De pronto me sentí estúpido y resolví regresar a casa ese mismo día. Entonces recordé que aún tenía una semana de vacaciones por delante y no quise desperdiciarla. Se me ocurrió ir a un lugar bullicioso y alojarme en un verdadero hotel: un lugar con servicio en la habitación, alberca y playa privada. Quería emborracharme bajo una palapa, fumar un cigarrillo tras otro y entregarme a una morena frondosa que no guardara el menor parecido con Marcela ni con Amelia.
Volví a la habitación para terminar de vestirme y guardar mi ropa en la maleta. El dolor de cabeza había aumentado, así que tomé otras dos aspirinas. Cuando bajé a la recepción la encontré desierta. Llamé un par de veces al encargado pero nadie respondió. Dejé la llave sobre el mostrador y salí del edificio. El estacionamiento se encontraba vacío. Metí la maleta en el asiento trasero, encendí el motor y puse la reversa.
Mientras maniobraba para salir miré por última vez el jardín. Eso me detuvo. El jardín.
Apagué el auto y descendí. Regresé sobre mis pasos y entré a la recepción. Sin pensarlo me dirigí hacia la chimenea. De allí tomé la pequeña pala de hierro que colgaba entre el atizador y la escobilla, los cuales seguramente nunca habían sido utilizados.
Cuando volví a salir, la luz del sol me golpeó el rostro y taladró mis ojos. Avancé tambaleante presa de un mareo que, sin embargo, no me detuvo. Caminé de manera maquinal, sosteniendo la minúscula pala de hierro y abriéndome paso entre la vegetación. El jardín parecía oponer resistencia, como si se negara a dejarme entrar. Me dirigí trabajosamente hacia el extremo más umbroso, allí donde se encontraba (¿todavía?) la última palmera, la más oculta…
La identifiqué de inmediato y conté cuatro pasos desde su tronco. Sin reparar demasiado en mis acciones golpeé la tierra con el hierro. Abrí el suelo con dificultad. Mientras trabajaba, nunca pensé en la acción corruptora de la humedad, en la herrumbre que a estas alturas habría atacado la lata de la cajita hasta disolverla junto con su contenido. Actuaba por impulso, tercamente; como si se tratara de una tarea vital e impostergable. Como si al realizarla pudiera liberarme de un peso que me oprimía la cabeza, produciéndome aquella insoportable migraña.
Tras excavar de manera febril en varios lugares al fin apareció lo que había estado buscando. Extrañamente, la caja de caramelos de mi prima lucía intacta. Daba la impresión de que nunca hubiera estado bajo tierra. La parte superior mostraba con claridad el pueblo tirolés, las casitas con techo de dos aguas rodeando la pequeña plaza y los aldeanos vestidos con sus trajes típicos. La miré durante largo rato. Se sentía muy ligera, como si se encontrara vacía. Finalmente me atreví a abrirla.
En el interior había una mariposa verdiazul, casi turquesa. Permanecía inmóvil. Al principio la creí muerta. Sin embargo, pasados unos segundos comenzó a agitarse y después batió las alas. Su vuelo la llevó fuera de la caja. Se quedó suspendida ante mí, casi rozándome el rostro. Luego se alejó y fue ganando altura. Sus alas lanzaban destellos iridiscentes. Se elevó hasta alcanzar el penacho de hojas que coronaba la palmera y siguió subiendo. Volaba tan alto que pronto se convirtió en un pequeño punto. Antes de perderla de vista, noté que se dirigía al norte: hacia el mar.
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