Le ofreció los obsequios que le mandaban los niños de Dolly y le dijo que en Moscú, en casa de los tíos, había una niña de nombre Tania que ya sabía escribir y enseñaba a los demás niños.
—¿Es que valgo menos que ella entonces? —preguntó el niño.
—Vida mía, para mí vales más que nadie.
—Ya lo sabía —dijo Sergio, mientras sonreía.
Antes de que Anna finalizara de tomar el café, le notificaron la visita de la condesa Lidia Ivanovna. Era una mujer gruesa y de alta estatura, de color enfermizo y amarillento y enormes y maravillosos ojos negros, un poco pensativos.
Anna la quería mucho y, no obstante, pareció apreciar por primera vez sus defectos.
—Querida, ¿así que llevó el ramo de oliva a los Oblonsky? —preguntó la Condesa.
—Sí, todo está arreglado —contestó Anna—. Las cosas no estaban tan mal como nos imaginábamos. Mi bella cuñada toma sus decisiones con mucha precipitación y...
Sin embargo, la Condesa, que tenía el hábito de interesarse por cuanto no le interesaba, y, en cambio, frecuentemente no ponía ninguna atención en lo que le debía importar más, interrumpió a Anna:
—Estoy consternada. ¡En el mundo hay mucha maldad y mucho sufrimiento!
—¿Pues qué ocurre? —preguntó Anna, borrando su sonrisa.
—Comienzo a cansarme de luchar inútilmente por la verdad, y en ocasiones me siento totalmente abatida. Ya usted puede ver: la obra de los hermanitos (era una institución religiosa-benéfico-patriótica) andaba por buen camino. ¡Pero con esos señores no se puede hacer nada! —expresó la Condesa en tono de irónica resignación—. Aceptaron la idea con el único fin de desvirtuarla y ahora la juzgan de una manera indigna y ruin. Únicamente dos o tres personas, entre ellas su esposo, entendieron el auténtico alcance de esta empresa. Los otros solamente la desacreditan... Recibí carta de Pravlin ayer.
(Estaba hablando del famoso paneslavista Pravlin, que vivía fuera del país.) La Condesa dijo lo que había escrito en su misiva y después habló de las dificultades que se oponían a que las iglesias cristianas se unieran.
La Condesa, explicado aquello, se fue precipitadamente, porque tenía que ir a dos reuniones, una de ellas la sesión de un Comité eslavista.
«Para mí, nada de esto es nuevo. ¿Pero por qué será que ahora lo veo todo de otra forma?», se dijo Anna. «Lidia me ha parecido hoy más nerviosa que en otras oportunidades. Todo eso, en el fondo, es un absurdo: dice que es cristiana y no hace más que criticar y enfadarse; todos son sus enemigos, a pesar de que estos enemigos también digan que son cristianos y persigan los mismos objetivos que ella».
Más tarde, después de la Condesa, llegó la mujer de un funcionario de alto nivel, que contó a Anna todas las noticias del momento y se marchó a las tres, haciendo la promesa de volver otro día a comer con ella.
El marido de Anna estaba en el Ministerio. Ella asistió a la comida de Sergio (que siempre comía solo) y después arregló sus cosas y despachó la correspondencia que tenía atrasada.
En ella no quedaba nada de la vergüenza e intranquilidad que había sentido durante el viaje. Ya en su ambiente habitual se sintió ajena a todo miedo y por encima de toda recriminación sin entender su estado anímico del día anterior.
«A fin de cuentas, ¿qué ocurrió?», se preguntaba. «Vronsky me dijo una bobería y yo le respondí como debía. Hablar de ello a Alexis es totalmente inútil. Parecería que daba mucha importancia al tema».
Le vino a la memoria una ocasión que un subordinado de su esposo le hiciera una declaración de amor. Pensó que era adecuado y oportuno decírselo a Karenin y este le respondió que toda mujer de mundo tenía que estar preparada para tales eventualidades, y que él tenía confianza en su tacto, sin dejar que los celos lo arrastraran, algo que habría sido humillante para ambos.
«De manera que es preferible guardar silencio», decidió Anna ahora como conclusión de sus reflexiones. «Además, no tengo nada que contarle, gracias a Dios».
XXXIII
El esposo de Anna llegó a su casa a las cuatro, pero como le sucedía frecuentemente, no tuvo tiempo de ver a su mujer y pasó directamente al despacho para firmar los documentos que le llevó su secretario y recibir las visitas.
Había, como era habitual, varios invitados a comer: una anciana prima de Karenin, uno de los directores del ministerio donde era funcionario Karenin, con su esposa; una anciana, que era su prima, y un muchacho que le habían recomendado.
Para recibirles, Anna bajó al salón. Apenas dio las cinco el enorme reloj de bronce de estilo Pedro I, Alexis Alexandrovich hizo su aparición con traje de etiqueta, corbata blanca y dos condecoraciones en la solapa, debido a que tenía que salir después de comer. Alexis Alexandrovich tenía los momentos contados y había de cumplir sus obligaciones diarias con una puntualidad muy estricta.
Su lema era: «Ni descansar, ni precipitarse».
Cuando entró en la sala, saludó a todos los presentes y, sonriendo, dijo a su esposa:
—¡Finalmente terminó mi soledad! No te imaginas lo «incómodo» —e hizo énfasis en la palabra— que es comer sin compañía.
Karenin, durante la comida, pidió a su esposa noticias de Moscú, sonriendo irónicamente cuando mencionó a Esteban Arkadievich, pero la charla, de un carácter general en todo momento, versó sobre la política y el trabajo en el ministerio.
Finalizada la comida, Karenin permaneció media hora con sus invitados y posteriormente se marchó para asistir a un consejo, después de un nuevo apretón de manos y una sonrisa a su esposa.
Anna no quiso ir al teatro, donde esa noche tenía palco reservado, ni a casa de la condesa Betsy Tverskaya, que, al saber que había llegado, le envió un recado de que la estaba esperando. Anna, antes de ir a Moscú, dio tres vestidos a su modista para que se los arreglase, porque ella sabía vestir bien gastando poco. Y, cuando se marcharon los invitados, Anna comprobó con enfado que de los tres vestidos que la modista le prometiera tener arreglados para cuando volviera, dos todavía no estaban terminados y el tercero no había quedado como a ella le gustaba.
Llamada de inmediato, la modista pensaba que el vestido le quedaba mejor a Anna de aquella forma. Anna Karenina se enfureció de tal manera contra ella que inmediatamente se sintió avergonzada de sí misma. Entró en la habitación de Sergio para serenarse, le acostó, le arregló las sábanas, le persignó con una señal de la cruz muy amplia y se marchó de la alcoba.
Se alegraba ahora de no haber salido y se sentía un poco más tranquila. Recordó la escena de la estación y reconoció que ese incidente, al que diera demasiada importancia, solo era un detalle insignificante de la vida mundana del que no tenía por qué sonrojarse.
Se acercó junto a la chimenea para esperar la vuelta de su marido mientras leía su novela inglesa. La autoritaria llamada de Alexis Alexandrovich sonó en la puerta a las nueve y media en punto y este entró en la alcoba un momento después.
—Vaya, ya volviste —dijo Anna, tendiéndole la mano, que él besó antes de tomar asiento junto a ella.
—¿De manera que todo fue bien en tu viaje? —inquirió el marido.
—Sí, muy bien.
Ella le contó todos los detalles: la grata compañía de la condesa Vronsky, la llegada, el accidente en la estación, la compasión que sintiera primero hacia su hermano y después hacia Dolly.
—La falta de Esteban es imperdonable, aunque sea tu hermana —dijo Alexis Alexandrovich enfáticamente.
Anna sonrió. Su marido intentaba hacer ver que los lazos de parentesco no tenían ninguna