–No es que importe –le dijo a Puss, dándole una lata de sardinas–. Él no me conoce de nada, y yo a él tampoco, pero creo que sería agradable conocerlo. Aunque ya se habrá olvidado de mí…
Pero no era así. Él había vuelto a casa del doctor Bowring, pensando en ella. Conocía al doctor y a su esposa desde hacía muchos años. Habían estudiado Medicina juntos y ella era enfermera, y habían desarrollado una buena amistad que perduraba, a pesar de que él vivía y trabajaba en Holanda. En sus ocasionales visitas a Inglaterra hacía todo lo posible por verlos, aunque esa era la primera vez que los visitaba en Somerset. En la comida les habló de su paseo hasta Barrow Hill.
–Y me encontré a una joven allí, con una ropa bastante gastada, cara redonda, cabello castaño, muy descuidada, pero con una voz muy agradable. Me dijo que cuidaba de su padre, pero que se había escapado un par de horas porque era su cumpleaños.
–Serena Lightfoot –dijeron a coro sus acompañantes.
–Un encanto –dijo la señora Bowring–. Su padre es el hombre más horrible que conozco. Echó a George, ¿verdad, querido?
El doctor asintió con la cabeza.
–Está perfectamente, pero ha decidido ser un inválido el resto de su vida. Cuando su mujer murió, despidió al ama de llaves, y ahora Serena se encarga de la casa con la anciana señora Pike que va un par de veces a la semana. No es vida para una chica joven.
–¿Y por qué no se va? Ya es mayor, y parece bastante lista.
–He hecho todo lo posible para persuadirla de que se busque un trabajo fuera de casa, igual que el párroco, pero parece que le hizo una promesa a su madre. Pero no todo es pesimista. En el pueblo se sabe que Gregory Pratt pretende casarse con ella. Es abogado. Un hombre prudente, con miras a la nada despreciable situación económica y la casa que el señor Lightfoot presumiblemente dejará a Serena. Sus dos hermanos tienen una buena posición y no ven mucho a su padre.
–Así que Serena se convertirá en una heredera.
–Eso parece. Y Gregory es muy consciente de ello.
–Pero seguramente se lo habrá dicho.
–Oh, no. Entonces Serena pensaría que sólo quiere casarse con ella por el dinero y la casa.
El holandés levantó las cejas.
–¿Y no es así?
–Claro que sí. ¡Querido, Ivo! Él no está enamorado de ella, y dudo que ella lo esté de él, pero es muy atento y creo que a Serena le gusta bastante. Es una chica sensata; sabe que no tiene muchas posibilidades de salir de su casa a menos que su padre muera.
–Es una pena –dijo la señora Bowring–, porque es muy simpática y amable; debe de anhelar tener bonitos vestidos y salir con gente de su edad. No sabes lo que me cuesta que venga a tomar algo o a cenar. Su horrible padre dice que se siente mal en el último momento, o llama por teléfono justo cuando acabamos se sentarnos a la mesa y la ordena que vuelva a casa porque se está muriendo.
Entonces se pusieron a charlar de otras cosas, y no volvieron a hablar de Serena. Dos días después el señor van Doelen volvió a Londres, y enseguida a Holanda.
Fue al sábado siguiente cuando Gregory pasó a ver a Serena y, tras saludarla de una manera mecánica subió a ver a su padre. Como hombre que sabía lo que le convenía, no perdía ninguna oportunidad de mantener una buena relación con el señor Lightfoot. Pasó media hora con él, escuchando con aparente atención sus comentarios sobre el Gobierno. Después bajó al cuarto de estar y se encontró a Serena sentada en el suelo, haciendo el crucigrama del periódico.
Él se sentó en una de las anticuadas butacas.
–¿No estarías más cómoda en una silla, Serena?
Ella se sentó sobre sus talones y lo miró.
–Olvidaste mi cumpleaños.
–¿Ah, sí? Después de todo, los cumpleaños no son importantes, no cuando uno es adulto.
Serena escribió una palabra, y dijo:
–Me habría gustado una tarjeta, y flores, un gran ramo de rosas envuelto en celofán, y un frasco grande de perfume.
Gregory se rio.
–Tienes que crecer, Serena. Has leído demasiadas novelas. Ya sabes mi opinión acerca de malgastar el dinero en tonterías…
Ella escribió otra palabra.
–¿Por qué iban a ser tonterías unas flores y unos regalos cuando se los das a alguien a quien amas y a quien quieres complacer? ¿Has sentido alguna vez deseos de comprarme algo, Gregory?
Él carecía de imaginación y de sentido del humor, y además, tenía un elevado concepto de sí mismo.
–No –dijo seriamente–, no puedo decir lo contrario. ¿Qué sentido tendría, querida? Si te regalase una gargantilla de diamantes, o lencería de Harrods, ¿cuándo ibas a tener ocasión de ponértelo?
–Así que cuando vas a comprarme un regalo piensas: «¿Qué podría comprarle a Serena que pueda utilizar a diario?» Como eso que me regalaste para rallar verduras que tardas un día en limpiarlo.
Él le sonrió indulgentemente.
–Creo que estás exagerando, Serena. ¿Qué tal una taza de té? No puedo quedarme mucho rato; voy a cenar con el director de mi departamento.
Ella sirvió el té, y él le contó su semana de trabajo mientras se lo bebía y comía varios trozos del bizcocho que ella había horneado. Él pensaba que, dado que ella tenía tan poco que decir, y a pesar de su falta de atractivo, sería una esposa adecuada para él. No se detenía demasiado a pensar en la casa y la herencia que tendría, y que la hacían todavía más adecuada.
Él volvió a subir para despedirse del señor Lightfoot, y cuando bajó la besó en la mejilla y le dijo que haría todo lo posible por volver el fin de semana siguiente.
Serena cerró la puerta tras él y recogió las tazas del té. Gregory no era austero, era un verdadero tacaño. Mientras fregaba pensó en él. No estaba segura cuándo había empezado a mostrar interés por ella, pero su vida era tan aburrida, que se había sentido halagada y dispuesta a gustarle. Al poco tiempo su padre le concedió su aprobación, y cuando sus hermanos lo conocieron, le aseguraron que Gregory sería un marido maravilloso. Ante la perspectiva de una vida propia, ella había estado de acuerdo con ellos.
Pero los años habían pasado y, aunque Gregory hablaba a menudo de cuando estuviesen casados, nunca le había pedido que se casase con él. Honesta y sin malicia, y pensando que todo el mundo era así, Serena ni por un momento había pensado que Gregory estaba esperando a que su padre muriese para convertirse en el dueño de la casa y de su capital. Él no pretendía ser deshonesto, ella tendría todo lo que quisiera, dentro de lo razonable.
Por supuesto, Serena no sabía nada de eso… Aún así empezaban a asaltarle las dudas. Así como otros pensamientos, sobre el desconocido con quien había hablado tan libremente en Barrow Hill. Le había gustado; le había parecido como si le conociese de toda la vida, como si fuese un viejo amigo. Claro que era una tontería, pero su recuerdo seguía en su cabeza.
Su hermano mayor apareció durante la semana. Sus visitas solían ser poco frecuentes, aunque vivía en Yeovil, pero, según decía, era un hombre muy ocupado. En Navidad y en el cumpleaños de su padre iba con su esposa y los dos niños. Visitas obligadas que a nadie agradaban. Se parecía mucho a su padre, y no se llevaban bien. Serena le ofrecía café o té y él le preguntaba cuestiones de dinero, pero nunca le preguntaba si estaba contenta con la vida que llevaba. Y aquella visita fue como las otras.
Tomando una segunda taza de café, Serena dijo:
–Me gustaría tomarme unas vacaciones, Henry.
–¿Unas vacaciones?