E-Pack HQN Jill Shalvis 1. Jill Shalvis. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Jill Shalvis
Издательство: Bookwire
Серия: Pack
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9788413756516
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Joe se la puso en el costado y rezó porque sirviera para bajarle la hinchazón. Tenía planes para aquella noche.

      –¿Vais a contarme lo que ha pasado? –preguntó Archer.

      Joe se encogió de hombros. O empezó a hacerlo, más bien, porque aquel movimiento le causó un terrible dolor.

      –Lo que ha pasado es que hemos hecho el trabajo.

      Archer cabeceó.

      –No había visto a nadie sorprenderos de esta forma desde hacía años.

      Joe sabía que Archer tenía razón. Él estaba distraído y había perdido la concentración, tanto, que el tipo pudo sacar un arma y hacerle daño. Ni siquiera recordaba la última vez que había ocurrido algo así.

      Archer lo miró pensativamente.

      –¿Te acuerdas de cuando me pegaron un tiro?

      –Sí, el año pasado –dijo Joe–. Lo recuerdo perfectamente, porque Elle casi nos mata a todos por permitir que te hirieran.

      –No estaba pensando en el trabajo. ¿Cuántas veces más ha ocurrido eso?

      –Nunca –dijo Joe.

      Archer esperó a que Joe captara lo que le estaba diciendo.

      –Mierda –dijo Joe–. ¿Crees que la he fastidiado porque estaba pensando en Kylie?

      –Ahí lo tienes –respondió Lucas–. Estaba empezando a preocuparme por si tenías una conmoción cerebral.

      Joe exhaló una bocanada de aire.

      –Mierda –dijo de nuevo.

      Archer soltó un resoplido.

      –Tío, Elle estaba empeñada en que iba a suceder esto. No tenía que haber hecho la apuesta con ella. Me ha sacado cien pavos.

      Reyes empezó a canturrear Another One Bites the Dust en voz baja.

      Lucas tenía cara de horror al pensar en que Joe había perdido la concentración por una mujer.

      –Ah, tío. Deberías haber dejado que el tipo te acuchillara en el costado. Habría sido menos doloroso.

      Joe ignoró a su compañero y miró a Archer.

      –No volverá a ocurrir.

      –Espero que sea cierto –dijo Archer–. Supongo que sabes que le rompiste dos costillas después de que te hiciera esa herida.

      Y le habría roto el resto si no llega a ser porque Lucas lo había apartado de él.

      –Me cabreó.

      Archer sonrió.

      –Vete a la cama, tortolito. A dormir.

      Una idea muy inteligente. Sin embargo, había quedado demostrado que con respecto a Kylie, él no tenía inteligencia. Por ese motivo, subió al coche y no fue a su casa. Fue a la de Kylie.

      Aparcó y se levantó la camiseta para mirarse la herida. La hinchazón era mínima, y la fila de puntos diminutos y perfectos que le había dado Lucas no era demasiado visible, si se dejaba la camiseta puesta, claro. Inclinó la cabeza hacia atrás y tomó una bocanada de aire. Después, lentamente, la exhaló.

      Era la una de la mañana, y estaba agotado. Y, por una vez, no tenía plan A, ni B. Ningún plan. Tal vez se quedara allí y mirara su casa, como un adolescente enamorado, durante el resto de la noche.

      Sin embargo, la pasividad no era una de sus características, así que, como ella tenía las luces encendidas, decidió ir a verla.

      Kylie le abrió la puerta al oír su llamada. Estaba un poco sudorosa y tenía la respiración entrecortada, y llevaba ropa deportiva.

      –Eh, ¿qué haces?

      –Eso te pregunto yo a ti –dijo él.

      –No podía dormir.

      –Entonces, ¿estabas ocupándote de tus asuntos? –preguntó él, esperanzadamente–. ¿Con tu sable de luz, tal vez?

      Ella puso los ojos en blanco.

      –¿Por qué los hombres vais inmediatamente a eso?

      –Porque solo somos adictos al sexo que buscamos nuestra siguiente dosis –respondió él. La apartó de un empujoncito y entró. Entonces, vio la colchoneta de yoga en el suelo, delante de la televisión, que estaba detenida en la imagen de una serie. Aquella imagen le arrancó la primera carcajada del día.

      –¿Las chicas de oro?

      –Es lo único que no he visto completo todavía –dijo ella. Apagó la tele, y la sonrisa se le apagó un poco–. ¿Estás bien? Tienes cara de estar muy cansado.

      –Trabajo –dijo él, y se pasó una mano por la cara–. Ha sido una noche muy larga.

      –¿Todo el mundo está bien?

      –Sí. Bueno, salvo el malo. No le apetecía ir a la cárcel.

      Ella se quedó boquiabierta.

      –¿Y qué…?

      –Intentó volarnos a Lucas y a mí por los aires con una granada de mano. Pero lo único que voló fue un contenedor. Ah, y él se llevó lo suyo.

      –Oh, Dios mío –dijo ella con espanto.

      –Una noche interesante, sí.

      Entonces, ella entrecerró los ojos y se le acercó, mirando su camisa.

      –Eso es… ¿sangre?

      Él se miró la pechera. Se le había pegado la camisa al lugar donde había sangrado. Mierda.

      –No es nada. Un arañazo.

      Ella palideció y comenzó a subirle la camisa.

      –De verdad, solo necesitaba una tirita, pero…

      –Quítatela –le ordenó ella, y ¿quién era él para contradecir a una mujer autoritaria que quería que se quitara la ropa?

      Con cuidado, sacó el brazo y se quitó la camisa. Al instante, se vio sentado en una de las sillas de la cocina, con una mujer sexy y cálida inclinada sobre él.

      –Oh, Dios mío, ¿cuántos puntos te han dado?

      –No demasiados.

      –¿Fuiste a urgencias y te dejaron con toda esta sangre?

      Antes de que él pudiera responder, ella le estaba limpiando la piel y haciéndole mimos.

      –Qué descuidados los enfermeros –dijo.

      –Sí, bueno, Lucas no es exactamente protector y gentil.

      Ella alzó la cabeza de golpe.

      –¿Lucas? ¿Tu compañero de trabajo? ¿Te ha dado él los puntos?

      –Sí.

      –Pero ¿qué te pasa? ¿Por qué no has ido al hospital?

      –No me gustan los hospitales. Pero, eh, Lucas era médico. Siempre nos está cosiendo a alguno. Es muy bueno.

      Ella movió la cabeza, murmurando algo sobre los machos alfa y su terquedad. Se miraron y, como si pudiera leer en sus ojos el motivo por el que odiaba los hospitales, a ella se le suavizó la expresión, y continuó limpiándolo.

      La cocina estaba caliente y sus manos, también, y él estaba cansado. Muy cansado. Se apoyó en el respaldo de la silla y cerró los ojos, deleitándose con su cercanía, con su respiración cálida en el cuello y con su olor.

      Cuando ella terminó, se inclinó y le besó la piel, justo por encima de la gasa blanca de la herida. Joe abrió los ojos y la miró.

      –¿Mejor? –preguntó.

      Él