A los diez años Alberto ya era el Ruso. Así lo había bautizado Marcial Gómez, un pibe morochito de ojos pícaros que, además de ser su compañero de escuela, jugaba al fútbol con él en el club Nueva Chicago, fundado en el barrio por aquellos años. A los padres del Ruso no les gustaba que él jugara al fútbol porque creían que traía malas juntas, pero el Ruso les decía que iba al club a tomar clases de ajedrez. Y, de hecho, así fue en un comienzo, hasta que cambió los alfiles por el potrero. Como era bastante malo jugando, si los postulantes eran muchos o número impar al armar los equipos, él era el primero en quedarse sin ningún puesto en la cancha.
Su casa era un mundo muy reducido y rígido, limitado a una humilde pieza en la que vivía con sus padres, y una pequeña cocina. El baño era compartido con otras familias. Pero apenas él ponía un pie en la vereda, el mundo se volvía infinito.
Una tarde de 1916, atravesó el tinglado del club para volver a su casa y vio algo que lo hizo detenerse en seco: por primera vez en su vida, a los doce años, el Ruso se topaba con un grupo de músicos. Era un cuarteto de tres guitarras y un cantante que ensayaban tangos para tocar en una fiesta a beneficio de la cooperadora del club. En ese instante, sin saberlo, su destino cambió para siempre. Y la ficha clave tenía que ver con el compás de dos por cuatro.
4
El Ruso tenía una suerte caprichosa, pero no había terminado de consagrarse a esa idea hasta después de hablar con Wilcox aquella noche de abril del 39, entre el humo del tabaco y el olor acre del antro de Carlusi. Esa ventura planteaba una secuencia particular de acontecimientos desde su mismo nacimiento en Mataderos o, más precisamente, desde que sus padres se casaron en Polonia y huyeron a la Argentina. El Ruso sentía que había un designio particular en el solo hecho de ser hijo de un shojet y una costurera, que escapados del hambre y la persecución habían cruzado toda Europa para embarcarse en Lisboa en el vapor que los traería hasta el Río de la Plata.
Su padre le había dejado claro desde siempre que luego de cumplir los trece años y tras iniciar su vínculo con Dios a través del bar mitzvá, comenzaría su preparación para convertirse en un shojet.
El Ruso se resistía silenciosa y visceralmente a ese mandato; sabía que cumpliéndolo se terminaba la vida que había imaginado para sí. Pero el universo tenía reservado otro destino para él, que se manifestó a través de un repentino y doloroso viraje: una mañana de otoño de 1918, un tranvía de la compañía inglesa Tranvías del Puerto descarriló y se tumbó sobre la vereda. Varios pasajeros sufrieron heridas de gravedad y dos transeúntes resultaron muertos por aplastamiento. Eran los padres del Ruso. Poco después de la tragedia, el flamante huérfano fue a parar a un orfanato en el que vivió hasta los dieciocho años.
De los pibes que vivían ahí, el Ruso se pegó al Ñato Medina, un chico de aspecto aindiado, unos años mayor, que había nacido en algún lugar del interior que ni él mismo recordaba. El Ñato se atrevía a todo, y era vivo como el hambre. Había debutado sexualmente con prostitutas que trabajaban en las inmediaciones del puerto, y las historias que contaba sobre aquella experiencia lo tenían al Ruso tan curioso como excitado.
Así fue como, una noche, el Ñato decidió revelarle a su amigo su secreto mejor guardado. Al final del patio del orfanato existía una puerta que llevaba a un depósito de camas y mobiliario en desuso. En ese lugar, disimulado por un cúmulo de muebles y un gran chapón, había un agujero de apenas cuarenta centímetros de diámetro por el que el Ñato se escabullía ciertas noches para salir a vagar por la ciudad.
Medina sabía muy bien lo que hacía: se acercaba a lugares concurridos por gente de plata y se dedicaba a abrir las puertas de los coches en busca de algunas monedas que al final sumaran la cantidad necesaria para pagarle a alguna prostituta. La mayoría de las veces, reunir ese monto le demandaba varias escapadas. Otras, ni siquiera esperaba juntarlo y se gastaba las monedas en otras cosas pero, noble de corazón como era el Ñato, decidió compartir su secreto con el Ruso, quien rápidamente se convirtió en su compañero de diversión.
Los viernes por la noche, el mejor sitio para pedir dinero era la Iglesia del Pilar, donde se casaba la gente de clase alta y se amontonaban los coches que traían a los invitados. Los sábados, en cambio, “había mucho pique”, como decía el Ñato, en la puerta del Teatro Colón, cita obligada de la oligarquía porteña. El Ruso era blanco y de ojos claros: no daba el estereotipo del pibe vagabundo capaz de despertar la misericordia de las damas de la alta sociedad, pero de la mano del Ñato aprendió a hacer trampa pasando sus manos por las ruedas de algún coche y refregándoselas por la cara y la ropa, y en un instante se convertía en un chiquilín andrajoso digno de limosna. Con monedas en el bolsillo y puchos que levantaba de la calle, el Ruso hacía su vida o, mejor dicho, su doble vida, la que alternaba con la del orfanato, que era un lugar bastante digno, donde si además uno era discreto y no buscaba problemas las cosas transcurrían bastante bien.
En una de esas fugas nocturnas, el Ruso volvió a encontrarse con aquello que tanto lo cautivó esa tarde a la salida del Club Nueva Chicago: el tango. Aquel reencuentro terminó de sellar su pasión para siempre. Fue en el barrio de Barracas, en las Tres Esquinas, sitio al que, por supuesto, llegó de la mano del Ñato, que –dicho sea de paso– lo dejo ahí para irse con una prostituta y no volver jamás. Nunca se supo si se fue con la mujer, si se subió a algún tren de carga o si se ahogó en el Riachuelo. Lo cierto es que el Ruso le estaría por siempre agradecido, no solo por haber compartido con él la salida secreta, sino por haberlo llevado esa noche al tugurio de Barracas, donde funcionaba el bar Las Tres Esquinas, que recientemente había sido rebautizado con el nombre de Cabo Fels en homenaje a Pablo Teodoro Fels, un conscripto que el 1 de diciembre de 1912 se había robado un avión militar y resultó el primer hombre en cruzar el Río de la Plata en apenas dos horas y veinte minutos de vuelo.
Aquel boquete del orfanato se convirtió entonces en una especie de portal mágico que conectaba dos dimensiones. El Ruso lo encontraba parecido a la puerta de su casa de la infancia: de un lado, la rigidez de las normas y una vida impregnada de temores; del otro, la alegría y la aventura, y, sobre todo, la chance de descubrirse a sí mismo a través de la experiencia directa. Gracias a ese portal mágico, el Ruso se convirtió en habitué del Fels y, con el tiempo, en plomo de un cuarteto de tango que tocaba allí los viernes.
Fueron tres años consecutivos, viernes tras viernes, que después de mendigar en la puerta de la iglesia, y con las monedas suficientes para viajar en tranvía, el Ruso se lavaba la cara en la fuente de la plaza y corría hasta el Fels para ocuparse de los músicos, de sus instrumentos, de acomodar las partituras y, por supuesto, de la ginebra que no debía faltar debajo de cada atril. Si por él hubiese sido se hubiera escapado del orfanato todas las noches, pero su perspicacia lo preservó: de haberlo hecho, tarde o temprano, lo hubiesen descubierto, por eso se reservó el riesgo solo para los viernes.
En el Fels, el Ruso conoció el tango y la noche. Se sabía de memoria todo el repertorio del cuarteto y durante el día en el orfanato, mientras hacía sus tareas, cantaba bajito uno tras otro los tangos que cada viernes lo deleitaban. Ya con dieciséis años, siendo casi un hombre, su vida dio un nuevo e inesperado giro. Fue un viernes. Como siempre, el Ruso estaba en el Fels listo para asistir a los músicos, pero esa noche el cantante se presentó con una gran afonía que no le permitía emitir sonido. El Ruso no dudó un instante y les propuso a los músicos ser el reemplazo. La batuta del