acento de Belfast Este, muy nasal y salido de la parte superior de la garganta. Va poniendo cartulinas con mensajes escritos delante de la cámara.
«Que no resulte herido ningún civil».
«Que nadie te vea».
«Enciende el fuego a diez metros de altura».
«Soy el Incendiario».
De fondo, con un estruendo como el de un martillo neumático, suena Firestarter, de The Prodigy. No es difícil pensar en unos cuernos de demonio ocultos bajo la capucha.
Una vez que ha mostrado todos los carteles, aparece una pantalla negra con seis palabras escritas en letras mayúsculas blancas: «DEJAD EN PAZ NUESTROS DERECHOS CIVILES». Esta es la única reivindicación de la persona que está orquestando todos los Fuegos Altos. Es una sola persona con un centenar de brazos, todos ellos dispuestos a provocar sus propios incendios en señal de protesta. La ciudad seguirá ardiendo hasta que los políticos accedan a eliminar las restricciones, ya que es completamente imposible detener un fuego que se propaga en tantas direcciones al mismo tiempo.
Nadie sabe quién es el Incendiario, nadie excepto Sammy Agnew, y aún no está del todo preparado para admitirlo. Ha reconocido algo familiar en la postura de los hombros del Incendiario, en su forma de mover las manos y ladear la cabeza con un gesto arrogante, como si quisiera llevarse un tortazo. Al principio solo era una sospecha. Sammy no estaba seguro. Se negaba a creerlo. Pero ahora ha visto el vídeo muchísimas veces. Una tras otra, en su portátil, con el volumen bajado para que no lo oiga su mujer. Su primera reacción siempre es protegerla a ella. Sammy ha intentado no verlo. Daría casi cualquier cosa por estar equivocado. Pero sabe quién se esconde tras la máscara. Está prácticamente seguro. Aun así, podría estar equivocado, ¿no?
Son las cinco en Belfast Este. Los bomberos han acudido al aparcamiento del centro comercial de Connswater. Están intentando a toda costa controlar un pequeño incendio en la segunda planta. El fuego ha empezado detrás de un Vauxhall Corsa, ya ha provocado una pequeña explosión y se ha extendido a los coches de ambos lados. Se está formando un muro de calor. A los bomberos les corre un sudor mezclado con humo bajo las máscaras protectoras y los monos ignífugos. Junto a la zona de devolución de los carros de la compra se ha congregado un grupo de adolescentes. Pronto empezarán a tirar cosas a los bomberos y al personal sanitario. No sabrán muy bien por qué lo hacen, pero sentirán la necesidad en las articulaciones del codo, una especie de violencia heredada de la generación anterior. Cuando tengan los ladrillos agarrados, echarán los brazos hacia atrás y lanzarán como profesionales.
A ochocientos metros de allí, en Orangefield, Jonathan Murray siente cómo el olor a coche quemado se le mete hasta el fondo de la nariz. Le dificulta la respiración hasta hacerle toser. Le empiezan a llorar los ojos. A pesar del calor, cierra la ventana. Lleva meses sin ver las noticias o leer un periódico. En todo ese tiempo no ha pasado más de diez minutos fuera de casa ni una