–¿Por qué no se permiten estos libros? –Julio se resistía a dejar el suyo donde estaba–. Tienen muy buena pinta...
Fede Erratas asintió.
–Tal vez por eso –dijo con cierta melancolía–. A través de sus páginas, estas novelas alimentan la imaginación, Julio. Te hacen soñar. Leer es viajar, muchachos. Asomarse a otras vidas, a otros paisajes. Para quien lee, no hay distancias ni fronteras.
Los ojos de don Fede Erratas resplandecían. Se notaba que amaba los libros. Su prohibición en Tediópolis era lo que más le hacía sufrir. Sumergido en esas historias, el bibliotecario se asomaba a una libertad que nunca había conocido.
–Uno puede escapar del aburrimiento con la lectura –interpretó Salomón–. Vaya sorpresa: ¡existen los libros divertidos! Por eso son ilegales.
Don Fede Erratas volvió a asentir.
–De todo lo que hay en la habitación –reconoció–, son lo más peligroso para el régimen de Tedi Osho IV. Cada novela es un refugio.
Alba colocó el que había hojeado en su hueco dentro del armario. Antes de apartarse, acarició su lomo y leyó en voz alta el título:
–El Principito.
–Tienes buen gusto –Fede Erratas sonrió–. Podrás leerlo aquí, no te preocupes. Ahora que conocéis mi almacén y os habéis comprometido a guardar el secreto –se encogió de hombros–, no tiene sentido que no disfrutéis también vosotros de su contenido.
–¡Muchas gracias! –saltaron ellos al unísono. Les hacía mucha ilusión tener acceso a esas historias.
–Ocultar todo lo que hay en esta sala es muy arriesgado –Alba lo decía con admiración, mientras calculaba–. Si lo pillan, podrían condenarlo a 1.317 años de cárcel. Menos mal que es usted valiente, don Fede. Si no...
–Si no, este tesoro se habría perdido para siempre –terminó por ella Salomón.
Julio se había apartado y ahora exploraba un extremo de la sala.
–Traiga el sillón, don Fede –Alba se puso seria, sacó su cinta métrica del bolsillo y se puso a observar con mirada certera las piezas que se veían en los estantes. No debían distraerse con tantas emociones–. Aquí hay muchas herramientas, se lo arreglaremos sin problemas.
El bibliotecario apenas tardó unos minutos en regresar con su asiento favorito.
–Ahora os tengo que dejar –dijo–. Debo volver al salón principal para que nadie sospeche.
–¿Y si Julio hace mucho ruido? –quiso saber Salomón, apuntando a su amigo con el dedo. El chico había agarrado un martillo y ahora parecía buscar algo para machacar.
–No hay problema –respondió Fede–. Las paredes son muy gruesas y esta habitación está lejos de la zona con público.
Después se marchó, cerrando la puerta tras él. Los niños se pusieron a buscar lo que necesitaban entre los montones de cosas que llenaban las estanterías. Tres horas más tarde, salían de la sala, subían la escalera y entregaban disimuladamente a don Fede Erratas el sillón, con el respaldo perfecto. Además, le habían incorporado una lamparita de lectura y un mecanismo giratorio con ruedas para que el bibliotecario se desplazara por los archivos sin tener que levantarse.
¡Esos niños eran capaces de todo!
–Muchas... muchas gracias –don Fede se echó a llorar de la emoción–. ¡Sois unos genios!
Acordaron que el bibliotecario no mostraría su sillón a nadie ni contaría que habían sido ellos los artistas que lo habían reparado.
–Hemos hecho algo más –dijo entonces Alba, con mucha intriga–. ¿Viene a verlo?
–¿Habéis hecho algo más... en tres horas? –el bibliotecario alucinaba.
Los chicos se miraron entre sí con sonrisas pícaras.
–Sí –respondió Salomón–. ¡Algo que no se ha visto jamás en Tediópolis!
Don Fede sintió mucha curiosidad. ¿Qué ocultaban? Echó un vistazo a la gente que leía en la estancia principal y, como no había mucha, se atrevió.
–Volvamos a la sala secreta –dijo–. ¡Me muero de ganas de ver lo que habéis fabricado!
•3
LAS AUTOMOSCAS Y EL PERRO BUZÓN
NADA MÁS ENTRAR en el almacén clandestino, don Fede Erratas comenzó a escuchar un extraño zumbido. Entonces se fijó en unas extrañas pelotillas metálicas que revoloteaban por el aire. ¡De ellas provenía el sonido!
–Pero ¿qué es eso? –preguntó.
–Tres automoscones –dijo Julio con orgullo–. Alba les ha puesto una batería y funcionan hasta seis horas seguidas. ¡A que molan!
El bibliotecario avanzó unos pasos y estudió el vuelo de esos insectos artificiales por toda la habitación.
–¿Habéis construido estas... criaturas con las piezas y herramientas que hay en esta sala?
–Sí –contestó Alba–. Lo más complicado han sido las alas de plástico y las patitas.
La gran diferencia de esos bichos con respecto a las moscas reales era el tamaño, pues los automoscones abultaban el doble.
–Y... –don Fede parecía hipnotizado por el revoloteo de esas maquinitas aladas–. ¿Para qué sirven?
Salomón se encogió de hombros.
–¿Para qué sirven las moscas? –repitió–. ¡Para molestar!
El bibliotecario ya había comprobado que cumplían bien su función, pues se los había tenido que apartar de la cara varias veces. Volvían todo el rato, eran muy pesados.
–Tranquilo, no pican –dijo Alba–. ¡Y los hemos diseñado para que vayan a la caca, como las auténticas!
–Qué bien –don Fede no sabía qué decir.
En ese momento, un ruido muy distinto interrumpió el zumbido de los automoscones: sonaba como una mezcla de tintineo de moneda, golpe contra hojalata y ladrido de perro.
–¡Aquí, Box! –llamó Julio–. ¡Ven, Box!
De entre unas cajas surgió un perro mecánico con forma de buzón, orejas de trapo y ojos de vidrio que se iluminaban. En vez de patas tenía ruedas, y su rabo era similar al de los cerditos, pues los niños habían utilizado un cable antiguo de teléfono.
–¡Muy bien, Box! –felicitaba Julio, acariciando el lomo metálico de la criatura–. ¡Ahora siéntate! ¡Sit, sit!
Box obedeció como un perro de verdad: sus ruedas traseras eran retráctiles, y al esconderse desapareciendo en el cuerpo, el animal mecánico conseguía posar su trasero de lata en el suelo. Ahora lamía la mano del niño con una lengua de caucho.
–Su lengua moja gracias a una sustancia que le ha puesto nuestro experto en química –dijo Alba señalando a Salomón.
–Es un líquido que tarda en secarse –aclaró él, muy profesional–. Perfecto para imitar las babas.
–Chicos... –don Fede no encontraba las palabras–. Yo... Me parece imposible que