El hotel de cristal. Emily St. John Mandel. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Emily St. John Mandel
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9788418217241
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gustaba vivir en mi casa, no le gustaba ir al instituto y, si hubieras pasado más tiempo con ella, sabrías que no sirve de nada intentar que Vincent haga algo que no le gusta. Es como darse con una pared de ladrillos. Disculpa, tengo que salir corriendo hacia una reunión. Cuídate.

      Paul escuchó el tono del dial agarrado a una tarjeta de embarque con el número de Vincent garabateado en la parte de atrás. Había alimentado fantasías de que lo acogieran en una habitación de invitados, pero el suelo empezaba a moverse rápidamente bajo sus pies. Sus auriculares colgaban del cuello, así que se los puso con manos temblorosas; apretó el botón de play en el CD de su discman y dejó que los Conciertos de Brandeburgo lo calmaran. Solo escuchaba a Bach cuando necesitaba orden desesperadamente. «Esta es la música que me llevará a Vincent», pensó, y se dispuso a encontrar un autobús que lo llevara al centro. ¿En qué tipo de apartamento viviría Vincent, y con quién? La única amiga de su hermana que recordaba era Melissa, y solo porque estaba allí cuando Vincent hizo el grafiti por culpa del cual la expulsaron de forma temporal de la escuela.

      «Bórrame». Palabras garabateadas con pasta ácida en una de las ventanas norte de la escuela mientras el rotulador temblaba un poco en la mano enguantada de Vincent. Tenía trece años y estaban en Port Hardy, en la Columbia Británica, un pueblo en el extremo más al norte de la isla de Vancouver que era en cierto modo menos remoto que el lugar donde vivía Vincent en ese momento. Paul llegó a la esquina del instituto demasiado tarde para detenerla, pero a tiempo de ver cómo lo hacía, y entonces los tres (Vincent, Paul y Melissa) guardaron silencio un instante y observaron los delgados rastros de ácido que goteaban por el vidrio desde varias letras. A través de las palabras, el aula oscura era una masa de sombras, hileras vacías de pupitres y sillas. Vincent llevaba un guante de cuero de hombre que había encontrado Dios sabía dónde. En ese momento se lo quitó y lo dejó caer en la pisoteada hierba invernal, donde yació como una rata muerta mientras Paul se quedaba en pie, boquiabierto e inútil. Melissa se reía, nerviosa.

      —¿Qué crees que haces? —Paul quería sonar severo, pero incluso a él le parecía que sonaba dubitativo y con la voz atiplada.

      —Solo es una frase que me gusta —afirmó Vincent. Miraba a la ventana de una manera que incomodaba a Paul. Al otro lado de la escuela, el conductor de autobús hizo sonar la bocina.

      —Podemos hablar de esto en el bus —dijo Paul, aunque ambos sabían que no hablarían de ello en absoluto, porque no era especialmente convincente como figura de autoridad.

      Ella no se movió.

      —Debería irme —comentó Melissa.

      —Vincent —señaló Paul—, si perdemos ese autobús, tendremos que hacer autoestop de vuelta a Grace Harbour y pagar el transbordador.

      —Ya, bueno —soltó Vincent, pero siguió a su hermano hasta el bus escolar, que los esperaba.

      Melissa ya estaba sentada delante con el conductor, aparentemente dedicada a sus deberes, pero los miró de un modo furtivo cuando pasaron a su lado. Guardaron silencio durante el trayecto de vuelta a Grace Harbour, donde el barco del correo esperaba para llevarlos a Caiette. El barco se precipitó alrededor de la península y Paul observó las enormes obras donde iban a erigir el nuevo hotel, las nubes, la nuca de Melissa, los árboles en la orilla, cualquier cosa para evitar mirar en las profundidades del agua; no quería pensar en nada de lo que habría allí abajo. Cuando le echó un vistazo a Vincent se sintió aliviado al ver que ella tampoco miraba el agua, sino al cielo que se oscurecía. En el extremo más lejano de la península estaba Caiette, el lugar que hacía que Port Hardy pareciera, en comparación, una metrópolis: veintiuna casas atrapadas entre el agua y el bosque, la infraestructura local reducida a una carretera con dos callejones sin salida, una pequeña iglesia de la década de 1850, una oficina de Correos de una sala, una escuela de primaria destrozada (porque no tenían suficientes niños para mantenerla abierta desde mediados de los ochenta) y un solo muelle. Cuando el barco atracó en Caiette, subieron por la colina hacia la casa y encontraron a papá y a la abuela esperando en la mesa de la cocina. Normalmente la abuela vivía en Victoria y Paul en Toronto, pero los tiempos no eran normales. La madre de Vincent había desaparecido hacía dos semanas. Alguien había encontrado su canoa a la deriva, vacía en el agua.

      —Los padres de Melissa han llamado a la escuela —dijo papá—, y la escuela me ha llamado a mí.

      Vincent, hay que decir que con valentía, ni siquiera se inmutó. Se sentó a la mesa, se cruzó de brazos y esperó mientras Paul se inclinaba con torpeza contra los fogones y los observaba. ¿Debía acercarse a la mesa también? ¿Dado que era el hermano mayor y responsable, etcétera? Como siempre, no sabía qué se suponía que debía hacer. Por la manera en que papá y la abuela miraban fijamente a Vincent, Paul oyó todo lo que se abstenían de mencionar: el pelo azul recién teñido de Vincent, sus notas, que habían empeorado, el lápiz de ojos negro, su terrible pérdida.

      —¿Por qué escribiste eso en la ventana? —preguntó papá.

      —No lo sé —respondió ella en voz baja.

      —¿Fue idea de Melissa?

      —No.

      —¿Qué te pasaba por la cabeza?

      —No lo sé. Solo son unas palabras que me gustaban. —El viento cambió de dirección y la lluvia tamborileó contra la ventana de la cocina—. Lo siento —añadió—. Sé que fue una estupidez.

      Papá le explicó a Vincent que la escuela la había expulsado durante una semana; que querían expulsarla durante más tiempo, pero que se habían mostrado comprensivos. Ella aceptó esas palabras sin comentarios, luego se levantó y se fue a su habitación. En la cocina se quedaron callados, Paul, papá y la abuela, mientras escuchaban sus pasos en las escaleras y luego la puerta de su habitación, que se cerró silenciosamente tras ella, antes de que Paul se sentara con los otros dos a la mesa, la mesa de los adultos, no pudo evitar pensarlo, y nadie señaló lo obvio, que era que había vuelto de Toronto para cuidarla y que se suponía que eso implicaba no permitir que escribiera grafitis que no se podían borrar en las ventanas del instituto. Pero ¿cuándo había estado Paul en posición de cuidar de nadie? ¿Por qué se había imaginado que podría ayudar? Nadie sacó tampoco el tema a colación, solo se quedaron sentados en silencio mientras oían la lluvia caer en un cubo que papá había colocado en un rincón de la habitación, Vincent representada por un respiradero en el techo que papá y la abuela no parecían comprender que daba a su habitación.

      —Bueno —dijo Paul finalmente, desesperado por cambiar de escenario—. Quizá debería ir a hacer los deberes.

      —¿Qué tal te va? —preguntó la abuela.

      —¿La escuela? Bien —respondió Paul—, va bien.

      Pensaban que había hecho un noble sacrificio al dejar atrás a todos sus amigos en Toronto para ir allí a terminar el instituto, para «estar ahí para su hermana», pero, si hubieran prestado más atención o si hablaran con su madre, habrían sabido que, de todos modos, no habría podido regresar a su antigua escuela, y también que su madre lo había echado de casa. Pero ¿acaso una persona tiene que ser o bien admirable o bien terrible? ¿Tiene la vida que ser tan binaria? «Dos cosas pueden ser verdad al mismo tiempo —se dijo—. Solo porque utilizaste la presunta muerte de tu madrastra para volver a empezar no significa que no hagas también algo bueno, estar ahí para tu hermana o lo que sea». La abuela lo miraba sin mover un músculo, ¿era posible que hubiera hablado con su madre antes de…? Pero papá se disponía a decir algo, y era un proceso gradual que comportaba removerse en la silla, aclararse la garganta, levantar la taza de té a media altura hasta la boca, pero dejarla de nuevo en la mesa, así que Paul y la abuela dejaron su duelo de miradas y esperaron a que hablara. El dolor lo había dotado de una cierta dignidad.

      —Tengo que volver pronto al trabajo —comentó papá—. No puedo llevármela al campamento.

      —¿Qué sugieres? —preguntó la abuela.

      —Pensaba en enviarla a vivir con mi hermana.

      —Jamás