–¡Me he comido dos trozos de pizza y un taco de ternera! –le explicó B.J. a Cora Jane con entusiasmo–. ¡Y me he bebido un refresco de los grandes! –frunció el ceño al admitir–: Eso no ha sido buena idea, papá ha tenido que parar el coche dos veces para que hiciera pis.
Cora Jane se echó a reír, miró a Boone con ojos penetrantes, y le preguntó con una expresión de lo más inocente:
–¿No tienes que ir a ver cómo va todo en tu restaurante?
–Sí. En fin de semana hay más movimiento, y me gusta ir a comprobar que la situación está bajo control.
–¿Por qué no va Emily contigo? B.J. puede quedarse aquí conmigo, y enseñarme todo lo que ha comprado para el cole.
–¿Estás segura? –le preguntó él. Llevaba el día entero muriéndose de ganas de estar a solas con Emily, y Cora Jane se lo estaba poniendo en bandeja.
–Claro que sí. Seguro que está cansado después de tanto ajetreo, puede quedarse a dormir aquí. Jerry va a venir dentro de un rato, así que tendré ayuda.
Boone la besó en la mejilla y le dijo, sonriente:
–Eres un ángel.
–Es una casamentera metomentodo –murmuró Emily, aunque estaba sonriendo y no puso ninguna objeción a lo que había propuesto su abuela.
–Cuidado con lo que dices, jovencita. No hagas que retire mi ofrecimiento –le advirtió Cora Jane.
–¡No, por favor! –se apresuró a decir Boone–. Venga, Emily, vamos al restaurante para comprobar que todo marcha bien.
–No vendremos muy tarde, abuela.
–Yo creo que sí –afirmó él, mientras la conducía hacia la puerta–. Hijo, haz caso a la señora Cora Jane. Pórtate bien.
–No te preocupes por B.J. –le dijo la anciana–, los dos nos llevamos de maravilla. Si vais a llegar tarde, no hace falta que llaméis para avisar. Así no nos despertaréis.
–Gracias –le dijo él, con una sonrisa de oreja a oreja.
En cuanto salieron de la casa, condujo a Emily hasta el coche medio a rastras y la hizo entrar en el vehículo apresuradamente.
–¡Parece que quieres huir a toda prisa! –comentó ella, con una carcajada.
–No quiero que tu abuela cambie de opinión, ni que B.J. empiece a preguntar por qué me acompañas al restaurante. Esto es un regalo caído del cielo, no voy a desaprovecharlo… y tú tampoco deberías hacerlo –condujo por el camino hasta que perdieron de vista la casa, y entonces detuvo el coche y le pidió con voz suave–: Ven aquí –cuando se inclinó hacia él, enmarcó su rostro entre las manos y la miró a los ojos antes de soltar un profundo suspiro–. Espero que esos zapatos tuyos que hemos comprado estén en el maletero, no he podido quitarme esa imagen de la cabeza en toda la tarde.
–La verdad es que yo pensaba que no ibas a lograr que estuviéramos a solas esta noche, pero los he dejado ahí por si acaso. Tendría que haber dado por hecho que mi abuela iba a ingeniárselas para echarte una mano.
Él le dio un beso largo y profundo, y después comentó sonriente:
–Yo no le he dicho nada a tu abuela. No he tenido que insinuar nada, ni suplicarle que me ayude.
–No hace falta, es una mujer muy astuta.
–¿Y eso te parece mal?
–En este momento, la verdad es que no –admitió ella, con una sonrisa traviesa–. Pisa el acelerador, Dorsett. Estamos perdiendo tiempo.
–¡Así me gusta! –exclamó, antes de incorporarse de nuevo a la carretera y poner rumbo a su casa.
En condiciones normales, el trayecto duraba unos quince minutos, pero estaba convencido de que podía acortarlo a diez. Podía hacer un montón de cosas interesantes con cinco minutos extra, sobre todo una vez que Emily estuviera desnuda.
Pasada la medianoche, cuando quedaron saciados al fin, les entró hambre y bajaron a la cocina.
–Para ser un hombre que tiene tres restaurantes, tienes la nevera bastante vacía –comentó ella, mientras echaba un vistazo.
–Esta semana no he tenido tiempo de ir a comprar; además, B.J. y yo hemos comido fuera casi todos los días, aquí solo hemos desayunado. Alex y él pidieron pizza para cenar anoche, hicieron palomitas, y de postre comieron helado –rebuscó en uno de los armarios, y sacó triunfal un paquete de palomitas–. ¡Sabía que había quedado algo!
Ella enarcó una ceja, y comentó con escepticismo:
–¿De verdad crees que unas palomitas nos van a dar la energía necesaria para aguantar un par de rondas más en el dormitorio? No sé tú, pero yo necesito proteínas.
–¿Preparo unas tortillas? Hay huevos, queso, y… –miró en el cajón de la verdura, y sacó una cebolla y un pimiento verde–. ¿Qué te parece?
–Sí, con eso me basta. ¿Anoche quedó algo de helado?
Boone abrió el congelador, sacó una tarrina medio vacía, y anunció sonriente:
–¡Aquí está el postre!
–¡Dame eso! ¿Dónde están las cucharas?
–En ese cajón de ahí. Ya que estás, saca también tenedores y cuchillos.
–Después del postre –le dijo ella, con una sonrisa de oreja a oreja, antes de meterse una enorme cucharada de helado en la boca y de cerrar los ojos extasiada.
Él soltó una carcajada, y comentó en tono de broma:
–No sé si estabas tan excitada mientras hacíamos el amor.
–Mucho más, te lo aseguro, pero es que esto está de rechupete. ¿Quieres un poco?
–Me conformo con la tortilla –no pudo dejar de mirarla mientras ella gemía de placer con cada cucharada de helado, y al final le advirtió–: Como sigas así, voy a llevarte de vuelta al dormitorio. Me estás poniendo a mil.
–Lo que pasa es que te sientes retado, quieres comprobar si tú también eres capaz de hacerme gemir así.
–Cielo, hace un rato estabas gimiendo sin parar; de hecho, si mal no recuerdo, también has suplicado un poco.
–¿Ah, sí? Pues yo no me acuerdo de eso.
–Yo sí.
–Vas a tener que demostrármelo –le retó, sonriente. Al ver que daba un paso hacia ella, alzó la mano para detenerle y le dijo con firmeza–: Después de las tortillas.
Él se echó a reír.
–Te juro que no recordaba que fueras tan provocadora.
–Puede que sea porque nunca estuvimos juntos de verdad –se puso seria, y añadió–: Nunca estuvimos así, con una casa entera para nosotros, sin tener que estar pendientes de la hora a la que había que volver a casa. Ahora estamos juntos como adultos.
–¿Y qué te parece? –le preguntó él, con el corazón en vilo.
Ella dejó la tarrina de helado sobre la mesa, le rodeó la cintura con los brazos y apoyó la cabeza contra su hombro antes de admitir:
–Que es increíble.
Boone sonrió aliviado al oír aquellas palabras. Ella tenía razón, su relación era increíble… ¡y pensar que apenas acababa de empezar!
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