Los samuráis cultivaban las virtudes marciales, y eran indiferentes a la muerte y al dolor en el cumplimiento de su lealtad a sus señores. Los samuráis tenían el privilegio de llevar dos espadas, que constituían el “alma del samurái”, según Nitobe.
Bushido presenta la causa de Japón en términos simples pero muy sinceros y comprensibles. El autor ilustra los puntos que presenta con ejemplos paralelos de la historia y la literatura europeas. Finalmente y ante todo, cree en la ley escrita en el corazón. Este libro fue originalmente publicado en 1905 por G. P. Putnam´s Sons, Nueva York.
PRÓLOGO A LA PRIMERA EDICIÓN
Hace unos diez años, mientras pasaba unos días bajo el hospitalario techo del distinguido jurista belga el finado M. de Laveleye, durante uno de nuestros paseos nuestra conversación se dirigió hacia el tema de la religión. “¿Quiere decir”, preguntó el venerable profesor, “que no imparten instrucción religiosa en sus escuelas?” Al responderle negativamente, se detuvo súbitamente sorprendido, y con una voz que no olvidaré repitió “¡No enseñan religión! ¿Cómo imparten la educación moral?” En ese momento, la pregunta me desconcertó. No podía dar una respuesta rápida, pues los preceptos morales que aprendí en los días de mi infancia no se enseñaban en las escuelas y hasta que no comencé a analizar los diferentes elementos que conformaban mi noción de lo correcto y lo incorrecto no me di cuenta de que era el Bushido el que los infundía en mí.
La creación de este pequeño libro se debe a las frecuentes preguntas hechas por mi esposa acerca de los motivos por los que algunas ideas y costumbres prevalecen en Japón.
En mis intentos por dar respuestas satisfactorias a M. de Laveleye y a mi esposa, hallé que sin la comprensión del feudalismo y el Bushido las ideas morales del Japón actual son un volumen cerrado.
Aprovechando un reposo obligado tras una larga enfermedad, puse en el orden ahora presentado al público alguna de las respuestas dadas en nuestras conversaciones domésticas. Fundamentalmente, consisten en aquello que se me enseñó en mis días de juventud, cuando el feudalismo continuaba vigente.
Teniendo a Lafcadio Hearn y a la Sra. Hugh Fraser por un lado y a Sir Ernest Satow y al profesor Chamberlain por otro, es realmente descorazonador escribir sobre algo japonés en inglés. La única ventaja que tengo sobre ellos es que puedo adoptar la actitud de un acusador particular, mientras que estos distinguidos escritores son, como máximo, abogados y procuradores. A menudo he pensado: “Si tuviera su don para la lengua, ¡presentaría la causa japonesa en términos más elocuentes!” Pero quien habla en un idioma prestado, debería dar gracias si consigue hacerse inteligible.
A lo largo de todo el discurso, he intentado ilustrar todos los aspectos con ejemplos paralelos de la literatura e historia europeas, en la creencia de que ello ayudaría a acercar el tema a la comprensión de los oyentes extranjeros.
Si alguna de mis alusiones a temas religiosos y a trabajadores religiosos se considera despreciativa, confío en que mi actitud hacia el Cristianismo no será cuestionada. Es hacia los métodos eclesiásticos y las formas que oscurecen las enseñanzas de Cristo, y no hacia las enseñanzas en sí mismas, que siento poca simpatía. Creo en la religión por Él enseñada y que ha llegado a nosotros a través del Nuevo Testamento, así como en la ley escrita en el corazón. Más aún, creo que Dios hizo un testamento que puede llamarse “antiguo” para todos los pueblos y naciones —gentiles o judíos, cristianos o paganos. Por lo que respecta al resto de mi teología, no debo abusar de la paciencia del público.
En la conclusión de este prólogo, deseo expresar mi gratitud a mi amiga Anna C. Hartshorne por sus muchas y valiosas sugerencias.
I. N.
INTRODUCCIÓN
A petición de sus editores, a quienes el Dr. Nitobe dejó cierta libertad de acción en relación con el prólogo, me alegra ofrecer algunas palabras de introducción a esta nueva edición de Bushido. He tenido relación con el autor durante quince años, pero, con su tema, durante más de cuarenta y cinco.
Fue en 1860, en Filadelfia (donde, en 1847, vi el Susquehanna), cuando me reuní con miembros de la embajada de Yedo. Estaba muy impresionado con estos extranjeros, para quienes el Bushido era un código viviente de ideales y costumbres. Más tarde, durante tres años que pasé en el Rutgers College, New Brunswick, N. J., estuve entre jóvenes nipones a quienes enseñé o conocí como estudiantes. Descubrí que el Bushido, acerca del cual hablábamos a menudo, era algo increíblemente atractivo. Tal y como se ve en la vida de estos futuros gobernadores, diplomáticos, educadores y banqueros, sí, incluso en las horas en que más de uno “cayó dormido” en el cementerio Willow Grove, el perfume de la flor más fragante del lejano Japón era muy dulce. Nunca olvidaré cómo el joven samurái moribundo Kusakabe, cuando fue invitado a los más nobles servicios, respondió: “Incluso aunque pudiera conocer a vuestro Maestro, Jesús, no le ofrecería únicamente los desperdicios de una vida.” Así, “en los banquillos del antiguo Raritan”, en atletismo, durante las bromas que se hacían durante la cena al contrastar lo japonés y lo yanqui, y en la discusión acerca de ética e ideales, me sentía muy deseoso de utilizar la “réplica encubierta del misionero” sobre la que una vez escribió mi amigo Charles Dudley Warner. En algunos puntos, los códigos de ética y propiedades diferían, pero más en puntos concretos o tangencialmente que como una ocultación o eclipse. Como escribió su propio poeta —¿fue hace mil años?— cuando al cruzar un páramo las flores cargadas de rocío que rozaba con su ropa dejaban sus gotas brillantes en su brocado: “En homenaje a este perfume, no quitaré esta humedad de mi chaqueta.” Es más, me alegraba salir del sendero trillado, que dicen que difiere de las tumbas sólo por su longitud. Pues, ¿no es la comparación la esencia de la ciencia y la cultura? ¿No es cierto que, en el estudio de idiomas, ética, religión y códigos de costumbres, “el que sólo conoce uno no conoce ninguno”?
Cuando me llamaron, en 1870, de Japón como educador pionero en la introducción de los métodos y el espíritu del sistema educativo público americano, qué contento estuve de abandonar la capital y, en Fukui, en la provincia de Echizen, ¡ver el feudalismo auténtico en acción! Ahí miré el Bushido, no como algo exótico, sino en su medio natural. Me di cuenta de que en la vida diaria el Bushido, con sus cha-no-yu, j-u-jȈ u-tsȈu (“jiu-jitsu”), hara-kiri, educadas genuflexiones en la calle, reglas de espada y camino, saludos pausados, cánones de arte y conducta, así como hazañas por las esposas, doncellas y niños, formaba el credo y la praxis universales de toda la población de la ciudad fortificada y de la provincia. En ellas, como en una escuela viviente de vida y pensamiento, los niños y las niñas se entrenaban por igual. Lo que el Dr. Nitobe ha recibido como una herencia, ha inhalado por las ventanas de su nariz, y de lo que tan graciosamente escribe, con tanta profundidad y amplitud de miras, yo lo ví. El feudalismo japonés “murió sin la visión” de su mayor exponente y más convincente defensor. Para él es como la ráfaga de una fragancia. Para mí era “la planta y la flor de la luz”.
Por tanto, viviendo bajo el feudalismo y a las puertas de su muerte, puedo ofrecer testimonio de la verdad esencial de las descripciones del Dr. Nitobe y de la exactitud de sus análisis y generalizaciones. Ha dibujado con arte magistral y ha reproducido el colorido del cuadro que mil años de literatura japonesa tan gloriosamente reflejan. El Código de Caballería se desarrolló a lo largo de un milenio de evolución, y nuestro autor apunta las floraciones que han acompañado el camino recorrido por millones de almas nobles, sus paisanos.
De todos modos, un estudio crítico ha hecho más profundo mi propio sentido de la potencia y el valor del Bushido para la nación. Quien quiera comprender el Japón del siglo XX, debe conocer algo sobre sus raíces en el pasado. Incluso aunque ahora sea tan invisible a la presente generación nipona como a los extraños, los estudiantes pueden leer los resultados de hoy en las reservas de energía de los días pasados. Los rayos de sol del tiempo no registrado han depositado el sustrato en el que ahora